EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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ODAS DE HORACIO- LIBRO III- VI A LOS ROMANOS

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Mensaje por Roana Varela Lun Dic 23, 2013 5:33 am

VI A LOS ROMANOS

Pagarás, romano, sin merecerlo los delitos de tus antepasados, como no restaures los templos y santuarios que se desmoronan, ni alces las estatuas de los Númenes ennegrecidos por el humo.
Si eres dueño del mundo, a los dioses debes tu fortuna; tal es el principio y fin de toda grandeza. El menosprecio de su culto ha cubierto en mil ocasiones de luto a la desolada Hesperia.
Dos veces el caudillo Moneses y el ejército de Pacoro quebrantaron nuestro arrojo no alentado por los auspicios, y gozosos adornaron con nuestras joyas sus pequeños collares.
Roma, presa de civiles discordias, vióse a punto de sucumbir a los ataques del dacio y el etíope: el uno formidable por sus escuadras, el otro más temible por sus certeras saetas.
Nuestro siglo, fecundo en maldades, corrompió primero el tálamo nupcial, afrentando las casas y los linajes; de esta fuente deriva la pestilencia que destruye al pueblo y a la patria.
La virgen adulta se entrega sin freno a las danzas de Jonia, se instruye en las artes de la seducción, y desde tierna edad sueña con amores incestuosos.
Ya casada, solicita a los adúlteros más jóvenes en los banquetes de su esposo, y no se detiene a elegir el amante a quien prodigue en las sombras sus ilícitos favores, sino que en presencia del marido, tolerante con sus desórdenes, acude a la voz del fautor de tercerías o del mercader de la nave española que paga a precio muy alto su deshonra.
No fueron estos padres los que engendraron la juventud que tiñó los mares con la sangre cartaginesa y venció a Pirro, al poderoso Antíoco y al cruel Aníbal, sino la prole varonil de rústicos soldados, diestra en remover la tierra con los azadones sabelios, que, obediente a la voz de sus severas madres, cargaba con los troncos de leña, cortados en la selva, cuando el sol prolongaba Ias sombras de los montes, hacía desuncir los bueyes cansados, y fugitivo en su carro traía las horas plácidas del reposo.
Un siglo pestilente, ¿qué no corrompe? La edad de nuestros padres, peor que la de nuestros abuelos, nos dio el ser a nosotros, aún más perversos, que a la vez engendraremos una progenie más corrompida.
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