EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo II

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El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo II Empty El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo II

Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 2:51 am

El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo II

Diez minutos más tarde, lord Arthur Savile, con la cara lívida de terror y los ojos enloquecidos de angustia, precipitábase fuera de Bentinck-House. Se abrió paso en­tre el tropel de lacayos, cubiertos de pieles, que esperaban bajo la marquesina del gran pabellón.
Lord Arthur parecía no ver ni oír absolutamente nada,
La noche era muy fría y los mecheros de gas alrede­dor de la plaza centelleaban, vacilantes, baja los latigazos del viento; pero él sentía en sus manos un calor febril y las sienes le ardían como brasas.
Andaba zigzagueando por la acera, como un beodo. Un policía le miró con curiosidad al pasar y un men­digo que salió del quicio de un portal para pedirle limosna retrocedió aterrado, al ver un infortunio mayor que el su­yo. En un momento dado, lord Arthur Savile se detuvo debajo de un farol y se miró las manos. Creyó ver la man­cha de sangre que las delataba y un débil grito brotó de sus labios trémulos.
¡Asesino! Ésta era la palabra que había leído el qui­romántico sobre ellas. ¡Asesino! La noche misma parecía saberlo y el viento desolado la zumbaba en sus oídos. Los rincones oscuros de las calles estaban llenos de aquella acusación, que gesticulaba ante sus ojos en los tejados.
Primero fue al parque, cuyo boscaje sombrío parecía fascinarle. Se apoyó en la verja con aire extenuado, refres­cando su frente con la humedad del hierro y escuchando el silencio rumoroso de los árboles.
«¡Asesino! ¡Asesino!», se repitió, como si por diri­girse de nuevo la acusación pudiera atenuar el sentido de la palabra. El sonido de su propia voz le hizo estremecer y, a pesar de esto, deseó casi que el eco recogiese y des­pertara de sus sueños a la ciudad adormecida. Sentía im­pulsos de detener al primer transeúnte casual y contárse­lo todo.
Después siguió su marcha, vagando alrededor de la calle de Oxford, por un laberinto de callejuelas estrechas e ignominiosas. Dos mujeres de caras pintarrajeadas se mo­faron de él a su paso. De un patio lóbrego llegó hasta sus oídos un ruido de juramentos y de golpes, seguidos de gri­tos penetrantes; y apretujados en montón, bajo una puer­ta húmeda y fría, vio las espaldas arqueadas y los cuerpos agotados de la pobreza y la decrepitud. Le sobrecogió una extraña piedad.
Aquellos hijos del pecado y de la miseria, ¿estaban fatalmente predestinados como él? ¿Acaso no eran tan só­lo, como él, muñecos de un guiñol monstruoso?
Y, sin embargo, no fue el misterio, sino la comedia del sufrimiento la que le conmovió con su absoluta inuti­lidad y su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente y qué desprovisto de armonía le pareció todo! Le dejó ató­nito el desacuerdo existente entre el optimismo superfi­cial de nuestro tiempo y la realidad de la vida. Era todavía muy joven.
Al cabo de un rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calle, silenciosa, parecía una larga cinta de plata bruñida, moteada aquí y allá por los oscuros ara­bescos de las sombras movedizas.
A lo lejos redondeábase en círculo la línea de luces de los faroles de gas vacilantes, y ante una casita rodeada por un muro estaba parado un coche de alquiler, solitario, cuyo cochero dormía en el interior. Lord Arthur se dirigió con paso rápido en dirección a la plaza de Porland, miran­do a cada momento a su alrededor, como si temiera que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban parados dos hombres leyendo un anuncio en una valla. Un extra­ño sentimiento de curiosidad le dominó y cruzó la calle hacia aquel sitio. Ya cerca, la palabra asesino impresa en letras negras hirió sus ojos.
Se detuvo y una oleada de rubor tiñó sus mejillas. Era un bando ofreciendo una recompensa a quien facilitase detalles que cooperasen a la detención de un in­dividuo de estatura regular, entre los treinta y los cuarenta años, que llevaba un sombrero blanco de alas levantadas, una chaqueta negra y unos pantalones escoceses y que te­nía una cicatriz en la mejilla derecha. Lord Arthur leyó y releyó el anuncio. Se preguntó si aquel hombre sería dete­nido y cómo se habría hecho aquella herida. ¡Quizá algún día su nombre se vería expuesto de igual modo en los muros de Londres! ¡Quizá algún día pondrían también su cabeza a precio!
Aquel pensamiento le dejó descompuesto de horror y, girando sobre sus talones, huyó en la noche.
No sabía apenas dónde estaba. Recordaba confusa­mente haber vagado por un laberinto de casas sórdidas, perdiéndose en una gigantesca maraña de calles sombrías, y empezaba a despuntar el alba cuando se dio cuenta, por fin, de que se hallaba en Piccadilly-Circus. A1 poco rato, cuando pasaba por Belgrave-Square, se encontró con los grandes carros de transporte que se dirigían al mercado de Covent-Garden. Los carreteros con sus blusas blancas y sus rostros agradables, bronceados por el sol, de revueltos cabellos rizados, apresuraban vigorosamente el paso resta­llando sus fustas y hablándose a gritos. Sobre el lomo de un enorme caballo gris, el primero de la reata, iba monta­do un mozo mofletudo con un ramito de prímulas en su sombrero de alas caídas, agarrándose con mano firme a las crines y riendo a carcajadas. En la claridad matinal los grandes montones de legumbres se destacaban como blo­ques de jade verde sobre los pétalos rosados de una flor mágica. Lord Arthur experimentó un sentimiento de viva conmoción, sin que pudiese decir a punto fijo por qué. Había algo en la delicada belleza del alba que le emocio­naba inefablemente y pensó en todos los días que despun­tan y mueren en medio de la tempestad. Aquellos hom­bres rudos, con sus voces broncas, su grosero buen humor y su andar perezoso, ¡qué Londres más extraño veían! ¡Un Londres lleno de los crímenes nocturnos y del humo del día; una ciudad pálida, fantasmagórica; una ciudad desola­da de tumbas! Se preguntó lo que pensarían de ella y si sa­brían algo de sus esplendores y de sus vergüenzas, de sus goces soberbios, tan bellos de color; de su hambre atroz y de todo cuanto brota y se marchita en Londres desde la mañana hasta la noche. Probablemente, para ellos era tan sólo el mercado adonde llevaban a vender sus productos y en el que no permanecían más que unas horas a lo sumo, dejando a su regreso las calles todavía en silencio y las ca­sas aún dormidas. Sintió un gran placer en verlos pasar. Por muy zafios que fuesen con sus zapatones claveteados y sus andares ordinarios, llevaban consigo algo de la Arca­dia. Lord Arthur vio que habían vivido con la naturaleza y que ésta les enseñó la paz, y envidió su ignorancia.
Cuando llegó al final de Belgrave-Square, el cielo era de un azul desvanecido y los pájaros empezaban a piar en los jardines.
Ruben
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