EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre su padre-III

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 3:50 am






CANTO III.
Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre su padre

Habíase levantado Helios, abandonando el hermosísimo
estanque del mar, hacia el broncíneo cielo para alumbrar a
los inmortales y a los mortales caducos sobre la Tierra
donadora de vida, cuando llegaron a Pilos, la bien construida
ciudadela de Neleo.
Los pilios estaban sacrificando sobre la ribera del mar toros
totalmente negros en honor del de azuloscura cabellera, el que
sacude las tierras. Había nueve asientos y en cada uno estaban
sentados quinientos hombres y de cada uno hacían ofrenda
de nueve toros. Mientras estos gustaban las entrañas y
quemaban los muslos en honor del dios, los itacenses
entraban en el puerto; amainaron las velas de la equilibrada
nave, las ataron, fondearon la nave y descendieron.
Entonces descendió Telémaco de la nave y Atenea iba
delante. Y a él dirigió sus primeras palabras la diosa de ojos
brillantes:
«Telémaco, ya no has de tener vergüenza, ni un poco
siquiera, pues has navegado el mar para inquirir dónde oculta
la tierra a tu padre y qué suerte ha corrido.
«Conque, vamos, marcha directamente a casa de Néstor,
domador de caballos; sepamos qué pensamientos guarda en su
pecho. Y suplícale para que te diga la verdad; mentira no te
dirá, es muy discreto.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Méntor, ¿cómo voy a ir a abrazar sus rodillas? No tengo
aún experiencia alguna en discursos ajustados. Y además a un
hombre joven le da vergüenza preguntar a uno más viejo.»
Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió de nuevo a él:
«Telémaco, unas palabras las concebirás en tu propia mente y
otras te las infundirá la divinidad. Estoy seguro de que tú has
nacido y te has criado no sin 1a voluntad de los dioses.»
Así habló y lo condujo con rapidez Palas Atenea, y él
siguió en pos de la diosa. Llegaron a la asamblea y a los
asientos de los hombres de Pilos, donde Néstor estaba
sentado con sus hijos, y en torno a ellos los compañeros
asaban la carne y la ensartaban preparando el banquete.
Cuando vieron a los forasteros se reunieron todos en grupo,
les tomaron de las manos en señal de bienvenida y les
ordenaron sentarse. Pisístrato, el hijo de Néstor, fue el
primero que se les acercó: les tomó a ambos de la mano y los
hizo sentarse en torno al banquete sobre blandas pieles de
ovejas, en las arenas marinas, a la vera de su hermano
Trasimedes y de su padre. Luego les dio parte de las entrañas,
les vertió vino en copa de oro y dirigió a Palas Atenea, la
hija de Zeus, portador de égidas, sus palabras de
bienvenida:
«Forastero, eleva tus súplicas al soberano Poseidón, pues en
su honor es el banquete con el que os habéis encontrado al
llegar aquí. Luego que hayas hecho las libaciones y súplicas
como está mandado, entrega también a este la copa de
agradable vino para que haga libación; que también él, creo
yo, hace súplicas a los inmortales, pues todos los hombres
necesitan a los dioses. Pero es más joven, de mi misma edad,
por eso quiero darte a ti primero la copa de oro.»
Así diciendo, puso en su mano la copa de agradable vino;
Atenea dio las gracias al discreto, al cabal hombre, porque le
había dado a ella primero la copa de oro y a continuación
dirigió una larga plegaria al soberano Poseidón:
«Escúchame, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, y
no te opongas por rencor a que los que te suplican llevemos a
término esta empresa. Concede a Néstor antes que a nadie, y a
sus hijos, honor, y después concede a los demás pilios una
recompensa en reconocimiento por su espléndida hecatombe.
Concede también a Telémaco y a mí que volvamos después
de haber conseguido aquello por lo que hemos venido aquí
en veloz, negra nave.»
Así orando, realizó (ritualmente) todo y entregó a Telémaco
la hermosa copa doble. Y el querido hijo de Odiseo elevó su
súplica de modo semejante.
Cuando habían asado la carne exterior de las víctimas, la
sacaron del asador, repartieron las porciones y se aplicaron al
magnífico festín. Y después que habían echado de sí el
apetito de comer y beber, comenzó a hablarles el de Gerenias, el
caballero Néstor:
«Ahora que se han saciado de comida, lo mejor es entablar
conversación y preguntar a los forasteros quiénes son.
Forasteros, ¿quiénes sois?, ¿de dónde habéis llegado
navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún
asunto o sin rumbo como los piratas por la mar, los que
andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la
destrucción a los de otras tierras?»
Y Telémaco se llenó de valor y le contestó discretamente;
pues la misma Atenea le infundió valor en su interior para
que le preguntara sobre su padre ausente y para que cobrara
fama de valiente entre los hombres:
«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, preguntas de
dónde somos y yo te lo voy a exponer en detalle.
«Hemos venido de Itaca, a los pies del monte Neyo, y el asunto
de que te voy a hablar es privado, no público. Ando a lo ancho
en busca de noticias sobre mi padre —por si las oigo en algún
sitio—, de Odiseo el divino, el sufridor, de quien dicen que en
otro tiempo arrasó la ciudad de Troya luchando a tu lado. Ya me
he enterado dónde alcanzó luctuosa muerte cada uno de cuantos
lucharon contra los troyanos, pero su muerte la ha hecho
desconocida el hijo de Crono, pues nadie es capaz de decirme
claramente dónde está muerto, si ha sucumbido en tierra firme a
manos de hombres enemigos o en el mar entre las olas de
Anfitrite. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si quieres
contarme su luctuosa muerte —la hayas visto con tus propios
ojos o hayas escuchado el relato de algún caminante—; ¡digno de
lástima lo parió su madre! Y no endulces tus palabras por
respeto ni piedad, antes bien cuéntame detalladamente cómo
llegaste a verlo. Te lo suplico si es que alguna vez mi padre, el
noble Odiseo, te prometió algo y te lo cumplió en el pueblo de
los troyanos donde los aqueos sufríais penalidades.
Acuérdate de esto ahora y cuéntame la verdad.»
Y le contestó luego el de Gerenias, el caballero Néstor:
«Hijo mío, puesto que me has recordado los infortunios que
tuvimos que soportar en aquel país los hijos de los aqueos de
incontenible furia: cuánto vagamos con las naves en el brumoso
ponto, a la deriva en busca de botín por donde nos guiaba
Aquiles y cuánto combatimos en torno a la gran ciudad del
soberano Príamo... Allí murieron los mejores: allí reposa Ayax,
hijo de Ares, y allí Aquiles, y allí Patroslo, consejero de la talla de
los dioses, y allí mi querido hijo, fuerte a la vez que
irreprochable, Antíloco, que sobresalía en la carrera y en el
combate. Otros muchos males sufrimos además de estos. ¿Quién
de los mortales hombres podría contar todas aquellas cosas?
Nadie, por más que te quedaras a su lado cinco o seis años para
preguntarle cuántos males sufrieron allí los aqueos de linaje
divino. Antes volverías apesadumbrado a tu tierra patria.
Durante nueve años tramamos desgracias contra ellos
acechándoles con toda clase de engaños y a duras penas puso
término (a la guerra) el hijo de Cronos.
«Jamás quiso nadie igualársele en inteligencia, puesto que el
divino Odiseo era muy superior en toda clase de astucias, tu
padre, si es que verdaderamente eres descendencia suya. (Al
verte se apodera de mí el asombro. En verdad vuestras
palabras son parecidas y no se puede decir que un hombre
joven hable tan discretamente.)
«Jamás, durante todo el tiempo que estuvimos allí, hablábamos
de diferente modo yo y el divino Odiseo ni en la asamblea
ni en el consejo, sino que teníamos un solo pensamiento,
y con juicio y prudente consejo mostrábamos a los aqueos
cómo saldría todo mejor.
«Después, cuando habíamos saqueado la elevada ciudad de
Príamo y embarcamos en las naves y la divinidad dispersó a
los aqueos, Zeus concibió en su mente un regreso lamentable
para los argivos porque no todos eran prudentes ni justos. Así
que muchos de estos fueron al encuentro de una desgraciada
muerte por causa de la funesta cólera de la de poderoso padre,
de la de ojos brillantes que asentó la Disensión entre ambos
atridas. Convocaron estos en asamblea a todos los aqueos,
insensatamente, a destiempo, cuando Helios se sumerge, y los
hijos de los aqueos se presentaron pesados por el vino, y les
dijeron por qué habían reunido al ejército.
«Allí Menelao aconsejaba a todos los aqueos que pensaran en
volver sobre el ancho lomo del mar. Pero no agradó en
absoluto a Agamenón, pues quería retener al pueblo y ejecutar
sagradas hecatombes para aplacar la tremenda cólera de
Atenea. ¡Necio!, no sabía que no iba a persuadirla, que no se
doblega rápidamente la voluntad de los dioses que viven
siempre. Así que los dos se pusieron en pie y se contestaban
con palabras agrias. Y los hijos de los aqueos de hermosas
grebas se levantaron con un vocerío sobrehumano: divididos
en dos bandos les agradaba una a otra decisión.
«Pasamos la noche removiendo en nuestro interior maldades
unos contra otros, pues ya
Zeus nos preparaba el azote de la desgracia.
«Al amanecer algunos arrastramos las naves hasta el divino
mar y metimos nuestros botines y las mujeres de profundas
cinturas. La mitad del ejército permaneció allí, al lado del
atrida Agamenón, pastor de su pueblo, pero la otra mitad
embarcamos y partimos.
Nuestras naves navegaban muy aprisa —una divinidad había
calmado el ponto que encierra grandes monstruos—y llegados
a Ténedos realizamos sacrificios a los dioses con el deseo de
volver a casa. Pero Zeus no se preocupó aún de nuestro
regreso. ¡Cruel! Él, que levantó por segunda vez agria
disensión: unos dieron la vuelta a sus bien curvadas naves y
retornaron con el prudente soberano Odiseo, el de
pensamientos complicados, para dar satisfacción al atrida
Agamenón, pero yo, con todas mis naves agrupadas, las que
me seguían, marché de allí porque barruntaba que la divinidad
nos preparaba desgracias.
«También marchó el belicoso hijo de Tideo y arrastró consigo a
sus compañeros y más tarde navegó a nuestro lado el
rubio Menelao —nos encontró en Lesbos cuando
planeábamos el largo regreso: o navegar por encima de la
escabrosa Quios en dirección de la isla Psiría dejándola a la
izquierda o bien por debajo de Quios junto al ventiscoso
Mirnante. Pedimos a la divinidad que nos mostrara un
prodigio y enseguida esta nos lo mostró y nos aconsejó cortar
por la mitad del mar en dirección a Eubea, para poder
escapar rápidamente de la desgracia. Así que levantó, para que
soplara, un sonoro viento y las naves recorrieron con suma
rapidez los pecillenos caminos. Durante la noche arribaron a
Geresto y ofrecimos a Poseidón muchos muslos de toros por
haber recorrido el gran mar. Era el cuarto día cuando los
compañeros del Tidida Diomedes, el domador de caballos,
fondearon sus equilibradas naves en Argos. Después yo me
dirigí a Pilos y ya nunca se extinguió el viento desde que al
principio una divinidad lo envió para que soplara. Así llegué,
hijo mío, sin enterarme, sin saber quiénes se salvaron de los
aqueos y quiénes perecieron, pero cuanto he oído sentado en
mi palacio lo sabrás —como es justo— y nada te ocultaré.
Dicen que han llegado bien los mirmidones famosos por sus
lanzas, a los que conducía el ilustre hijo del valeroso
Aquiles y que llegó bien Filoctetes, el brillante hijo de
Poyante. Idomeneo condujo hasta Creta a todos sus
compañeros, los que habían sobrevivido a la guerra, y el mar
no se le engulló a ninguno. En cuanto al Atrida, ya habéis oído
vosotros mismos, aunque estáis lejos, cómo llegó y cómo
Egisto le había preparado una miserable muerte, aunque ya ha
pagado lamentablemente. ¡Qué bueno es que a un hombre
muerto le quede un hijo! Pues aquél se ha vengado del
asesino de su padre, del tramposo Egisto, porque le había
asesinado a su ilustre padre. También tú, hijo —pues te veo
vigoroso y bello—, sé fuerte para que cualquiera de tus
descendientes hable bien de. ti».
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, así es, por
cierto; aquél se vengó y los aqueos llevarán a lo largo y a lo
ancho su fama, motivo de canto para los venideros.
«¡Ojalá los dioses me dotaran de igual fuerza para hacer pagar
a los pretendientes por su dolorosa insolencia!, pues
ensoberbecidos me preparan acciones malvadas. Pero los
dioses no han tejido para mí tal dicha; ni para mi padre ni
para mí. Y ahora no hay más remedio que aguantar.»
Y le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Amigo —puesto que me has recordado y dicho esto—, dicen
que muchos pretendientes de tu madre están cometiendo
muchas injusticias en el palacio contra tu voluntad. Dime si
cedes de buen gusto o te odia la gente en el pueblo siguiendo
una inspiración de la divinidad. ¡Quién sabe si llegará Odiseo
algún día y les hará pagar sus acciones violentas, él solo o
todos los aqueos juntos! Pues si la de ojos brillantes, Atenea,
quiere amarte del mismo modo que protegía al ilustre
Odiseo en aquel entonces en el pueblo de los troyanos
donde los aqueos pasamos penalidades (pues nunca he visto
que los dioses amen tan a las claras como Palas Atenea le
asistía a él), si quiere amarte a ti así y preocuparte de ti en su
ánimo, cualquiera de aquéllos se olvidaría del matrimonio.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Anciano, no creo que esas palabras lleguen a realizarse
nunca. Has dicho algo excesivamente grande. El estupor me
tiene sujeto. Esas cosas no podrían sucederme por más que lo
espere ni aunque los dioses lo quisieran así.»
Y de pronto la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él:
«¡Telémaco, qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes!
Es fácil para un dios, si quiere, salvar a un hombre aun desde
lejos. Preferiría yo volver a casa aun después de sufrir mucho
y ver el día de mi regreso, antes que morir al llegar, en mi
propio hogar, como ha perecido Agamenón víctima de una
trampa de Egisto y de su esposa. Pero, en verdad, ni siquiera
los dioses pueden apartar la muerte, común a todos, de un
hombre, por muy querido que les sea, cuando ya lo ha
alcanzado el funesto Destino de la muerte de largos
lamentos.»
Y le contestó discretamente Telémaco:
«Méntor, no hablemos más de esto aun a pesar de nuestra
preocupación. En verdad ya no hay para él regreso alguno,
que los dioses le han pensado la muerte y la negra Ker.
Ahora quiero hacer otra indagación y preguntarle a Néstor,
puesto que él sobresale por encima de los demás en justicia a
inteligencia. Pues dicen que ha sido soberano de tres
generaciones de hombres, y así me parece inmortal al mirarlo.
Néstor, hijo de Neleo —y dime la verdad—, ¿cómo murió el
poderoso atrida Agamenón?, ¿dónde estaba Menelao?, ¿qué
muerte le preparó el tramposo Egisto, puesto que mató a uno
mucho mejor que él? ¿O es que no estaba en Argos de Acaya,
sino que andaba errante, en cualquier otro sitio, y Egisto lo
mató cobrando valor?»
Y le contestó a continuación el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo, te voy a decir toda la verdad. Tú mismo puedes
imaginarte qué habría pasado si al volver de Troya el Atrida,
el rubio Menelao, hubiera encontrado vivo a Egisto en el
palacio. Con seguridad no habrían echado tierra sobre su
cadáver, sino que los perros y las aves, tirado en la llanura
lejos de la ciudad, lo habrían despedazado sin que lo llorara
ninguna de las aqueas: ¡tan gran crimen cometió! Mientras
nosotros realizábamos en Troya innumerables pruebas, él
estaba tranquilamente en el centro de Argos, criadora de
caballos, y trataba de seducir poco a poco a la esposa de
Agamenón con sus palabras.
«Esta, al principio, se negaba al vergonzoso hecho, la divina
Clitemnestra, pues poseía un noble corazón, y a su lado
estaba también el aedo, a quien el Atrida al marchar a Troya
había encomendado encarecidamente que protegiera a su
esposa. Pero cuando el Destino de los dioses la forzó a
sucumbir se llevó al aedo a una isla desierta y lo dejó como
presa y botín de las aves. Y Egisto la llevó a su casa de buen
grado sin que se opusiera. Luego quemó muchos muslos
sobre los sagrados altares de los dioses y colgó muchas
ofrendas —vestidos y oro—por haber realizado la gran hazaña
que jamás esperó en su ánimo llevar a cabo.
«Nosotros navegábamos juntos desde Troya, el Atrida y yo,
con sentimientos comunes de amistad. Pero cuando llegamos
al sagrado Sunio, el promontorio de Atenas, Febo Apolo
mató al piloto de Menelao alcanzándole con sus suaves flechas
cuando tenía entre sus manos el timón de la nave, a Frontis,
hijo de Onetor, que superaba a la mayoría de los hombres en
gobernar la nave cuando se desencadenaban las tempestades.
Así que se detuvo allí, aunque anhelaba el camino, para
enterrar a su compañero y hacerle las honras fúnebres.
«Cuando ya de camino sobre el ponto rojo como el vino alcanzó
con sus cóncavas naves la escarpada montaña de Maleas en su
carrera, en ese momento el que ve a lo ancho, Zeus, concibió
para él un viaje luctuoso y derramó un huracán de silbantes
vientos y monstruosas bien nutridas olas semejantes a montes.
Allí dividió parte de las naves e impulsó a unas hacia Creta,
donde viven los Cidones en torno a la corriente del Jardano.
Hay una pelada y elevada roca que se mete en el agua, en el
extremo de Górtina, en el nebuloso ponto, donde Noto impulsa
las grandes olas hacia el lado izquierdo del saliente, en
dirección a Festos, y una pequeña piedra detiene las grandes
olas. Allí llegaron las naves y los hombres consiguieron evitar
la muerte a duras penas, pero las olas quebraron las naves
contra los escollos. Sin embargo, a otras cinco naves de
azuloscuras proas el viento y el agua las impulsaron hacia
Egipto. Allí reunió éste abundantes bienes y oro, y se dirigió
con sus naves en busca de gentes de lengua extraña.
«Y, entre tanto, Egisto planeó estas malvadas acciones en casa,
y después de asesinar al Atrida, el pueblo le estaba sometido.
Siete años reinó sobre la dorada Micenas, pero al octavo llegó
de vuelta de Atenas el divino Orestes para su mal y mató al
asesino de su padre, a Egisto, al inventor de engaños, porque
había asesinado a su ilustre padre. Y después de matarlo dio
a los argivos un banquete fúnebre por su odiada madre y por
el cobarde Egisto.
«Ese mismo día llegó Menelao, de recia voz guerrera,
trayendo muchas riquezas, cuantas podían soportar sus naves
en peso.
«En cuanto a ti, amigo, no andes errante mucho tiempo lejos
de tu casa, dejando tus posesiones y hombres tan arrogantes
en tu palacio, no sea que se lo repartan todos tus bienes y se
los coman y camines un viaje baldío. Antes bien, te aconsejo y
exhorto a que vayas junto a Menelao, pues él está recién
llegado de otras regiones, de entre tales hombres de los que
nunca soñaría poder regresar aquel a quien los huracanes lo
impulsen desde el principio hacia un mar tan grande que ni las
aves son capaces de recorrerlo en un año entero, puesto que
es grande y terrorífico. Vamos, márchate con la nave y los
compañeros, pero si quieres ir por tierra tienes a tu disposición
un carro y caballos y a la disposición están mis hijos que te
servirán de escolta hasta la divina Lacedemonia, donde está el
rubio Menelao. Ruégale para que te diga la verdad; mentira
no te dirá, es muy discreto.»
Así habló, y Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad.
Y les dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Anciano, has hablado como te corresponde. Pero, vamos,
cortad las lenguas y mezclad el vino para que hagamos
libaciones a Poseidón y a los demás inmortales y nos ocupemos
de dormir, pues ya es hora. Ya ha descendido la luz a la
región de las sombras y no es bueno estar sentado mucho
tiempo en un banquete en honor de los dioses, sino regresar.»
Así habló la hija de Zeus y ellos prestaron atención a la que
hablaba.
Y los heraldos derramaron agua sobre sus manos y los
jóvenes coronaron de vino las cráteras y lo repartieron entre
todos haciendo una primera ofrenda, por orden, en las
copas. Luego arrojaron las lenguas al fuego y se pusieron en pie
para hacer la libación.
Cuando hubieron libado y bebido cuanto su apetito les
pedía, Atenea y Telémaco, semejante a un dios, se pusieron
en camino para volver a la cóncava nave. Pero Néstor todavía
los retuvo tocándolos con sus palabras:
«No permitirán Zeus y los demás dioses inmortales que
volváis de mi casa a la rápida nave como de casa de uno que
carece por completo de ropas, o de un indigente que no tiene
mantas ni abundantes sábanas en casa ni un dormir blando
para sí y para sus huéspedes. Que en mi casa hay mantas
y sábanas hermosas. No dormirá sobre los maderos de su
nave el querido hijo de Odiseo mientras yo viva y aún me
queden hijos en el palacio para hospedar a mis huéspedes,
quienquiera que sea el que arribe a mi palacio.»
Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, le dijo:
«Has hablado bien, anciano amigo. Sería conveniente que
Telémaco te hiciera caso. Así, pues, él te seguirá para dormir
en tu palacio, pero yo marcharé a la negra nave para animar a
los compañeros y darles órdenes, pues me precio de ser el
más anciano entre ellos. Y los demás nos siguen por amistad,
hombres jóvenes todos, de la misma edad que el valiente
Telémaco. Yo dormiré en la cóncava, negra nave, y al amanecer
iré junto a los impetuosos caucones, donde se me debe una
deuda no de ahora ni pequeña, desde luego.
«Tú, envíalo con un carro y un hijo tuyo, pues ha llegado a tu
casa como huésped. Y dale caballos, los que sean más veloces
en la carrera y más excelentes en vigor».
Así hablando partió la de ojos brillantes, Atenea, tomando la
forma del buitre barbado. Y la admiración atenazó a todos los
aqueos. Admiróse el anciano cuando lo vio con sus ojos y
tomando la mano de Telémaco le dirigió su palabra y le llamó
por su nombre.
«Amigo, no creo que llegues a ser débil ni cobarde si ya, tan
joven, lo siguen los dioses como escolta. Pues este no era otro
de entre los que ocupan las mansiones del Olimpo que la hija
de Zeus, la rapaz Tritogéneia, la que honraba también a tu
noble padre entre los argivos. Soberana, seme propicia, dame
fama de nobleza a mí mismo, a mis hijos y a mi venerable
esposa y a cambio yo te sacrificaré una cariancha novilla de
un año, no domada, a la que jamás un hombre haya llevado
bajo el yugo. Te la sacrificaré rodeando de oro sus cuernos.»
Así dirigió sus súplicas y Palas Atenea le escuchó. Y el de
Gerenia, el caballero Néstor, condujo a sus hijos y yernos hacia
sus hermosas mansiones.
Cuando llegaron al palacio de este soberano se sentaron por
orden en sillas y sillones y, una vez llegados, el anciano les
mezcló una crátera de vino dulce al paladar que el ama de llaves
abrió —a los once años de estar cerrada— desatando la cubierta.
El anciano mezcló una crátera de este vino y oró a Atenea al
hacer la libación, a la hija de Zeus el que lleva la égida.
Después, cuando hubieron hecho la libación y bebido cuanto
les pedía su apetito, los parientes marcharon cada uno a su
casa para dormir. Pero a Telémaco, el querido hijo del divino
Odiseo, lo hizo acostarse allí mismo el de Gerenia, el
caballero Néstor, en un lecho taladrado bajo el sonoro
pórtico. Y a su lado hizo acostarse a Pisístrato de buena lanza
de fresno, caudillo de guerreros, el que de sus hijos
permanecía todavía soltero en el palacio.
Néstor durmió en el centro de la elevada mansión y su señora
esposa le preparó el lecho y la cama.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos
de rosa, se levantó del lecho el de Gerenia, el caballero Néstor.
Salió y se sentó sobre las pulimentadas piedras que tenía,
blancas, resplandecientes de aceite, delante de las elevadas
puertas, sobre las que solía sentarse antes Neleo, consejero de la
talla de los dioses. Pero este había ya marchado a Hades
sometido por Ker, y entonces se sentaba Néstor, el de Gerenia, el
guardián de los aqueos, el que tenía el cetro.
Y sus hijos se congregaron en torno suyo cuando salieron de
sus dormitorios, Equefrón y Estratio, Perseo y Trasímedes
semejante a un dios. A continuación llegó a ellos en sexto
lugar el héroe Pisístrato, y a su lado sentaron a Telémaco
semejante a los dioses.
Y entre ellos comenzó a hablar el de Gerenia, el caballero
Néstor:
«Hijos míos, llevad a cabo rápidamente mi deseo para que antes
que a los demás dioses propicie a Atenea, la que vino
manifiestamente al abundante banquete en honor del dios.
Vamos, que uno marche a la llanura a por una novilla de modo
que llegue lo antes posible: que la conduzca el boyero; que
otro marche a la negra nave del valiente Telémaco y traiga a
todos los compañeros dejando sólo dos; que otro ordene que se
presente aquí Laerques, el que derrama el oro, para que derrame
oro en torno a los cuernos de la novilla. Los demás quedaos aquí
reunidos y decid a las esclavas que dispongan un banquete
dentro del ilustre palacio; que traigan asientos y leña alrededor y
brillante agua.»
Así habló, y al punto todos se apresuraron. Y llegó enseguida
la novilla de la llanura y llegaron los compañeros del valiente
Telémaco de junto a la equilibrada nave; y llegó el broncero
llevando en sus manos las herramientas de bronce,
perfección del arte: el yunque y el martillo y las bien
labradas tenazas con las que trabajaba el oro. Y llegó Atenea
para asistir a los sacrificios. El anciano, el cabalgador de
caballos, Néstor, le entregó oro a Laerques, y este lo trabajó
y derramó por los cuernos de la novilla para que la diosa se
alegrara al ver la ofrenda. Y llevaron a la novilla por los
cuernos Estratio y el divino Equefrón; y Areto salió de su
dormitorio llevándoles el agua—manos en una vasija
adornada con flores y en la otra llevaba la cebada tostada
dentro de una cesta. Y Trasímedes, el fuerte en la lucha, se
presentó con una afilada hacha en la mano para herir a la
novilla, y Perseo sostenía el vaso para la sangre.
El anciano, el cabalgador de caballos, Néstor, comenzó las
abluciones y la esparsión de la cebada sobre el altar
suplicando insistentemente a Atenea mientras realizaba el
rito preliminar de arrojar al fuego cabellos de su testuz.
Cuando acabaron de hacer las súplicas y la esparsión de la
cebada, el hijo de Néstor, el muy valiente Trasímedes, condujo
a la novilla, se colocó cerca, y el hacha segó los tendones del
cuello y debilitó la fuerza de la novilla. Y lanzaron el grito
ritual las hijas y nueras y la venerable esposa de Néstor,
Eurídice, la mayor de las hijas de Climeno.
Luego levantaron a la novilla de la tierra de anchos caminos,
la sostuvieron y al punto la degolló Pisístrato, caudillo de
guerreros.
Después que la oscura sangre le salió a chorros y el aliento
abandonó sus huesos, la descuartizaron enseguida, le cortaron
las piernas según el rito, las cubrieron con grasa por ambos
lados, haciéndolo en dos capas y pusieron sobre ellas la carne
cruda. Entonces el anciano las quemó sobre la leña y por
encima vertió rojo vino mientras los jóvenes cerca de él
sostenían en sus manos tenedores de cinco puntas.
Después que las piernas se habían consumido por completo y
que habían gustado las entrañas cortaron el resto en,
pequeños trozos, lo ensartaron y lo asaron sosteniendo los
puntiagudos tenedores en sus manos.
Entre tanto, la linda Policasta lavaba a Telémaco, la más joven
hija de Néstor, el hijo de Neleo. Después que lo hubo lavado y
ungido con aceite le rodeó el cuerpo con una túnica y un
manto. Salió Telémaco del baño, su cuerpo semejante a los
inmortales, y fue a sentarse al lado de Néstor, pastor de su
pueblo. Luego que la parte superior de la carne estuvo asada,
la sacaron y se sentaron a comer, y unos jóvenes nobles se
levantaron para escanciar el vino en copas de oro.
Después que arrojaron de sí el deseo de comida y bebida,
comenzó a hablarles el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijos míos, vamos, traed a Telémaco caballos de hermosas
crines y enganchadlos al carro para que prosiga con rapidez su
viaje.»
Así habló, y ellos le escucharon y le hicieron caso, y con
diligencia engancharon al carro ligeros corceles. Y la mujer, la
ama de llaves, le preparó vino y provisiones como las que
comen los reyes a los que alimenta Zeus.
Enseguida ascendió Telémaco al hermoso carro, y a su lado
subió el hijo de Néstor, Pisístrato, el caudillo de guerreros.
Empuñó las riendas y restalló el látigo para que partieran, y
los dos caballos se lanzaron de buena gana a la llanura
abandonando la elevada ciudad de Pilos. Durante todo el día
agitaron el yugo sosteniéndolo por ambos lados.
Y Helios se sumergió y todos los caminos se llenaron de
sombras cuando llegaron a Feras, al palacio de Diocles, el
hijo de Ortíloco a quien Alfeo había engendrado. Allí
durmieron aquella noche, pues él les ofreció hospitalidad.
Y se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa; engancharon los caballos, subieron al bien trabajado carro
y salieron del pórtico y de la resonante galería.
Restalló Pisístrato el látigo para que partieran, y los dos
caballos se lanzaron de buena gana, y llegaron a la llanura, a
la que produce trigo, poniendo término a su viaje: ¡de tal
manera lo llevaban los veloces caballos!
Y se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de
sombras.




Marcela Noemí Silva
Marcela Noemí Silva
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