ÍndiceHistoria de mi padre dedicada a sus nietos
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Historia de mi padre dedicada a sus nietos
por laila mabrik Jue Jun 05, 2014 2:21 pm
Historia de mi padre dedicada a sus nietos
Por gvalerach
En Cajamarca, histórica ciudad levantada en el incaico verde valle de la sierra peruana, allí en una antigua casona de corte colonial, viví maravillosos días de mi infancia con mis padres y hermanos.
Nuestra huerta, cuidada por mi madre amorosamente, estaba sembrada de flores, rosas, un cedrón y un limonero, y colindaba con otra separada por un muro de adobe, que impulsándonos podíamos franquearlo.
Los fines de semana, cumplidas las tareas escolares, mi viejo nos premiaba trayéndonos el último “Pif-Paf”,“Tony” o “Historieta”; revistas ilustradas a color donde leíamos las hazañas de nuestros héroes como el “Zorro” , “El Llanero Solitario”, “Mandrake, el Mago” y otros.
El lugar donde, acompañados por amigos, nos dedicábamos entusiasmados a la lectura, era la huerta. La otra colindante tenía un aspecto salvajemente agreste con plantas como blanquillos, lúcumas, tunas, nísperos, manzanas; que nos hacían tragar la saliva. Hurtarlas era riesgoso.
El celoso guardián que vivía día y noche, el vigilante, nos tenía aterrorizados con su apariencia fenomenal de largos y desordenados cabellos. La cara sucia, deforme, con abrigo oscuro, mugriento, mirada fija inquisidora y siempre balanceándose entre los árboles con destreza, como un simio taciturno y desafiante; nosotros nos manteníamos a raya.
Una tarde, mientras leíamos, notamos que el terrible vecino estaba ausente, no lo veíamos por ningún lado. Nuestro espíritu aventurero nos hizo olvidar los temores y sigilosamente entramos al paradisíaco lugar; de pronto avistamos al extraño personaje que corriendo venía hacia nosotros.
Despavoridos comenzamos a salir, pero yo no pude lograrlo. Pisé en falso. Un resbalón me hizo caer a tierra y el raro sujeto se me acercaba mientras buscaba a mi alrededor algo con que defenderme.
Se plantó frente a mí, metió la mano en su bolsillo y con una risa de oreja a oreja me extendió una manzana con gesto amigable. El pánico desapareció y todos nos juntamos a saborear las exquisitas frutas de su huerta. A cambio le obsequiamos revistas y le explicamos sobre las distintas historias, la cuales escuchaba asombrado y preguntaba con interés.
A partir de ese momento se convirtió en un inseparable compañero. Nunca le inquirimos pero sus escapadas las hacía sin conocimiento de sus tutores. Aprendió a patinar, nadar y a fabricarse su propia honda. Para manejar bicicleta, lo llevamos a un camino empinado y lo dejamos rodar a su suerte zigzagueando hasta caer. Lo vimos ponerse de pie nuevamente, insistir repetidamente y salir victorioso. Jamás lo vimos llorar. Si se golpeaba, estallaba en grandes risotadas.
Un domingo que todos jugábamos en la Plaza Mayor, advertí que sus familiares nos observaban sorprendidos y tratando de no ser descubiertos. Al día siguiente nuestro amigo de apellido Longoria y que bautizamos como “Longo”, apareció muy risueño con el pelo recortado, peinado, limpio y bien vestido. Era otra persona. Lo llenamos de efusivos abrazos y lo paseamos como un trofeo por la calle.
A pedido nuestro, al empezar las clases en el colegio el Hermano Director permitió sentarlo en nuestro salón al fondo, solo de observador. Su buen comportamiento hizo que lo aceptaran de alumno en la etapa inicial. Así, todos los días a primera hora nos pasaba la voz para ir juntos a la escuela. “Longo” había dejado de ser un ermitaño al que sus protectores por vergüenza lo habían mantenido segregado y oculto.
Cuando tuve que viajar con mi familia a la costa, él también estaba esperándonos para despedirnos. Lo vi triste, y al abrazarnos noté que le rodaba una gruesa lágrima por su mejilla. De inmediato y enérgicamente alcé la mano diciéndole: "¡Adiós y buena suerte!", tal como habíamos leído en una historieta. El, sobreponiéndose, me respondió de la misma manera.
Logré ubicarme junto a una ventanilla del ómnibus que avanzó hasta que dejamos de vernos. Me acomodé en el asiento y mis pensamientos infantiles volaron hacia otras latitudes. Me obsesionaba la idea de volver a ver el mar y navegar como si estuviera montado sobre el lomo de un monstruo gigantesco que ruge y lanza espuma en las playas.
Han transcurrido más de doce lustros. Hoy vivo en Lima y un día rumbo a mi casa encontré un establecimiento que vendía comestibles de aquella mi tierra serrana. Saboreé algunos y con un parroquiano, al parecer de mi generación, entablamos conversación.
Era cajamarquino como yo y dijo haber conocido al “Espantajo”, apelativo que enfureció mi ánimo pues “Longo” era otro para mí. Tuve que disimular mi indignación al escucharlo. Añadió que ya había fallecido, que su entierro fue muy concurrido, y que había dejado en su vivienda un próspero negocio de alquiler de revistas donde vendía a la vez los frutos que cosechaba. Esta empresa la continuaron y fue el sustento de sus ancianos progenitores.
Después de escuchar con tristeza aquel bello final, lleno de orgullo y nostalgia, enrumbé a mi hogar. El aire fresco que penetraba por la ventanilla de mi auto contrastaba con la insólita y tibia lágrima que humedecía mi rostro al recordar al alegre “Niño Down” e inolvidable amigo….
Gerardo Valera Herrera
Por gvalerach
En Cajamarca, histórica ciudad levantada en el incaico verde valle de la sierra peruana, allí en una antigua casona de corte colonial, viví maravillosos días de mi infancia con mis padres y hermanos.
Nuestra huerta, cuidada por mi madre amorosamente, estaba sembrada de flores, rosas, un cedrón y un limonero, y colindaba con otra separada por un muro de adobe, que impulsándonos podíamos franquearlo.
Los fines de semana, cumplidas las tareas escolares, mi viejo nos premiaba trayéndonos el último “Pif-Paf”,“Tony” o “Historieta”; revistas ilustradas a color donde leíamos las hazañas de nuestros héroes como el “Zorro” , “El Llanero Solitario”, “Mandrake, el Mago” y otros.
El lugar donde, acompañados por amigos, nos dedicábamos entusiasmados a la lectura, era la huerta. La otra colindante tenía un aspecto salvajemente agreste con plantas como blanquillos, lúcumas, tunas, nísperos, manzanas; que nos hacían tragar la saliva. Hurtarlas era riesgoso.
El celoso guardián que vivía día y noche, el vigilante, nos tenía aterrorizados con su apariencia fenomenal de largos y desordenados cabellos. La cara sucia, deforme, con abrigo oscuro, mugriento, mirada fija inquisidora y siempre balanceándose entre los árboles con destreza, como un simio taciturno y desafiante; nosotros nos manteníamos a raya.
Una tarde, mientras leíamos, notamos que el terrible vecino estaba ausente, no lo veíamos por ningún lado. Nuestro espíritu aventurero nos hizo olvidar los temores y sigilosamente entramos al paradisíaco lugar; de pronto avistamos al extraño personaje que corriendo venía hacia nosotros.
Despavoridos comenzamos a salir, pero yo no pude lograrlo. Pisé en falso. Un resbalón me hizo caer a tierra y el raro sujeto se me acercaba mientras buscaba a mi alrededor algo con que defenderme.
Se plantó frente a mí, metió la mano en su bolsillo y con una risa de oreja a oreja me extendió una manzana con gesto amigable. El pánico desapareció y todos nos juntamos a saborear las exquisitas frutas de su huerta. A cambio le obsequiamos revistas y le explicamos sobre las distintas historias, la cuales escuchaba asombrado y preguntaba con interés.
A partir de ese momento se convirtió en un inseparable compañero. Nunca le inquirimos pero sus escapadas las hacía sin conocimiento de sus tutores. Aprendió a patinar, nadar y a fabricarse su propia honda. Para manejar bicicleta, lo llevamos a un camino empinado y lo dejamos rodar a su suerte zigzagueando hasta caer. Lo vimos ponerse de pie nuevamente, insistir repetidamente y salir victorioso. Jamás lo vimos llorar. Si se golpeaba, estallaba en grandes risotadas.
Un domingo que todos jugábamos en la Plaza Mayor, advertí que sus familiares nos observaban sorprendidos y tratando de no ser descubiertos. Al día siguiente nuestro amigo de apellido Longoria y que bautizamos como “Longo”, apareció muy risueño con el pelo recortado, peinado, limpio y bien vestido. Era otra persona. Lo llenamos de efusivos abrazos y lo paseamos como un trofeo por la calle.
A pedido nuestro, al empezar las clases en el colegio el Hermano Director permitió sentarlo en nuestro salón al fondo, solo de observador. Su buen comportamiento hizo que lo aceptaran de alumno en la etapa inicial. Así, todos los días a primera hora nos pasaba la voz para ir juntos a la escuela. “Longo” había dejado de ser un ermitaño al que sus protectores por vergüenza lo habían mantenido segregado y oculto.
Cuando tuve que viajar con mi familia a la costa, él también estaba esperándonos para despedirnos. Lo vi triste, y al abrazarnos noté que le rodaba una gruesa lágrima por su mejilla. De inmediato y enérgicamente alcé la mano diciéndole: "¡Adiós y buena suerte!", tal como habíamos leído en una historieta. El, sobreponiéndose, me respondió de la misma manera.
Logré ubicarme junto a una ventanilla del ómnibus que avanzó hasta que dejamos de vernos. Me acomodé en el asiento y mis pensamientos infantiles volaron hacia otras latitudes. Me obsesionaba la idea de volver a ver el mar y navegar como si estuviera montado sobre el lomo de un monstruo gigantesco que ruge y lanza espuma en las playas.
Han transcurrido más de doce lustros. Hoy vivo en Lima y un día rumbo a mi casa encontré un establecimiento que vendía comestibles de aquella mi tierra serrana. Saboreé algunos y con un parroquiano, al parecer de mi generación, entablamos conversación.
Era cajamarquino como yo y dijo haber conocido al “Espantajo”, apelativo que enfureció mi ánimo pues “Longo” era otro para mí. Tuve que disimular mi indignación al escucharlo. Añadió que ya había fallecido, que su entierro fue muy concurrido, y que había dejado en su vivienda un próspero negocio de alquiler de revistas donde vendía a la vez los frutos que cosechaba. Esta empresa la continuaron y fue el sustento de sus ancianos progenitores.
Después de escuchar con tristeza aquel bello final, lleno de orgullo y nostalgia, enrumbé a mi hogar. El aire fresco que penetraba por la ventanilla de mi auto contrastaba con la insólita y tibia lágrima que humedecía mi rostro al recordar al alegre “Niño Down” e inolvidable amigo….
Gerardo Valera Herrera
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