EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Los ladrones de Roberto Arlt

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Mensaje por Armando Lopez Miér Sep 23, 2020 6:36 am

Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia.

Decoraban el frente del cuchitril las policromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol.

A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros.

Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo,y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera.

Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: "Guárdate de los señalados de Dios."

Solía echar algunos parrafitos conmigo, y en tanto escogía un descalabrado botín entre el revoltijo de hormas y rollos de cuero, me iniciaba con amarguras de fracasado en el conocimiento de los bandidos más famosos en las tierras de España, o me hacía la apología de un parroquiano rumboso a quien lustraba el calzado y que le favorecía con veinte centavos de propina.

Como era codicioso sonreía al evocar al cliente, y la sórdida sonrisa que no acertaba a hincharle los carrillos arrugábale el labio sobre sus negruzcos dientes.

Cobróme simpatía a pesar de ser un cascarrabias y por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos adquiridos en largas suscripciones.

Así, entregándome la historia de la vida de Diego Corrientes, decía: —Ezte chaval, hijo... ¡qué chaval!... era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete...

Temblaba de inflexiones broncas la voz del menestral:

—Ma lindo que una rroza... zi er tené mala zombra...

Recapacitaba luego:

—Figúrate tú... daba ar pobre lo que quitaba al rico... tenía mujé en toos los cortijos... si era ma lindo que una rroza...

En la mansarda, apestando con olores de engrudo y de cuero, su voz despertaba un ensueño con montes reverdecidos. En las quebradas había zambras gitanas... todo un país montañero y rijoso aparecía ante mis ojos llamado por la evocación.

—Si era ma lindo que una rroza —y el cojo desfogaba su tristeza reblandeciendo la suela a martillazos encima de una plancha de hierro que apoyaba en las rodillas.

Después, encogiéndose de hombros como si desechara una idea inoportuna, escupía por el colmillo a un rincón, afilando con movimientos rápidos la lezna en la piedra.

Más tarde agregaba:

—Verá tú qué parte ma linda cuando lleguez a doña Inezita y ar ventorro der tío Pezuña —y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

—Cuidarlo, niño, que dineroz cuesta —y tornando a sus menesteres inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratón, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenándose la boca de clavillos continuaba haciendo con el martillo toc... toc... toc... toc...

Dicha literatura, que yo devoraba en las "entregas" numerosas, era la historia de José María, el Rayo de Andalucía, o las aventuras de don Jaime el Barbudo y otros perillanes más o menos auténticos y pintorescos en los cromos que los representaban de esta forma:

Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón. Por lo general ofrecían con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde.

Entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas.

Necesitaba un camarada en las aventuras de la primera edad, y éste fue Enrique Irzubeta.

Era el tal un pelafustán a quien siempre oí llamar por el edificante apodo de el Falsificador.

He aquí cómo se establece una reputación y cómo el prestigio secunda al principiante en el laudable arte de embaucar al profano.

Enrique tenía catorce años cuando engañó al fabricante de una fábrica de caramelos, lo que es una evidente prueba de que los dioses habían trazado cuál sería en el futuro el destino del amigo Enrique. Pero como los dioses son arteros de corazón, no me sorprende al escribir mis memorias enterarme de que Enrique se hospeda en uno de esos hoteles que el Estado dispone para los audaces y bribones.

La verdad es ésta:

Cierto fabricante, para estimular la venta de sus productos, inició un concurso con opción a premios destinados a aquellos que presentaran una colección de banderas de las cuales se encontraba un ejemplar en la envoltura interior de cada caramelo.

Estribaba la dificultad (dado que escaseaba sobremanera) hallar la bandera de Nicaragua.

Estos certámenes absurdos, como se sabe, apasionan a los muchachos, que cobijados por un interés común, computan todos los días el resultado de esos trabajos y la marcha de sus pacientes indagaciones.

Entonces Enrique prometió a sus compañeros de barrio, ciertos aprendices de una carpintería y los hijos del tambero, que él falsificaría la bandera de Nicaragua siempre que uno de ellos se la facilitara.

El muchacho dudaba... vacilaba conociendo la reputación de Irzubeta, mas Enrique magnánimamente ofreció en rehenes dos volúmenes de la Historia de Francia, escrita por M. Guizot, para que no se pusiera en tela de juicio su probidad.

Así quedó cerrado el trato en la vereda de la calle, una calle sin salida, con faroles pintados de verde en las esquinas, con pocas casas y largas tapias de ladrillo. En distantes bardales reposaba la celeste curva del cielo, y sólo entristecía la calleja el monótono rumor de una sierra sinfín o el mugido de las vacas en el tambo.

Más tarde supe que Enrique, usando tinta china y sangre, reprodujo la bandera de Nicaragua tan hábilmente, que el original no se distinguía de la copia.

Días después Irzubeta lucía un flamante fusil de aire comprimido que vendió a un ropavejero de la calle Reconquista. Esto sucedía por los tiempos en que el esforzado Bonnot y el valerosísimo Valet aterrorizaban a París.

Yo ya había leído los cuarenta y tantos tomos que el vizconde de Ponson du Terrail escribiera acerca del hijo adoptivo de mamá Fipart, el admirable Rocambole, y aspiraba a ser un bandido de la alta escuela.

Bien: un día estival, en el sórdido almacén del barrio, conocí a Irzubeta.

La calurosa hora de la siesta pesaba en las calles, y yo sentado en una barrica de yerba, discutía con Hipólito, que aprovechaba los sueños de su padre para fabricar aeroplanos con armadura de bambú. Hipólito quería ser aviador, "pero debía resolver antes el problema de la estabilidad espontánea". En otros tiempos le preocupó la solución del movimiento continuo y solía consultarme acerca del resultado posible de sus cavilaciones.

Hipólito, de codos en un periódico manchado de tocino, entre una fiambrera con quesos y las varillas coloradas de "la caja", escuchaba atentísimamente mi tesis:

—El mecanismo de un "reló" no sirve para la hélice. Ponele un motorcito eléctrico y las pilas secas en el "fuselaje".

—Entonces, como los submarinos....

—¿Qué submarinos? El único peligro está en que la corriente te queme el motor, pero el aeroplano va a ir más sereno y antes de que se te descarguen las pilas va a pasar un buen rato.

—Che, ¿y con la telegrafía sin hilos no puede marchar el motor? Vos tendrías que estudiarte ese invento. ¿Sabés que sería lindo?

En aquel instante entró Enrique.

—Che, Hipólito, dice mamá si querés darme medio kilo de azúcar hasta más tarde.

—No puedo, che; el viejo me dijo que hasta que no arreglen la libreta...

Enrique frunció ligeramente el ceño.

—¡Me extraña, Hipólito!...

Hipólito agregó, conciliador:

—Si por mi fuera, ya sabés... pero es el viejo, che —y señalándome, satisfecho de poder desviar el tema de la conversación, agregó, dirigiéndose a Enrique:

—Che, ¿no lo conocés a Silvio? Este es el del cañón.

El semblante de Irzubeta se iluminó deferente.

—Ah, ¿es usted? Lo felicito. El bostero del tambo me dijo que tiraba como un Krupp...

En tanto hablaba, le observé.

Era alto y enjuto. Sobre la abombada frente, manchada de pecas, los lustrosos cabellos negros se ondulaban señorilmente. Tenía los ojos color de tabaco, ligeramente oblicuos, y vestía traje marrón adaptado a su figura por manos pocos hábiles en labores sastreriles.

Se apoyó en la pestaña del mostrador, posando la barba en la palma de la mano. Parecía reflexionar.

Sonada aventura fue la de mi cañón y grato me es recordarla.

A ciertos peones de una compañía de electricidad les compré un tubo de hierro y varias libras de plomo. Con esos elementos fabriqué lo que yo llamaba una culebrina o "bombarda". Procedí de esta forma:

En un molde hexagonal de madera, tapizado interiormente de barro, introduje el tubo de hierro. El espacio entre ambas caras interiores iba rellenado de plomo fundido. Después de romper la envoltura, desbasté el bloque con una lima gruesa, fijando al cañón por medio de sunchos de hojalata en una cureña fabricada con las tablas más gruesas de un cajón de kerosene.

Mi culebrina era hermosa. Cargaba proyectiles de dos pulgadas de diámetro, cuya carga colocaba en sacos de bramante llenos de pólvora

Acariciando mi pequeño monstruo, yo pensaba: "Este cañón puede matar, este cañón puede destruir", y la convicción de haber creado un peligro obediente y mortal me enajenaba de alegría.

Admirados lo examinaron los muchachos de la vecindad, y ello les evidenció mi superioridad intelectual, que desde entonces prevaleció en las expediciones organizadas para ir a robar fruta o descubrir tesoros enterrados en los despoblados que estaban más allá del arroyo Maldonado en la parroquia de San José de Flores.

El día que ensayamos el cañón fue famoso. Entre un macizo de cina-cina que había en un enorme potrero en la calle Avellaneda antes de llegar a San Eduardo, hicimos el experimento. Un círculo de muchachos me rodeaba mientras yo, ficticiamente enardecido, cargaba la culebrina por la boca. Luego, para comprobar sus virtudes balísticas, dirigimos la puntería al depósito de zinc que sobre la muralla de una carpintería próxima la abastecía de agua.

Emocionado acerqué un fósforo a la mecha; una llamita oscura cabrilleteó bajo el sol y de pronto un estampido terrible nos envolvió en una nauseabunda neblina de humo blanco. Por un instante permanecimos alelados de maravilla: nos parecía que en aquel momento habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra.

De pronto alguien gritó:

—¡Rajemos! ¡La cana!

No hubo tiempo material para hacer una retirada honrosa. Dos vigilantes a todo correr se acercaban, dudamos... y súbitamente a grandes saltos huimos, abandonando la "bombarda" al enemigo.

Enrique terminó por decir:

—Che, si usted necesita datos científicos para sus cosas, yo tengo en casa una colección de revistas que se llaman Alrededor del Mundo y se las puedo prestar.

Desde ese día hasta la noche del gran peligro, nuestra amistad fue comparable a la de Orestes y Pílades.

¡Qué nuevo mundo pintoresco descubrí en la casa de la familia Irzubeta!

¡Gente memorable! Tres varones y dos hembras, y la casa regida por la madre, una señora de color de sal con pimienta, de ojillos de pescado y larga nariz inquisidora, y la abuela encorvada, sorda y negruzca como un árbol tostado por el fuego.

A excepción de un ausente, que era el oficial de policía, en aquella covacha taciturna todos holgaban con vagancia dulce, con ocios que se paseaban de las novelas de Dumas al reconfortante sueño de las siestas y al amable chismorreo del atardecer.

Las inquietudes sobrevenían al comenzar el mes. Se trataba entonces de disuadir a los acreedores, de engatusar a los "gallegos de mierda", de calmar el coraje de la gente plebeya que sin tacto alguno vociferaba a la puerta cancel reclamando el pago de las mercaderías, ingenuamente dadas a crédito.
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Mensaje por Armando Lopez Miér Sep 23, 2020 6:40 am

El propietario de la covacha era un alsaciano gordo, llamado Grenuillet. Reumático, setentón y neurasténico, terminó por acostumbrarse a la irregularidad de los Irzubeta, que le pagaban los alquileres de vez en cuando. En otros tiempos había tratado inútilmente de desalojarlos de la propiedad, pero los Irzubeta eran parientes de jueces rancios y otras gentes de la misma calaña del partido conservador, por cuya razón se sabían inamovibles.

El alsaciano acabó por resignarse a la espera de un nuevo régimen político y la florida desvergüenza de aquellos bigardones llegaba al extremo de enviar a Enrique a solicitar del propietario tarjetas de favor para entrar en el casino, donde el hombre tenía un hijo que desempeñaba el cargo de portero.

¡Ah! Y qué sabrosísimos comentarios, qué cristianas reflexiones se podían escuchar de las comadres que en conciliábulo en la carnicería del barrio, comentaban piadosamente la existencia de sus vecinos.

Decía la madre de una niña feísima, refiréndose a uno de los jóvenes Irzubeta que en un arranque de rijosidad habíale mostrado sus partes pudendas a la doncella:

—Vea, señora, que yo no lo agarre, porque va a ser peor que si le pisara un tren.

Decía la madre de Hipólito, mujer gorda, de rostro blanquísimo, y siempre embarazada, tomando de un brazo al carnicero:

—Le aconsejo, don Segundo, que no les fíe ni en broma. A nosotros nos tienen metido un clavo que no le digo nada.

—Pierda cuidado, pierda cuidado —rezongaba austeramente el hombre membrudo, esgrimiendo su enorme cuchilla en torno de un bofe.

¡Ah!, y eran muy joviales los Irzubeta. Dígalo si no, el panadero que tuvo la audacia de indignarse por la morosidad de sus acreedores.

Reñía el tal a la puerta con una de las niñas, cuando quiso su mala suerte que lo escuchara el oficial inspector, casualmente de visita en la casa.

Éste, acostumbrado a dirigir toda cuestión a puntapiés, irritado por la insolencia que representaba el hecho de que el panadero quisiera cobrar lo que se le debía, expulsólo a puñetazos de la puerta. Esto no dejó de ser una saludable lección de crianza y muchos prefirieron no cobrar. En fin, la vida encarada por aquella familia era más jocosa que un sainete bufo.

Las doncellas, mayores de veintiséis años, y sin novio, se deleitaban en Chateaubriand, languidecían en Lamartine y Cherbuliez. Esto les hacía abrigar la convicción de que formaban parte de una "élite" intelectual, y por tal motivo designaban a la gente pobre con el adjetivo de chusma.

Chusma llamaban al almacenero que pretendía cobrar sus habichuelas, chusma a la tendera a quien habían sonsacado unos metros de puntillas, chusma al carnicero que bramaba de coraje cuando por entre los postigos, a regañadientes, se le gritaba que "el mes que viene sin falta se le pagaría".

Los tres hermanos, cabelludos y flacos, prez de vagos, durante el día tomaban abundantes baños de sol y al oscurecer se trajeaban con el fin de ir a granjear amoríos entre las perdularias del arrabal.

Las dos ancianas beatas y gruñidoras reñían a cada momento por bagatelas, o sentadas en la sala vetusta con las hijas espiaban tras los visillos, entretejían chismes; y como descendían de un oficial que militara en el ejército de Napoleón I, muchas veces en la penumbra que idealizaba sus semblantes exangües, las escuché soñando en mitos imperialistas, evocando añejos resplandores de nobleza, en tanto que en la solitaria acera el farolero con su pértiga coronada de una llama violeta, encendía el farol verde del gas.

Como no disfrutaban de medios para mantener criada y como ninguna sirvienta tampoco hubiera podido soportar los bríos faunescos de los tres golfos cabelludos y los malos humores de las quisquillosas doncellas y los caprichos de las brujas dentudas, Enrique era el correveidile necesario para el buen funcionamiento de aquella coja máquina económica, y tan acostumbrado estaba a pedir a crédito, que su descaro en ese sentido era inaudito y ejemplar. En su elogio puede decirse que un bronce era más susceptible de vergüenza que su fino rostro.

Las dilatadas horas libres, Irzubeta las entretenía dibujando, habilidad para la que no carecía de ingenio y delicadeza, lo que no deja de ser un buen argumento para comprobar que siempre han existido pelafustanes con aptitudes estéticas. Como yo no tenía nada que hacer, estaba frecuentemente en su casa, cosa que no agradaba a las dignas ancianas, de quienes no se me daba un ardite.

De esta unión con Enrique, de las prolongadas conversaciones acerca de bandidos y latrocinios, nos nació una singular predisposición para ejecutar barrabasadas, y un deseo infinito de inmortalizarnos con el nombre de delincuentes.

Decíame Enrique con motivo de una expulsión de "apaches" emigrados de Francia a Buenos Aires, y que Soiza Reilly había reporteado, acompañando el artículo de elocuentes fotografías:

—El presidente de la república tiene cuatro "apaches" que le cuidan las espaldas.

Yo me reía.

—Dejate de macanear.

—Cierto, te digo, y son así —y abría los brazos como un crucificado para darme una idea de la capacidad torácica de los facinerosos de marras.

No recuerdo por medio de qué sutilezas y sinrazones llegamos a convencernos de que robar era acción meritoria y bella; pero sí sé que de mutuo acuerdo, resolvimos organizar un club de ladrones, del que por el momento nosotros solos éramos afiliados.

Más adelante veríamos... Y para iniciarnos dignamente decidimos comenzar nuestra carrera desvalijando las casas deshabitadas. Esto sucedía así:

Después de almorzar, a la hora en que las calles están desiertas, discretamente trajeados salíamos a recorrer las calles de Flores o Caballito.

Nuestras herramientas de trabajo eran:

Una pequeña llave inglesa, un destornillador y algunos periódicos para empaquetar lo hurtado.

Donde un cartel anunciaba una propiedad en alquiler, nos dirigíamos a solicitar referencias; compuestos los modales y compungido el rostro. Parecíamos los monaguillos de Caco.

Una vez que nos habían facilitado las llaves, con objeto de conocer las condiciones de habitabilidad de las casas en alquiler, salíamos presurosamente.

Aún no he olvidado la alegría que experimentaba al abrir las puertas. Entrábamos violentamente; ávidos de botín recorríamos las habitaciones tasando de rápidas miradas la calidad de lo robable.

Si había instalación de luz eléctrica, arrancábamos los cables, portalámparas y timbres, las lámparas y los conmutadores, las arañas, las tulipas y las pilas; del cuarto de baño, por ser niqueladas, las canillas y las de la pileta por ser de bronce, y no nos llevábamos puertas o ventanas para no convertirnos en mozos de cordel.

Trabajábamos instigados de cierta jovialidad dolorosa, un nudo de ansiedad detenido en la garganta, y con la presteza de los transformistas en las tablas, riéndonos sin motivo, temblando por nada.

Los cables colgaban en pingajos de los plafones desconchados por la brusquedad del esfuerzo; trozos de yeso y argamasa manchaban los pisos polvorientos; en la cocina los caños de plomo deshilachaban un interminable reguero de agua, y en pocos segundos teníamos la habilidad de disponer la vivienda para una costosa reparación.

Después Irzubeta o yo entregábamos las llaves y con rápidos pasos desaparecíamos.

El lugar del reencuentro era siempre la trastienda de un plomero, cierto cromo de Cacaseno con cara de luna, crecido en años, vientre y cuernos, porque sabíase que toleraba con paciencia franciscana las infidelidades de su esposa.

Cuando indirectamente se le hacía reconocer su condición, él replicaba con mansedumbre pascual que su esposa padecía de los nervios, y ante argumentos de tal solidez científica, no cabía sino el silencio.

Sin embargo, para sus intereses era un águila.

El patizambo revisaba meticulosamente nuestro hatillo, sopesaba los cables, probaba las lámparas con objeto de verificar si estaban quemados los filamentos, oliscaba las canillas y con paciencia desesperante calculaba y descalculaba, hasta terminar por ofrecernos la décima parte de lo que valía lo robado a precio de costo.

Si discutíamos o nos indignábamos, el buen hombre levantaba las pupilas bovinas, su cara redonda sonreía con sacarronería, y sin dejarnos replicar, dándonos festivas palmaditas en las espaldas, nos ponía en la puerta de la calle con la mayor gracia del mundo y el dinero en la palma de la mano.

Pero no se vaya a creer que circunscribíamos nuestras hazañas sólo a las casas desalquiladas. ¡Quiénes como nosotros para el ejercicio de la garra!

Avizorábamos continuamente las cosas ajenas. En las manos teníamos una prontitud fabulosa, en la pupila la presteza de ave de rapiña. Sin apresurarnos y con la rapidez con que cae un gerifalte sobre cándida paloma, caíamos nosotros sobre lo que no nos pertenecía.

Si entrábamos en un café y en una mesa había un cubierto olvidado o una azucarera y el camarero se distraía, hurtábamos ambas; y ya en los mostradores de cocina o en cualquier otro recoveco, encontrábamos lo que creíamos necesario para nuestro común beneficio.

No perdonábamos taza ni plato, cuchillos ni bolas de billar, y bien claro recuerdo que una noche de lluvia, en un café muy concurrido, Enrique se llevó bonitamente un gabán y otra noche yo un bastón con puño de oro.

Nuestros ojos giraban como bolas y se abrían como platos investigando su provecho, y en cuanto distinguíamos lo apetecido, allí estábamos sonrientes, despreocupados y dicharacheros, los dedos prontos y la mirada bien escudriñadora, para no dar golpe en falso como rateros de tres al cuarto.

En los comercios ejercitábamos también esta limpia habilidad, y era de ver y no creer como engatusábamos a los mozuelos que atienden el mostrador en tanto que el amo duerme la siesta.
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Mensaje por Armando Lopez Miér Sep 23, 2020 6:41 am

Con un pretexto u otro, Enrique llevaba el muchacho a la vidriera de la calle, para que le cotizara precio de ciertos artículos, y si no había gente en el despacho yo prontamente abría una vitrina y me llenaba los bolsillos de cajas de lápices, tinteros artísticos, y sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma, y otra vez en una armería llevamos un cartón con una docena de cortaplumas de acero dorado y cabo de nácar.

Cuando durante el día no habíamos podido hacernos con nada, estábamos cariacontecidos, tristes de nuestra torpeza, desengañados de nuestro porvenir.

Entonces rondábamos malhumorados, hasta que se ofrecía algo en que desquitarnos.

Mas cuando el negocio estaba en auge y las monedas eran reemplazadas por los sabrosos pesos, esperábamos a una tarde de lluvia y salíamos en automóvil. ¡Qué voluptuosidad entonces recorrer entre cortinas de agua las calles de la ciudad! Nos repantigábamos en los almohadones mullidos, encendíamos un cigarrillo, dejando atrás las gentes apuradas bajo la lluvia, nos imaginábamos que vivíamos en París, o en la brumosa Londres. Soñábamos en silencio, la sonrisa posada en el labio condescendiente.

Después, en una confitería lujosa, tomábamos chocolate con vainilla, y saciados regresábamos en el tren de la tarde, duplicadas las energías por la satisfacción del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba en nuestras orejas:

"¡Adelante, adelante!"

Decía yo a Enrique cierto día:

—Tenemos que formar una verdadera sociedad de muchachos inteligentes.

—La dificultad está en que pocos se nos parecen —argüía Enrique.

—Sí, tenés razón; pero no han de faltar.

Pocas semanas después de hablado esto, por diligencia de Enrique, se asoció a nosotros cierto Lucio, un majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse, todo esto junto a una cara tan de sinvergüenza que movía a risa cuando se le miraba

Vivía bajo la tutela de unas tías ancianas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de él. Este badulaque tenía una ocupación favorita orgánica, y era comunicar las cosas más vulgares adoptando precauciones como si se tratara de tremebundos secretos. Esto lo hacía mirando de través y moviendo los brazos a semejanza de ciertos artistas de cinematógrafo que actúan de granujas en barrios de murallas grises.

—De poco nos servirá este energúmeno —dije a Enrique; mas como aportaba el entusiasmo del neófito a la reciente cofradía, su decisión entusiasta, ratificada por un gesto rocambolesco, nos esperanzó.

Como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio, que fue aceptada unánimemente, el Club de los Caballeros de la Media Noche.

Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta, de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones atiborrados de revistas viejas y periódicos.

La puerta del cuchitril se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos rezumaban fango.

—¿No hay nadie, che?

Enrique cerró el enclenque postigo por cuyos vidrios rotos se veían grandes rulos de nubes de estaño.

—Están adentro charlando.

Nos ubicamos lo más buenamente posible. Lucio ofreció cigarrillos egipcios, formidable novedad para nosotros, y con donaire encendió la cerilla en la suela de sus zapatos. Dijo después:

—Vamos a leer el "Diario de sesiones".

Para que nada faltara en el susodicho club, había también un "Diario de sesiones" en el que se consignaban los proyectos de los asociados, y también un sello, un sello rectangular que Enrique fabricó con un corcho y en el que se podía apreciar el emocionante espectáculo de un corazón perforado por tres puñales.

Dicho diario se llevaba por turno, el final de cada acta era firmado, y cada rúbrica llevaba su sello correspondiente.

Allí podían leerse cosas como las que siguen:

Propuesta de Lucio. Para robar en el futuro sin necesidad de ganzúa, es conveniente sacar en cera virgen los modelos de las llaves de todas las casas que se visiten.

Propuesta de Enrique. También se hará un plano de la casa de donde se saque prueba de llaves. Dichos planos se archivarán con los documentos secretos de la orden y tendrán que mencionar todas las particularidades del edificio para mayor comodidad del que tenga que operar.

Acuerdo general de la orden. Se nombra dibujante y falsificador del club al socio Enrique.

Propuesta de Silvio. Para introducir nitroglicerina en un presidio, tómese un huevo, sáquese la clara y la yema y por medio de una jeringa se le inyecta el explosivo.

Si los ácidos de la nitroglicerina destruyen la cáscara del huevo, fabríquese con algodón pólvora una camiseta. Nadie sospechará que la inofensiva camiseta es una carga explosiva.

Propuesta de Enrique. El club debe contar con una biblioteca de obras científicas para que sus cofrades puedan robar y matar de acuerdo a los más modernos procedimientos industriales. Además, después de pertenecer tres meses al club, cada socio está obligado a tener una pistola Browning, guantes de goma y 100 gramos de cloroformo. El químico oficial del club será el socio Silvio.

Propuesta de Lucio. Todas las balas deberán estar envenenadas con ácido prúsico y se probará su poder tóxico cortándose de un tiro la cola a un perro. El perro tiene que morir a los diez minutos.

—Che, Silvio.

—¿Qué hay? —dijo Enrique.

—Pensaba una cosa. Habría que organizar clubes en todos los pueblos de la república.

—No, lo principal —interrumpí yo— está en ponernos prácticos para actuar mañana. No importa ahora ocuparnos de macanitas.

Lucio acercó un bulto de ropa sucia que le servía de otomana. Proseguí:

—El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre fría a uno, que es lo más necesario para el oficio. Además, la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia.

Dijo Enrique:

—Dejémonos de retóricas y vamos a tratar un caso interesante. Aquí, en el fondo de la carnicería (la pared de la casa de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un caserón de la calle Zamudio. ¿Qué te parece, Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?

—¿Sabés que es grave?

—No hay peligro, che. Saltamos por la tapia. El carnicero duerme como una piedra. Eso sí, hay que ponerse guantes.

—¿Y el perro?

—¿Y para qué lo conozco yo al perro?

—Me parece que se va a armar una bronca.

—¿Qué te parece, Silvio?

—Pero date cuenta que sacamos más de cien mangos por el magneto.

—El negocio es lindo, pero vidrioso.

—¿Te decidís vos, Lucio?

—¿La prensa?... y claro.., me pongo los pantalones viejos, no se me rompa el "jetra"...

—¿Y vos, Silvio?

—Yo rajo en cuanto la vieja duerma.

—¿Y a qué hora nos encontramos?

—Mirá, che, Enrique. El negocio no me gusta.

—¿Por qué?

—No me gusta. Van a sospechar de nosotros. Los fondos... El perro que no ladra... si a mano viene dejamos rastros... no me gusta. Ya sabés que no le hago ascos a nada, pero no me gusta. Es demasiado cerca y la "yuta" tiene olfato.

—Entonces no se hace.

Sonreímos como si acabáramos de sortear un peligro.

Así vivíamos días de sin par emoción, gozando el dinero de los latrocinios, aquel dinero que tenía para nosotros un valor especial y hasta parecía hablarnos con expresivo lenguaje.

Los billetes de banco parecían más significativos con sus imágenes coloreadas, las monedas de níquel tintineaban alegremente en las manos que jugaban con ellas juegos malabares. Sí, el dinero adquirido a fuerza de trapacerías se nos fingía mucho más valioso y sutil, impresionaba en una representación de valor máximo, parecía que susurraba en las orejas un elogio sonriente y una picardía incitante. No era el dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos, sino dinero agilísimo, una esfera de plata con dos piernas de gnomo y barba de enano, un dinero truhanesco y bailarín, cuyo aroma como el vino generoso arrastraba a divinas francachelas.

Nuestras pupilas estaban limpias de inquietud, osaría decir que nos nimbaba la frente un halo de soberbia y audacia. Soberbia de saber que al conocer nuestras acciones hubiéramos sido conducidos ante un juez de instrucción.

Sentados en torno de la mesa de un café, a veces departíamos:

—¿Qué harías vos ante el juez del crimen?

—Yo —respondía Enrique— le hablaría de Darwin y de Le Dantec (Enrique era ateo).

—¿Y vos, Silvio?

—Negar siempre, aunque me cortaran el pescuezo.

—¿Y la goma?

Nos mirábamos espantados. Teníamos horror de la "goma", ese bastón que no deja señal visible en la carne; el bastón de goma con que se castiga el cuerpo de los ladrones en el Departamento de Policía cuando son tardíos en confesar su delito.

Con ira mal reprimida, respondí: A mí no me cachan. Antes matar.

Cuando pronunciábamos esta palabra los nervios del rostro distendíanse, los ojos permanecían inmóviles, fijos en una ilusoria hecatombe distante, y las ventanillas de la nariz se dilataban aspirando el olor de la pólvora y de la sangre.

—Por eso hay que envenenar las balas —repuso Lucio.

—Y fabricar bombas —continué—. Nada de lástima. Hay que reventarlos, aterrorizar a la cana. En cuanto estén descuidados, balas... A los jueces, mandarles bombas por correo...

Así conversábamos en torno de la mesa del café, sombríos y gozosos de nuestra impunidad ante la gente, ante la gente que no sabía que éramos ladrones, y un espanto delicioso nos apretaba el corazón al pensar con qué ojos nos mirarían las nuevas doncellas que pasaban, si supieran que nosotros, tan atildados y jóvenes, éramos ladrones... ¡Ladrones!...

Próximamente a las doce de la noche me reuní en un café con Enrique y Lucio a ultimar los detalles de un robo que pensábamos efectuar.

Escogiendo el rincón más solitario, ocupamos una mesa junto a una vidriera.

Menuda lluvia picoteaba el cristal en tanto la orquesta desgarraba la postrera brama de un tango carcelario.

—¿Estás seguro, Lucio, de que los porteros no están?

—Segurísimo. Ahora hay vacaciones y cada uno tira por su lado.

Tratábamos nada menos que de despojar la biblioteca de una escuela.

Enrique, pensativo, apoyó la mejilla en una mano. La visera de la gorra le sombreaba los ojos.

Yo estaba inquieto.

Lucio miraba en torno con la satisfacción de un hombre para quien la vida es amable. Para convencerme de que no existía ningún peligro, frunció los superciliares y confidencialmente me comunicó por décima vez:

—Yo sé el camino. ¿Qué te preocupás? No hay más que saltar la verja que da a la calle y al patio. Los porteros duermen en una sala separada del tercer piso. La biblioteca está en el segundo y al lado opuesto.

—El asunto es fácil, eso es de cajón —dijo Enrique—, el negocio sería bonito si uno pudiera llevarse el Diccionario enciclopédico.

—¿Y en qué llevamos veintiocho tomos? Estás loco vos.., a menos que llames a un carro de mudanzas.

Pasaron algunos coches con la capota desplegada y la alta claridad de los arcos voltaicos, cayendo sobre los árboles, proyectaba en el afirmado largas manchas temblorosas. El mozo nos sirvió café. Continuaban desocupadas las mesas en redor, los músicos charlaban en el palco, y del salón de billares llegaba el ruido de tacos con que algunos entusiastas aplaudían una carambola complicadísima.

—¿Vamos a jugar un tute arrastrado?

—Dejate de tute, hombre.

—Parece que llueve.

—Mejor —dijo Enrique—. Estas noches agradaban a Montparnasse y a Tenardhier. Tenardhier decía: "Más hizo Juan Jacobo Rousseau." Era un ranún el Tenardhier ése, y esa parte del caló es formidable.

—¿Llueve todavía?

Volví los ojos a la plazoleta.

El agua caía oblicuamente, y entre dos hileras de árboles el viento la ondulaba en un cortinado gris.

Mirando el verdor de los ramojos y follajes iluminados por la claridad de plata de los arcos voltaicos, sentí, tuve una visión en parques estremecidos en una noche de verano, por el rumor de las fiestas plebeyas y de los cohetes rojos reventando en lo azul. Esa evocación inconsciente me entristeció.

De aquella última noche azarosa conservo lúcida memoria.

Los músicos desgarraron una pieza que en la pizarra tenía el nombre de "Kiss-me"

En el ambiente vulgar, la melodía onduló el ritmo trágico y lejano. Diría que era la voz de un coro de emigrantes pobres en la sentina de una trasatlántico mientras el sol se hundía en las pesadas aguas verdes.

Recuerdo cómo me llamó la atención el perfil de un violinista de cabeza socrática y calva resplandeciente. En su nariz cabalgaban anteojos de cristales ahumados y se reconocía el esfuerzo de aquellos ojos cubiertos, por la forzada inclinación del cuello sobre el atril.

Lucio me preguntó:

—¿Seguís con Eleonora?

—No, ya cortamos. No quiere ser más mi novia.

—¿Por qué?

—Porque sí.

La imagen adunada al langor de los violines me penetró con violencia. Era un llamado de mi otra voz, a la mirada de su rostro sereno y dulce. ¡Oh!, cuánto me había extasiado de pena su sonrisa ahora distante, y desde la mesa, con palabras de espíritu le hablé de esta manera, mientras gozaba una amargura más sabrosa que una voluptuosidad.

¡Ah!, si yo hubiera podido decirte lo que te quería, así con la música del 'Kiss-me'... disuadirte con este llanto... entonces quizá... pero ella me ha querido también... ¿no es verdad que me quisiste, Eleonora?"

—Dejó de llover... Salgamos.

—Vamos.

Enrique arrojó unas monedas en la mesa. Me preguntó:

—¿Tenés el revólver?

—Sí.

—¿No fallará?

—El otro día lo probé. La bala atravesó dos tablones de albañil.

Irzubeta agregó:

—Si va bien en ésta me compro una Browning; pero por las dudas traje un puño de fierro.

—¿Está despuntado?

—No, tiene cada púa que da miedo.

Un agente de policía cruzó el herbero de la plaza hacia nosotros.

Lucio exclamó en voz alta, lo suficiente para ser escuchado del polizonte:

—¡Es que el profesor de geografía me tiene rabia, che, me tiene rabia!

Cruzada la diagonal de la plazoleta, nos encontramos frente a la muralla de la escuela, y allí notamos que comenzaba a llover otra vez.

Rodeaba el edificio esquinero una hilera de copudos plátanos, que hacía densísima la obscuridad en el triángulo. La lluvia musicalizaba un ruido singular en el follaje.

Alta verja mostraba sus dientes agudos uniendo los dos cuerpos de edificio, elevados y sombríos.

Caminando lentamente escudriñábamos en la sombra; después sin pronunciar palabra trepé por los barrotes, introduje un pie en el aro que eslabonaba cada dos lanzas, y de un salto me precipité al patio, permaneciendo algunos segundos en la posición de caído, esto es, en cuclillas, inmóviles los ojos, tocando con las yemas de los dedos las baldosas mojadas.

—No hay nadie, che —susurró Enrique, que acababa de seguirme.

—Parece que no, ¿pero qué hace Lucio que no baja? En las piedras de la calle escuchamos el choque acompasado de herraduras, después se oyó otro caballo al paso, y en las tinieblas el ruido fue decreciendo.

Sobre las lanzas de hierro, Lucio asomó la cabeza. Apoyó el pie en un travesaño y se dejo caer con tal sutileza que en el mosaico apenas crujió la suela de su calzado.

—¿Quién pasó, che?

—Un oficial inspector y un vigilante. Yo me hice el que esperaba el "bondi".

—Pongámonos los guantes, che.

—Cierto, con la emoción se me olvidaba.

—Y ahora, ¿a dónde se va? Esto es más oscuro que...

—Por aquí...

Lucio ofició de guía, yo desenfundé el revólver y los tres nos dirigimos hacia el patio cubierto por la terraza del segundo piso.

En la oscuridad se distinguía inciertamente una columnata.

Súbitamente me estremeció la conciencia de una supremacía tal sobre mis semejantes, que estrujando fraternalmente el brazo de Enrique, dije:

—Vamos muy despacio —e imprudentemente, abandoné el paso mesurado, haciendo resonar el taco de mis botines.

En el perímetro del edificio, los pasos repercutieron multiplicados.

La certeza de una impunidad absoluta contagió de optimista firmeza a mis camaradas, y reímos con tan estridentes carcajadas, que desde la calle oscura nos ladró tres veces un perro errante.

Jubilosos de abochornar el peligro a bofetadas de coraje, hubiéramos querido secundarlo con la claridad de una fanfarria y la estrepitosa alegría de un pandero, despertar a los hombres, para demostrar qué regocijo nos engrandece las almas cuando quebrantamos la ley y entramos sonriendo en el pecado.

Lucio, que marchaba encabezándonos, se volvió:

—Hago moción para asaltar el Banco de la Nación dentro de algunos días.

—Vos, Silvio, abrís las cajas con tu sistema de arco voltaico.

—Bonnot desde el infierno debe aplaudirnos —dijo Enrique.

—Vivan los apaches Lacombe y Valet —exclamé.

—Eureka —gritó Lucio.

—¿Qué te pasa?

El mancebo respondió:

—Ya está... ¿no te decía Lucio? Si tienen que levantarte una estatua... ya está, ¿saben lo que es?

Nos agrupamos en torno de él.

—¿Se fijaron? ¿Te fijaste vos, Enrique, en la joyería que está al lado del Cine Electra?... En serio, che; no te rías. La letrina del cine no tiene techo... me acuerdo lo más bien; de allí podríamos subir a los techos de la joyería. Se sacan unas entradas a la noche y antes de que termine la función uno se escurre. Por el agujero de la llave se inyecta cloroformo con una pera de goma.

—Cierto, ¿sabés, Lucio, que será un golpe magnífico?... y quién va a sospechar de unos muchachos. El proyecto hay que estudiarlo.

Encendí un cigarrillo, y al resplandor de la ceriila descubrí una escalera de mármol.

Nos lanzamos escalera arriba.

Llegando al pasadizo, Lucio con su linterna eléctrica iluminó el lugar, un paralelogramo restringido, prolongado a un costado por oscuro pasillo. Clavado al marco de madera de la puerta, había una chapa esmaltada cuyos caracteres rezaban: "Biblioteca".

Nos aproximamos a reconocerla. Era antigua y sus altas hojas, pintadas de verde, dejaban el intersticio de una pulgada entre los zócalos y el pavimento.

Por medio de una palanca se podía hacer saltar la cerradura de sus tornillos.

—Vamos primero a la terraza —dijo Enrique—. Las cornisas están llenas de lámparas eléctricas.

En el corredor encontramos una puerta que conducía a la terraza del segundo piso. Salimos. El agua chasqueaba en los mosaicos del patio, y junto a un alto muro alquitranado, el vívido resplandor de un relámpago descubrió una garita de madera, cuya puerta de tablas permanecía entreabierta.

A momentos la súbita claridad de un rayo descubría un lejano cielo violeta desnivelado de campanarios y techados. El alto muro alquitranado recortaba siniestramente, con su catadura carcelaria, lienzos de horizonte.

Penetramos a la garita. Lucio encendió otra vez su linterna.

En los rincones del cuartujo estaban amontonadas bolsas de aserrín, trapos de fregado, cepillos y escobas nuevas. El centro lo ocupaba una voluminosa cesta de mimbre.

—¿Qué habrá ahí dentro? —Lucio levantó la tapa.

—Bombas.

—¿A ver?

Codiciosos nos inclinamos hacia la rueda luminosa que proyectaba la linterna. Entre el aserrín brillaban cristalinas esfericidades de lámparas de filamento.

—¿No estarán quemadas?

—No, las habrían tirado —mas, para convencernos, diligente examiné los filamentos en su geometría. Estaban intactos.

Ávidamente robábamos en silencio, llenando los bolsillos, y no pareciéndonos suficiente cogimos una bolsa de tela que también llenamos de lámparas. Lucio, para evitar que tintinearan, cubrió los intersticios de aserrín.

En el vientre de Irzubeta el pantalón marcaba una protuberancia enorme. Tantas lámparas había ocultado allí.

—Miralo a Enrique, está preñado.

La chuscada nos hizo sonreír.

Prudentemente nos retiramos. Como lejanas campanillitas sonaban las peras de cristal.

Al detenernos frente a la biblioteca, Enrique invitó:

—Mejor que entremos a buscar libros.

—¿Y con qué abrimos la puerta?

—Yo vi una barra de fierro en la piecita.

—¿Sabés qué hacemos? Las lámparas las empaquetamos, y como la casa de Lucio es la que está más cerca, puede llevárselas.

El granuja barbotó:

—¡Mierda! Yo solo no salgo... no quiero ir a dormir a la leonera.

¡La pecadora traza del granuja! Habíasele saltado el botón del cuello, y su corbata verde se mantenía a medias sobre la camisa de pechera desgarrada. Añadid a esto una gorra con la visera sobre la nuca, la cara sucia y pálida, los puños de la camisa desdoblados en torno de los guantes, y tendréis la desfachatada estampa de ese festivo masturbador injertado en un conato de reventador de pisos.

Enrique, que terminaba de alinear sus lámparas, fue a buscar la barra de hierro.

Lucio rezongó:

—Qué rana es Enrique, ¿no te parece?, largarme de carnada a mí solo.

—No macaniés. De aquí a tu casa hay sólo tres cuadras. Bien podías ir y venir en cinco minutos.

—No me gusta.

—Ya sé que no te gusta... no es ninguna novedad que sos puro aspamento.

—¿Y si me encuentra un cana?

—Rajá; ¿para qué tenés piernas?

Sacudiéndose como un perro de aguas, entró Enrique.

—¿Y ahora?

—Dame, vas a ver.

Envolví el extremo de la palanca en un pañuelo, introduciéndola en el resquicio, mas reparé que en vez de presionar hacia el suelo debía hacerlo en dirección contraria.

Crujió la puerta y me detuve.

—Apretá un poco más —chistó Enrique.

Aumentó la presión y renovóse el alarmante chirrido.

—Dejame a mí.

El empuje de Enrique fue tan enérgico, que el primitivo rechinamiento estalló en un estampido seco.

Enrique se detuvo y permanecimos inmóviles..., alelados.

—¡Qué bárbaro! —protestó Lucio.

Podíamos escuchar nuestras anhelantes respiraciones. Lucio involuntariamente apagó la linterna y esto, aunado al espanto primero, nos detuvo en la posición de acecho, sin el atrevimiento de un gesto, con las manos temblorosas y extendidas.

Los ojos taladraban esa oscuridad; parecían escuchar, recoger los sonidos insignificantes y postreros. Aguda hiperestesia parecía dilatarnos los oídos y permanecíamos como estatuas, entreabiertos los labios en la expectativa.

—¿Qué hacemos? —murmuró Lucio.

El miedo se quebrantó.

No sé qué inspiración me impulsó a decir a Lucio:

—Tomá el revólver y andate a vigilar la entrada de la escalera, pero abajo. Nosotros vamos a trabajar.

—¿Y las bombas quién las envuelve?

—¿Ahora te interesan las bombas?... Andá, no te preocupés.

Y el gentil perdulario desapareció después de arrojar al aire el revólver y recogerlo en su vuelo con un cinematográfico gesto de apache.

Enrique abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca.

Se pobló la atmósfera de olor a papel viejo, y a la luz de la linterna vimos huir una araña por el piso encerado.

Altas estanterías barnizadas de rojo tocaban el cielo raso, y la cónica rueda de luz se movía en las oscuras librerías, iluminando estantes cargados de libros.

Majestuosas vitrinas añadían un decoro severo a lo sombrío, y tras de los cristales, en los lomos de cuero, de tela y de pasta, relucían las guardas arabescas y títulos dorados de los tejuelos.

Irzubeta se aproximó a los cristales.

Al soslayo le iluminaba la claridad refleja y como un bajorrelieve era su perfil de mejilla rechupada, con la pupila inmóvil y el cabello negro redondeando armoniosamente el cráneo hasta perderse en declive en los tendones de la nuca.

Al volver a mí sus ojos, dijo sonriendo:

—Sabés que hay buenos libros.

—Sí, y de fácil venta.

—¿Cuánto hará que estamos?

—Más o menos media hora.

Me senté en el ángulo de un escritorio distante pocos pasos de la puerta, en el centro de la biblioteca, y Enrique me imitó. Estábamos fatigados. El silencio del salón oscuro penetraba nuestros espíritus, desplegándolos para los grandes espacios de recuerdo e inquietud.

—Decime, ¿por qué rompiste con Eleonora?

—Qué sé yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores.

—¿Y?

—Después me escribió unas cartas. Cosa rara. Cuando dos se quieren parece adivinarse el pensamiento. Una tarde de domingo salió a dar vuelta a la cuadra. No sé por qué yo hice lo mismo, pero en dirección contraria y cuando nos encontramos, sin mirarme alargó el brazo y me dio una carta. Tenía un vestido rosa té, y me acuerdo que muchos pájaros cantaban en lo verde.

—¿Qué te decía?

—Cosas tan sencillas. Que esperara... ¿te das cuenta? Que esperara a ser más grande.

—Discreta.

—¡Y qué seriedad, che Enrique! Si vos supieras. Yo estaba allí, contra el fierro de la verja. Anochecía. Ella callaba... a momentos me miraba de una forma... y yo sentía ganas de llorar... y no nos decíamos nada... ¿qué nos íbamos a decir?

—Así es la vida —dijo Enrique—, pero vamos a ver los libros. ¿Y el Lucio ése? A veces me da rabia. ¡Qué tipo vago!

—¿Dónde estarán las llaves?

—Seguramente en el cajón de la mesa.

Registramos el escritorio, y en una caja de plumas las hallamos.

Rechinó una cerradura y comenzamos a investigar.

Sacando los volúmenes los hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía: "No vale nada", o "vale".

—Las montañas del oro.

—Es un libro agotado. Diez pesos te lo dan en cualquier parte.

—Evolución de la materia, de Lebón. Tiene fotografías.

—Me la reservo para mí —dijo Enrique.

—Rouquete, Química orgánica e inorgánica.

—Ponelo acá con los otros.

—Cálculo infinitesimal.

—Eso es matemáticá superior. Debe ser caro.

—¿Y esto?

—¿Cómo se llama?

—Charles Baudelaire. Su vida.

—A ver, alcanzá.

—Parece una bibliografía. No vale nada.

Al azar entreabría el volumen.

—Son versos.

—¿Qué dicen?

Leí en voz alta:

Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna ¡oh!, vaso de tristezas, ¡oh!, blanca taciturna.


"Eleonora —pensé—. Eleonora."

y vamos a los asaltos, vamos, como frente a un cadáver, un coro de gitanos

—Che, ¿sabés que esto es hermosísimo? Me lo llevo para casa.

—Bueno, mirá, en tanto que yo empaqueto libros, vos arreglate las bombas.

—¿Y la luz?

—Traétela aquí.

Seguí la indicación de Enrique. Trajinábamos silenciosos, y nuestras sombras agigantadas movíanse en el cielo raso y sobre el piso de la habitación, desmesuradas por la penumbra que ensombrecía los ángulos. Familiarizado con la situación de peligro, ninguna inquietud entorpecía mi destreza.

Enrique en el escritorio acomodaba los volúmenes y echaba un vistazo a sus páginas. Yo con amaño había terminado de envolver las lámparas, cuando en el pasillo reconocimos los pasos de Lucio.

Se presentó con el semblante desencajado, gruesas gotas de sudor le perlaban en la frente.

—Ahí viene un hombre... Entró recién... apaguen.

Enrique lo miró atónito y maquinalmente apagó la linterna; yo, espantado, recogí la barra de hierro que no recuerdo quién había abandonado junto al escritorio. En la oscuridad me ceñía la frente un cilicio de nieve.

El desconocido trepaba la escalera y sus pasos eran inciertos.

Repentinamente el espanto llegó a su colmo y me transfiguró.

Dejaba de ser el niño aventurero; se me envararon los nervios, mi cuerpo era una estatua ceñuda rebalsando de instintos criminales, una estatua erguida sobre los miembros tensos, agazapados en la comprensión del peligro.

—¿Quién será? —suspiró Enrique.

Lucio respondió con el codo.

Ahora le escuchábamos más próximo, y sus pasos retumbaban en mis oídos, comunicando la angustia del tímpano atentísimo al temblor de la vena.

Erguido, con ambas manos sostenía la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe... y en tanto escuchaba, mis sentidos discernían con prontitud maravillosa el cariz de los sonidos, persiguiéndolos en su origen, definiendo por sus estructuras el estado psicológico del que los provocaba

Con vértigo inconsciente analizaba:

"Se acerca... no piensa... si pensara no pisaría así... arrastra los pies... si sospechara no tocaría el suelo con el taco... acompañaría el cuerpo en la actitud... siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andaría en punta de pies... y él lo sabe... está tranquilo."

De pronto, una enronquecida voz, cantó allí, abajo, con la melancolía de los borrachos:

Maldito aquel día que te conocí, ay macarena, ay macarena.

"Ha sospechado... no... pero sí... no... a ver", y creí que mi corazón se agrietaba, con tanta fuerza arrojaba la sangre en las venas.

Al llegar al pasillo, el desconocido rezongó nuevamente:

ay macarena, ay macarena.

—Enrique —susurré—, Enrique.

Nadie respondió.

Con una agria hediondez de vino, trajo el viento el ruido de un eructo.

—Es un borracho —sopló en mi oreja Enrique—. Si viene lo amordazamos.

El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareció al final del corredor. En un recodo se detuvo, y le escuchamos forcejear en el picaporte de una puerta que cerró estrepitosamente tras él.

—¡De buena nos libramos!

—Y vos, Lucio... ¿qué estás tan callado?

—De alegría, hermano, de alegría.

—¿Y cómo lo viste?

—Estaba sentado en la escalera; aquí te quiero ver. Zás, de pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fierro que se abre. Te la voglio dire. ¡Qué emoción!

—Mirá si el tipo se nos viene al humo.

—Yo lo "enfrío" —dijo Enrique.

—¿Y ahora qué hacemos?

—¿Qué vamos a hacer? Irnos, que es hora.

Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No sé por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.

—¿De qué te reís? —preguntó malhumorado Enrique.

—No sé.

—¿No encontraremos ningún cana?

—No, de aquí a casa no hay.

—Ya lo dijiste antes.

—¡Además, con esta lluvia!

—¡Caramba!

—¿Qué hay, che Enrique?

—Me olvidé cerrar la puerta de la biblioteca. Dame la linterna.

Se la entregué, y a grandes pasos Irzubeta desapareció.

Aguardándole, nos sentamos sobre el mármol de un escalón.

Temblaba de frío en la oscuridad. El agua se estrellaba rabiosamente contra los mosaicos del patio. Involuntariamente se me cerraron los párpados, y por mi espíritu resbaló, en un anochecimiento lejano, el semblante de imploración de la amada niña, inmóvil, junto al álamo negro. Y la voz interior, recalcitrante, insistía:

"¡Te he querido, Eleonora! ¡Ah!, ¡si supieras cuánto te he querido!"

Cuando llegó Enrique, traía unos volúmenes bajo el brazo.

—¿Y eso?

—Es la Geografía de Malte Brun. Me la guardo para mí.

—¿Cerraste bien la puerta?

—Sí, lo mejor que pude.

—¿Habrá quedado bien?

—No se conoce nada.

—¿Che, y el curdelón ese? ¿Habrá cerrado con llave la puerta de calle?

La ocurrencia de Enrique fue acertada. La puerta cancel estaba entreabierta y salimos.

Un torrente de agua, borbolleando, corría entre dos aceras, y menguada su furia, la lluvia descendía fina, compacta, obstinada.

A pesar de la carga, prudencia y temor aceleraban la soltura de nuestras piernas.

—Lindo golpe.

—Sí, lindo.

—¿Qué opinás, Lucio, que dejemos esto en tu casa?

—No digás estupideces; mañana mismo reducimos todo.

—¿Cuántas bombas traeremos?

—Treinta.

—Lindo golpe —repitió Lucio—. ¿Y de libros?

—Más o menos yo calculé setenta pesos —dijo Enrique.

—¿Qué hora tenés, Lucio?

—Deben ser las tres.

No, no era tarde, mas la fatiga, la angustia, las tinieblas y el silencio, los árboles goteando en nuestras espaldas enfriadas, todo ello hacía que la noche nos pareciera eterna, y dijo Enrique con melancolía:

—Sí, es demasiado tarde.

Estremecidos de frío y cansancio, entramos a la casa de Lucio.

—Despacio, che, no se despierten las viejas.

—¿Y dónde guardamos esto?

—Espérensen.

Lentamente giró la puerta en sus goznes. Lucio penetró a la habitación e hizo girar la llave del conmutador.

—Pasen, che, les presento mi bulín.

El ropero en un ángulo, una mesita de madera blanca, y una cama. Sobre la cabecera del lecho extendía sus retorcidos brazos piadosos un Cristo Negro, y en un marco, en actitud dolorosísima, miraba al cielo raso un cromo de Lida Borelli.

Extenuados nos dejamos caer en la cama.

En los semblantes relajados de sueño, la fatiga acrecentaba la oscuridad de las ojeras. Nuestras pupilas inmóviles permanecían fijas en los muros blancos, ora próximos, ora distantes, como en la óptica fantástica de una fiebre.

Lucio ocultó los paquetes en el ropero y pensativo sentóse en el borde de la mesa, cogiéndose una rodilla entre las dos manos.

—¿Y la Geografía?

El silencio tornó a pesar sobre los espíritus mojados, sobre nuestros semblantes lívidos, sobre las entreabiertas manos amoratadas.

Me levanté sombrío, sin apartar la mirada del muro blanco.

—Dame el revólver, me voy.

—Te acompaño —dijo Irzubeta incorporándose en el lecho, y en la oscuridad nos perdimos por las calles sin pronunciar palabras, con adusto rostro y encorvadas espaldas.

Terminaba de desnudarme, cuando tres golpes frenéticos repercutieron en la puerta de la calle, tres golpes urgentísimos que me erizaron el cabello.

Vertiginosamente pensé: La policía me ha seguido... la policía... la policía... jadeaba mi alma.

El golpe aullador se repitió otras tres veces, con más ansiedad, con más furor, con más urgencia.

Tomé el revólver y desnudo salí a la puerta.

No terminé de abrir la hoja y Enrique se desplomó en mis brazos. Algunos libros rodaron por el pavimento.

—Cerrá, cerrá que me persiguen; cerrá, Silvio —habló con voz enronquecida Irzubeta.

Lo arrastré bajo el techo de la galería.

—¿Qué pasa, Silvio, qué pasa? —gritó mi madre asustada desde su habitación.

—Nada, callate... un vigilante que lo corría a Enrique por una pelea.

En el silencio de la noche, que el miedo hacía cómplice de la justicia inquisidora, resonó el silbido del pito de un polizonte, y un caballo al galope cruzó la bocacalle. Otra vez el terrible sonido, multiplicado, se repitió en distintos puntos cercanos.

Como serpentinas cruzaban la altura las clamantes llamadas de los vigilantes.

Un vecino abrió la puerta de calle, se escucharon las voces de un diálogo, y Enrique y yo en la oscuridad de la galería, temblorosos nos estrechábamos uno contra otro. Por todas partes los silbos inquietantes se prolongaban amenazadores, numerosos, en tanto que de la carrera siniestra para cazar al delincuente, nos llegaba el ruido de herraduras de caballos, de galopes frenéticos, las bruscas detenciones en el resbaladizo adoquinado, el retroceso de los polizontes. Y yo tenía al perseguido entre mis brazos, su cuerpo tembloroso de espanto contra mí, y una misericordia infinita me inclinaba hacia el adolescente quebrantado.

Lo arrastré hasta mi tugurio. Le castañeteaban los dientes. Tiritando de miedo, se dejó caer en una silla y sus azoradas pupilas engrandecidas de espanto se fijaron en la sonrosada pantalla de la lámpara.

Otra vez cruzó un caballo la calle, pero con tanta lentitud que creía se detendría frente a mi casa. Después, el vigilante espoleó su cabalgadura y las llamadas de los silbatos que se hacían menos frecuentes, cesaron por completo.

—Agua, dame agua.

Le alcancé una garrafa, y bebió ávidamente. En su garganta el agua cantaba. Un suspiro amplio le contrajo el pecho.

Después, sin apartar la inmóvil pupila de la pantalla sonrosada, sonrió con la sonrisa extraña e incierta de quien despierta de un miedo alucinante.

Dijo:

—Gracias, Silvio —y aún sonreía, ilimitadamente anchurosa el alma en el inesperado prodigio de su salvación.

—Pero decime, ¿cómo fue?

—Mirá. Iba por la calle. No había nadie. Al doblar en la esquina de Sud América, me doy cuenta que bajo un foco me estaba mirando un vigilante. Instintivamente me paré, y él me gritó:

—¿Qué lleva ahí?

—Ni decirlo, salí como un diablo. Él corría tras mí, pero como tenía el capote puesto no podía alcanzarme... lo dejaba atrás... cuando a lo lejos siento otro, venir a caballo... y el pito, el que me corría tocó pito. Entonces hice fuerza y llegué hasta acá.

—Has visto... ¡Por no dejar los libros en casa de Lucio!... ¡mirá si te "cachan"!

—Nos arrean a todos a la "leonera".

—¿Y los libros? ¿No perdiste los libros por la calle?

—No, se cayeron ahí en el corredor.

Al ir a buscarlos, tuve que explicarle a mamá:

—No es nada malo. Resulta que Enrique estaba jugando al billar con otro muchacho y sin querer rompió el paño de la mesa. El dueño quiso cobrarle y como no tenía plata se armó una trifulca.

Estamos en casa de Enrique.

Un rayo rojo penetra por el ventanuco de la covacha de los títeres.

Enrique reflexiona en su rincón, y una arruga dilatada le hiende la frente desde la raíz de los cabellos al ceño. Lucio fuma recostado en un montón de ropa sucia y el humo del cigarrillo envuelve en una neblina su pálido rostro. Por encima de la letrineja, desde una casa vecina, llega la melodía de un vals desgranado lentamente en el piano.

Yo estoy sentado en el suelo. Un soldadito sin piernas, rojo y verde, me mira desde su casa de cartón descalabrada. Las hermanas de Enrique riñen afuera con voz desagradable.

—¿Entonces?...

Enrique levanta la noble cabeza y mira a Lucio.

—¿Entonces?

Yo miro a Enrique.

—¿Y qué te parece a vos, Silvio? —continúa Lucio.

—No hay que hacerle; dejarse de macanear, si no, vamos a caer.

—Anteanoche estuvimos dos veces a punto.

—Sí, la cosa no puede ser más clara —y Lucio por décima vez relee complacido el recorte de un diario:

—¿Así que el club se disuelve? —dice Enrique.

—No. Paraliza sus actividades por tiempo indeterminado —replica Lucio—. No es programa trabajar ahora que la policía husmea algo.

—Cierto; sería una estupidez.

—¿Y los libros?

—¿Cuántos tomos son?

—Veintisiete.

—Nueve para cada uno... pero no hay que olvidarse de borrar con cuidado los sellos del Consejo Escolar...

—¿Y las bombas?

Con presteza Lucio replica:

—Miren, che, yo de las bombas no quiero saber ni medio. Antes de ir a reducirlas, las tiro a la letrina.

—Sí, cierto, es un poco peligroso ahora.

Irzubeta calla.

—¿Estás triste, che Enrique?

Una sonrisa extraña le tuerce la boca; encógese de hombros y con vehemencia, irguiendo el busto dice:

—Ustedes desisten, claro, no para todos es la bota de potro, pero yo, aunque me dejen solo, voy a seguir.

En el muro de la covacha de los títeres, el rayo rojo ilumina el demacrado perfil del adolescente.
Armando Lopez
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