EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XV

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Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 2:10 pm

De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XV


Tú no te dabas cuenta de que no hay sitio para las dos pasiones en una misma alma. No pueden vivir juntas en esa hermosa mansión. El Amor se alimenta de la imaginación, que nos hace más sabios que lo que sabemos, mejores que lo que sentimos, más nobles que lo que somos; que nos capacita para ver la Vida como un todo; que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales. Sólo lo bello, y bellamente concebido, alimenta el Amor. Pero el Odio se nutre de cualquier cosa. No hubo copa de champán que bebieras, no hubo plato exquisito que comieras en todos esos años, que no alimentara tu Odio y lo cebara. Para satisfacerlo jugaste con mi vida, lo mismo que jugabas con mi dinero, al desgaire, sin freno, indiferente a las consecuencias. Si perdías, pensabas que la pérdida no sería tuya. Si ganabas, sabías que tuyos serían el júbilo y las ventajas de la victoria.

El Odio ciega. Tú no te dabas cuenta de eso. El Amor alcanza a leer lo escrito en la estrella más remota, pero el Odio te cegó de tal modo que no veías más allá del jardín angosto, tapiado y ya marchito de tus deseos vulgares. Tu terrible falta de imaginación, el único defecto realmente fatídico de tu carácter, era enteramente resultado del Odio que vivía en ti. Sutilmente, en silencio y en secreto, el Odio iba royendo tu naturaleza, como muerde el liquen la raíz de una planta ajada, hasta que llegaste a no ver otra cosa que los intereses más ruines y los objetivos más mezquinos. Esa facultad que el Amor habría alentado en ti, el Odio la envenenó y paralizó. Cuando tu padre empezó a atacarme fue como amigo tuyo particular, y en una carta particular dirigida a ti. Tan pronto como leí esa carta, con sus amenazas obscenas y sus violencias groseras, vi de inmediato que un peligro terrible se cernía en el horizonte de mis agitados días; te dije que no quería ser la cabeza de turco entre vosotros dos, con vuestro odio inveterado; que yo en Londres era naturalmente una presa mucho mayor para él que un ministro de Asuntos Exteriores en Homburg; que sería injusto conmigo colocarme aunque sólo fuera por un instante en semejante posición; y que tenía mejores cosas que hacer en la vida que aguantar escenas con un hombre borracho, déclassé y medio idiota como él. No hubo manera de hacértelo ver. El Odio te cegaba. Te empeñaste en que la pelea realmente no tenía nada que ver conmigo; en que no ibas a tolerar que tu padre mandase en tus amistades particulares; en que sería muy injusto que yo interviniera. Ya antes de verme por ese motivo le habías enviado a tu padre un telegrama necio y vulgar a guisa de respuesta. Con eso, claro está, te condenabas a seguir un rumbo necio y vulgar. Los errores fatales de la vida no se deben a que seamos insensatos: un momento de insensatez puede ser nuestro mejor momento.

Se deben a que somos lógicos. Hay una gran diferencia. Ese telegrama condicionó a partir de ahí todas tus relaciones con tu padre, y por consiguiente toda mi vida. Y lo grotesco es que era un telegrama del que el más vulgar galopín se habría avergonzado. De los telegramas insolentes se pasó con toda naturalidad a las cartas de abogado presuntuosas, y el resultado de tus cartas de abogado a tu padre fue, claro está, espolearle todavía más. No le dejaste otra alternativa que seguir. Le impusiste como cuestión de honor, de deshonor mas bien, que tu acción surtiera efectos aún mayores. Así que a la vez siguiente me ataca a mí, ya no en carta particular y como amigo tuyo particular, sino en público y como hombre público. Tengo que echarle de mi casa. Va buscándome de restaurante en restaurante, para insultarme ante la faz del mundo, y de tal modo que el replicar fuera mi ruina, y el no replicar fuera mi ruina también. ¿No fue ése el momento en que tú deberías haber dado un paso al frente para decir que antes que exponerme a tan odiosos ataques, a tan infame persecución por tu causa, de buen grado y al momento renunciabas a todo título sobre mi amistad? Ahora será eso lo que pienses, me figuro. Pero entonces ni se te pasó por la cabeza. El Odio te cegaba. Lo único que se te ocurrió (aparte, naturalmente, de escribirle cartas y telegramas insultantes) fue comprar una pistola ridícula que se dispara en el Berkeley en circunstancias que desatan un escándalo mayor de cuantos llegaran nunca a tus oídos. En realidad, la idea de ser el objeto de una disputa terrible entre tu padre y un hombre de mi posición parecía deleitarte. Halagaba tu vanidad, supongo que con toda lógica, y acrecentaba tu importanc ia ante ti mismo. Que tu padre se hubiera llevado tu cuerpo, que a mí no me interesaba, y me hubiera dejado tu alma, que no le interesaba a él, habría sido para ti una solución lamentable del litigio. Olfateaste la ocasión de un escándalo público y corriste a ella. La perspectiva de una batalla en la que tú estarías a salvo te entusiasmó. No recuerdo haberte visto nunca de mejor humor que el que mostraste en el resto de aquella temporada. Tu única decepción pareció ser que al final no pasó nada, y que entre nosotros no hubo más encuentro ni alboroto. Te consolaste enviándole telegramas de tal carácter, que al cabo el desgraciado te escribió diciendo que había dado orden a sus criados de que no le pasaran ningún telegrama bajo ningún pretexto. Eso no te arredró. Viste las inmensas oportunidades que brindaba la tarjeta postal abierta, y las explotaste a fondo. Le aguijoneaste aún más en la persecución de su presa. Yo no creo que él tampoco la hubiera dejado. Los instintos de la familia eran fuertes en él. Su odio hacia ti era tan persistente como el tuyo hacia él, y yo era el buey de cabestrillo para los dos, y un modo de ataque a la vez que un modo de protección. Su mismo afán de notoriedad no era simplemente individual, sino racial. De todos modos, si su interés hubiera flaqueado por un momento, tus cartas y postales lo habrían vuelto en seguida a su antiguo ardor. Eso hicieron, y él lógicamente fue más lejos aún. Tras haberme acometido como caballero particular y en privado, como hombre público y en público, al cabo decide la nzar su gran ataque final contra mí como artista, y en el lugar donde mi Arte se está representando.

Se procura por medios fraudulentos una butaca para el estreno de una de mis obras, y trama un plan para int errumpir la representación, hacer un sucio discurso sobre mí ante el público, insultar a mis actores, arrojarme proyectiles ofensivos o indecentes cuando salga a saludar al final, arruinarme totalmente de alguna manera asquerosa a través de mi trabajo. Por puro azar, en la sinceridad breve y accidental de una ebriedad mayor de lo habitual, alardea de su intención públicamente. Se informa a la policía, y se impide su entrada en el teatro. Tú tuviste entonces tu oportunidad. Tu oportunidad fue ésa.

¿No te das cuenta ahora de que deberías haberla visto, y haberte adelantado a decir que no querías que mi Arte, a lo menos, se perdiera por ti? Tú sabías lo que mi Arte era para mí, la gran nota fundamental con que me había revelado, en primer lugar ante mí mismo, y después ante el mundo; la verdadera pasión de mi vida; el amor frente al que todos los demás amores eran como agua de pantano al vino tinto, o la luciérnaga del pantano al mágico espejo de la luna. ¿No comprendes ahora que tu falta de imaginación era el único defecto realmente fatídico de tu carácter? Lo que tuviste que hacer era muy sencillo, y lo tenías muy claro ante ti, pero el Odio te había cegado y no veías nada. Yo no podía pedir excusas a tu padre porque él llevara casi nueve meses insultándome y persiguiéndome de la manera más aborrecible. No podía sacarte de mi vida. Lo había intentado una y otra vez. Había llegado incluso a dejar Inglaterra y ma rcharme al extranjero con la esperanza de escapar de ti. Nada había servido de nada. Tú eras la única persona que podía hacer algo. La clave de la situación estaba enteramente en ti. Fue la gran oportunidad que tuviste de darme alguna pequeña compensación por todo el amor, el afecto, la bondad, la generosidad y los desvelos que yo te había mostrado. Si me hubieras apreciado en la décima parte de mi valor como artista lo habrías hecho. Pero el Odio te cegaba. La facultad «que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales» estaba muerta en ti. No pensabas más que en la manera de llevar a tu padre a la cárcel. Verle «en el banquillo», como solías decir: ésa era tu única idea. Esa frase vino a ser uno de los muchos estribillos de tu conversación diaria. Se la oía en todas las comidas. Bien, pues viste satisfecho tu deseo. El Odio te concedió todo lo que querías. Fue un Señor indulgente contigo. Lo es, en efecto, con todos los que le sirven. Dos días te sentaste en un asiento elevado con los guardias, y te regalaste los ojos con el espectáculo de tu padre en el banquillo del Tribunal Central de lo Criminal. Y al tercer día yo ocupé su lugar. ¿Qué había pasado? Que en el espantoso juego de odio que os traíais, los dos habíais echado mi alma a los dados, y casualmente habías perdido tú. Nada más.
Ruben
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