EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Bocanadas de deseo

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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:43 pm

En sus manos, mi inocencia estaba perdida.



La puerta se cerró con un ruido sordo. El crujido de la cerradura cuando la llave dio dos vueltas para cerrarse, consiguió helarme el corazón y la sangre.



La sinuosidad de los rayos vítreos de la luna se filtraba perezosamente a través del enorme ventanal, rasgando la media luz que se cernía sobre la habitación. Lamiendo una penumbra debilitada en su opacidad por la escasa iluminación que habitaba en el lugar, y que me impedía mantener un óptimo contacto visual con ÉL.



Insuficiente luz para satisfacer la expiación curiosa que instigaba a mis pupilas, no permitiéndolas alcanzar a ver más allá de la elegante silueta que se perfilaba, difusa y presuntuosa, bajo el anonimato que le garantizaba el juego de las sombras, en una estancia victoriana que nos entregaba su Alma, en medio de un aroma con esencia a jazmín, emanado por una docena de velas prácticamente consumidas.


- Estoy esperando.- oí decir, rompiéndose el silencio hueco que gravitaba sobre nosotros.



Su voz sonaba firme, exacta, inconmovible ante un ornamentado pudor que atacaba cruelmente mi timidez. Una marabunta de sentimientos convulsos parecía despedazar mis entrañas en una súplica por abrirse camino. Acabé de girarme despacio, y mis ojos buscaron con porfía la elegancia que reverberaba de su figura. Acomodado en un sillón frente a mí, con las piernas ligeramente separadas, majestuoso, con talante señorial, se erigía, cual Rey en su trono, cual Zar en su sitial, cual Sultán en su harén, cual Dios en su altar mayor, ÉL. Rey entre Reyes, Zar entre Zares, Sultán entre Sultanes y Dios entre Dioses, saboreando con gusto exquisito, un miedo y una vergüenza que se me volvían detestables en su presencia. Entre la media luz del lugar, advertí que tenía el torso desnudo. El sinfín conjunto de músculos, tensionados por el deseo y afinadamente definidos por la sed carnal que lo hostigaba, se esculpían rigurosos y perfectos como una Obra Maestra forjada bajo el virtuosismo de la mano de Oro del prodigioso Miguel Ángel o del estilístico Bernini. Un Adonis de carne y hueso tomaba forma humana a través de la penumbra.La suya, era la belleza de un animal peligroso, salvaje, que me provocaba escalofríos.



Su porte destacaba su virilidad tanto como la subrayaba su pantalón.



Con semblante riguroso, casi con una crueldad divertida en su rostro, la lascivia de su mirada rastreó como un perro de presa la desnudez tímida, -engalanada únicamente con unos zapatos negros de altísimo tacón y unas braguitas que descendían a su capricho a la altura de los tobillos-, que manifestaba cada poro de mi cuerpo, tembloroso, vulnerable, indefenso ante su déspota postura. El deseo lo acosaba insurrecto, revolucionario, sin prudencia, sin receso, sin darle tregua. Concurría sedicioso en la impavidez de su expresión, en la inmovilidad de su ser, en la plenitud ignota de su mirada, en la calma de su voz, incluso en la aquiescencia de su controlada respiración.



Me miraba apetitoso, voraz, ansioso, con ojos ávidos por tomar aquella figura que ya le pertenecía, que ya sabía suya. De hurtar un placer todavía por descubrir en mi cuerpo y de satisfacer en el suyo, de alimentar la apetencia de su ser, descubriendo al mío a través de su lujuria, en una prolongada sacudida sin retorno, que me situaba en mi lugar, justo donde debía estar, donde tenía que estar, donde quería, donde me correspondía ante ÉL.



Se levantó remisamente y, con un abandono estudiado y metódico en su caminar, se aproximó hasta mí, serio, protocolario como un ceremonioso ritual. Un estremecimiento se abrió de nuevo paso por mis entrañas, mientras mi carne se rasgaba febril al rastro que el recorrido de la impudicia de sus ojos, trazaba a lo largo del ahogo del que estaba siendo testigo mi cuerpo, al mismo tiempo que sus pasos, en solemne procesión, sentenciosos como los de un Verdugo, acortaban la distancia que lo acercaba hasta mí, permitiendo que la luz me descubriera a medida que avanzaba, cada centímetro de su piel y obligándome a entrecortar la respiración hasta casi hacerla dolorosa dentro del pecho.



Él, se volvía terrenal con sus caricias, con sus palabras, con su voz…
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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:44 pm

De su Voluntad hice mis Deseos y de su Cuerpo, mi Templo.


- Estoy esperando.- volvió a decir con voz aún más grave, cuando me hubo alcanzado.


Sin la osadía siquiera de que mis ojos cruzaran instante en el tiempo con los suyos. En absoluto silencio, sólo irrumpido por el tamborileo arrítmico de los latidos de mi corazón, destrabé mis brazos, deshaciendo el nudo que abrigaba mi cuerpo y que ocultaba sus curvas de la mirada impertérrita y displicente de ÉL. Sentía su presencia ágil, cálida. Por su torso subía el olor de una piel desconocida hasta ese entonces para mí. Incapaz de reflexionar, toda mi atención se concentraba sobre sus labios, entreabiertos, y a sólo diez centímetros de mi rostro. Un deseo extraño y desbocado comenzó a despertarse en mí.


- Ahora las piernas.- ordenó seguidamente a mi acción, sin alterar la expresión regia que franqueaba sus facciones.


De forma autómata a su voz, a la imposición de su mirada de propietario, a la soberanía que flameaba de su figura, descrucé las piernas, inquieta, nerviosa, abandonando mi sexo al deleite que a ÉL le proporcionaba aquella deliciosa perspectiva.


Sin cederle ni un sólo segundo al deseo, sin dejar de auscultar e interpretar con sus ojos la reacción que irradiaba de los míos, llevó sus dedos hasta aquel rincón íntimo y sensorial de mi ser, y lo palpó, con suavidad. Apenas un ligero roce que espoleaba mi Placer y ponía en jaque a todos mis sentidos. Tacto sutil y exquisito al que mi cuerpo se rendía, ondeando bandera blanca ante su buen hacer.
Con aire triunfador, sus labios se adelantaron a esbozar la levedad de una sonrisa cuyo significado no era difícil diagnosticar.



- Me gusta comprobar la forma en que tu cuerpo me concede la licencia de su placer.- dijo en tono sugestivo, sin apartar su mirada de la mía.- Me gusta contar con su beneplácito, aunque tú te resistas a ello.- señaló, prosiguiendo con los dedos su delicado escrutinio.


Bajé la mirada cuando un rubor candente asomó por mi rostro, anquilosándose indiscreto y entrometido en el blanco albor de mis mejillas.


- No te he ordenado que bajes la mirada ante mí.- me dijo, elevando con su mano mi barbilla, en lo que parecía, sólo parecía, un ademán de ternura.


Ternura… Evoqué el pensamiento que en una ocasión sus labios habían parafraseado en un dechado de sabiduría gnóstica; “Los caminos que llevan al Infierno, están empedrados de gestos amables y buenas acciones” expresó por el entonces aquel. ¿Acaso aquél gesto…? Difícil labor captar la esencia del corazón de un Verdugo.


- Me excita verme reflejado en el miedo que asoma vibrante por el azul turquesa de tus ojos.- volvió a hablar, en tono enigmático y envolvente.


Portaba un collar, enjuto, estrecho, labrado en acero y cuero, como la textura afinadamente imantada que revestía la esencia de su Alma. Alargó el brazo hasta mi cuello y, ayudándose con las dos manos, lo colocó allí, hasta cerciorarse de que la frialdad del metal quedaba completamente ceñida al palpitar tierno que surgía de la carne. En el mismo momento en el que el artilugio comprimió mi cuello, sentí los latidos del corazón precipitarse vertiginosos contra la cárcel de huesos que formaba mi pecho. El eco de su sonido hueco ensordecía mis oídos hasta casi aislarme del exterior. Levanté hacia él mi rostro de Virgen Inspirada, reconociendo la curiosa atención que me dispensaba en la peculiaridad simbólica del momento.


Parpadeé. Dos lágrimas cristalinas resbalaron con pereza por la piel nacarada de mi tez. Esmaltándola, como sí de una gema preciosa se tratase, de timidez, de miedo, de recogimiento, de acopio, de ansiedad, de inquietud. A pesar del apocamiento y de la pujanza que el pudor urdía en mi interior, el despertar de mi carne, ante el que ya se perfilaba como Mi Señor, se descubría como Verdad Absoluta a través de un cuerpo envilecido por SU lujuria, enviciado por SU perversión, corrompido por la degeneración de SUS pensamientos, por la inmoralidad de SU ética, por la obscenidad de SU lenguaje.


Acarició mi vientre, de piel intacta y tierna. En un cálculo perfecto, midió con sus manos mis senos, que acusaban, conspiradores con el deseo y con su hacer, el roce de sus dedos. La tensión que interpretaba mi carne fue tornándose dócil y manejable a su maestría, comenzando a ceder al contacto firme que proporcionaba en mi cuerpo la dulce insolencia de sus manos.


Su presencia provocaba en mí una sensación turbadora, difusa, una inquietud desconcertante que me subyugaba a su ser, una fiebre en el Alma que me despojaba de cualquier Voluntad propia que pudiera poseer.
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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:45 pm

De su Lujuria hizo mi necesidad.



Sin preámbulo alguno a cualquier gesto de alzamiento insurrecto por mi parte, me giró, con un movimiento seco, hosco, colocándome justo de espaldas a ÉL. Podía sentir su cuerpo pegado al mío, el casquivano Deseo que le supuraba, circular con presteza por sus venas. Su cercanía aceleraba mi pulso hasta colapsarlo, y hacia crecer mi excitación en cotas elevadamente altas. De nuevo, rehízo el camino escueto y augusto de caricias que recorrían tortuosamente cada fracción de mi piel. Mi sangre se envalentonaba tumultuosa al paso solemne que sus manos urdían sobre mi torso. Con mano ágil, comenzó un paulatino camino sin prisa. Sus dedos maestros, rozaban la concavidad suave de mi cuello, el relieve goloso de mis pechos, la planicie del abdomen, descendieron hasta la sensualidad curvilínea de las caderas, hasta la atrevida carnosidad de las nalgas y la prominencia descarada de los muslos.



Colocándola sobre uno de los hombros, apartó con dulzura mi larga melena. Enigmáticamente, su dedo índice comenzó a graficar, sobre la delicia que le dispensaba la desnudez de mi espalda, cada una de las letras que dan forma a mi nombre. Una a una, garabateó sus trazos hasta completarlo, en lo que parecía un bautismo de fe, mientras un fuerte estremecimiento recorría mi médula espinal en toda su longitud. Llevó su mano hasta la base de mi nuca, acariciándola comedidamente, mimándola con deleite, recreando en el gesto todo el erotismo que dispensaba sobre mí tal caricia. Sus dedos, escurridizos, se deslizaron a través de la espesura de mi cabellera, meciéndola celosamente. Aquel mohín, parecía acechar una penitencia condenatoria. Minutos después, un tirón seco, un movimiento conciso, preciso en el tiempo y en el espacio, me obligó a arquear la cabeza hacia atrás y a elevar ligeramente la barbilla, -disfrazado indicio de altanería-, dejando al descubierto la sensualidad indecorosa del cuello.
Lo inesperado del envite, hizo desprender un gemido de mi garganta que me apresuré a ahogar.


La yugular, se descubría presuntuosa, con una voluptuosidad escénica, casi teatral. El latido del corazón ascendió hasta ella en un caudal vertiginoso, violento y apasionado, que embestía mi deseo a golpes como un martillo de hierro.


- ¿Estás preparada para mí, Muñequita de Porcelana?- me susurró al oído con voz queda.
- Sí.- respondí a su pregunta con cierto sarcasmo en mi tono de voz.
-¡¿Sí, qué?!- repitió, afianzando en un nuevo tirón la hegemonía que ejercía sobre mí.



Respiré profundamente, y en la fugacidad del instante, mi boca dejó escapar un leve suspiro que me concedió apenas un alivio instantáneo. Sabía lo que quería oír, lo que ambicionaba que dijesen mis labios. Su incorruptible Ego precisaba ser alimentado, proveído de una vanidad engreída y soberbia, -caprichoso, que no necesitado-, de reverenciarle pleitesía.
Lo miré recelosa, con unos ojos que revelaron en un segundo toda la insubordinación de mi Alma.



- Sí…, Mi Señor.- dije finalmente, arrancándome las palabras de entre los dientes.
-¿Sí?- redundó incrédulo, con impertinencia.



Sus aires de suficiencia me exasperaban, obtenían al unísono agriar y encender mi sangre. Las palabras murieron en mi garganta cuando sus ojos se iluminaron con un brillo licencioso y su boca blandió una sonrisa lobuna, de líneas tamizadas, que le confería a su expresión un aire dramático y casi siniestro.



- Siempre tan obstinada y pertinaz.- apuntó en tono sugestivo.



Podía sentir como su aliento humectante, con textura de terciopelo, acariciaba la piel de mi rostro. Como mis mejillas se humedecían al vestigio que con trazo abandonado, el hálito de su respiración dejaba sobre mí. Como el Deseo atravesaba sus sus labios, sus palabras, como se fundía con impetuosa visceralidad con cada poro de la piel. Como mi cuerpo se ofrendaba a su Voluntad y se brindaba complaciente a la refinada labor de su Lujuria.



Con un rugido casi animal, -no hubo indulgencia cuando se abalanzó sobre mi cuello de forma arrolladora-, feroz, con una pasión vehemente, recorriendo sus venas y dilatando sus pupilas, una fogosidad desesperada por saciarse, anhelante de quererme arrebatar la vida en el envite y en el instante. Un sonido gutural procedente de la profundidad de mi laringe, resolló yermo en las paredes mudas de la habitación, como el aullido lastimoso de una loba herida en mitad de una tierra habitada por la nada. Noté la tibieza de sus labios rozar mi piel, sus dientes atravesar la carne y la humedad de su lengua succionar la futilidad de la sangre que manaba de la herida recién horadada por su Pasión, hasta extasiarme. Mis pulmones comenzaban a jadear falta de aire mientras ÉL, arqueaba más aún mi cuello, aumentando su convexidad en una postura indecible. El brío de aquella acción me devoraba por completo, amortajándome entre los brazos de una sensación que se tornaba tan deliciosa como excitante.



Arrastró sus labios hasta alcanzar mi boca y respondí al frenesí de su beso con la pasión desmedida que me nacía de manera irracional del fondo de las entrañas, fundiéndonos en un acto impetuoso, violento, cargado de una crueldad animal. La boca me sabía a sangre, al sabor acre de mi propia sangre. Aquel aroma a carnalidad que habitaba en mi gusto, aturdía mi paladar.



La Pasión de ÉL era salvaje, despiadada, insaciable, imposible de colmar. Inagotable manantial de lujuria y perversidad al que me esclavizaba con incondicional Voluntad. Su Fogosidad era exorbitante y su Deseo ilicitano.
ÉL, desataba mis más bajos instintos, y no reparaba en virtudes más allá de su propia perversión.
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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:45 pm

Mi Entrega, se hizo cómplice de sus Fantasías.



Ya no escuchaba el latido expedito del corazón.
El silencio anidaba en mi pecho cuando ÉL, decidió dejar de ofrecerme el dulce néctar de su boca. Cuando decidió romper el intenso vínculo que encadenaba concupiscente nuestro vicio.



Como un tigre de Bengala, que lame sus heridas después de una encarnizada lucha a muerte por alzarse con el justo y meritorio liderazgo de la manada, ÉL, lamió con devoción mística, la huella húmeda y lúbrica que atestiguaba su beso sobre la línea curva de mis comisuras, sobre la elipse perfecta que dibujaba mi boca, sobre el cerco semiabierto que formaban mis labios. Su lengua, enjugó paciente el rastro traidor que su desazonado Deseo había dejado abandonado en mi rostro.



La tibieza de aquellas caricias húmedas, su ritmo ralentizado, espoleaba las ansias de mis sentidos, y hostigaba la pretensión que enardecía mis sensaciones, por volver a tener su lengua entrelazada con la mía, por anudar nuevamente nuestra Pasión en un gesto carnal y libidinoso como lo había sido aquél.



- Quiero que lo digas.- me ordenó.- Deseo escucharlo.- dijo, rebajando el tono de voz, y tirando de nuevo hacia atrás de mi cabellera.



Su mirada se volvió desafiante, en una asonancia provocadora y turbulenta que me enredaba traviesa hasta hacerme enloquecer.



- Desde hoy, Mi Señor…- inhalé el poco aire que me permitía la incómoda posición.- seré la esclava de su piel.



Sin soltar mi cabeza, la irguió, y enderezó mi cuello con un movimiento suave, -mostrando quizá, cierta condescendencia con mi dolor-, haciéndome abandonar la posición que me había obligado a mantener hasta ese mismo momento en que su ortodoxia parecía apiadarse de mí y, sin desclavar sus ojos de los míos, me besó levemente en los labios. Fue un beso dulce, tierno, fugaz. Con una intención sutil y etérea en la pequeñez del ademán.



Cuando se acomodó a los pies de la cama y me guió erudito a adquirir una postura cómoda sobre sus rodillas, presumí que daría comienzo mi dulce castigo.
No me equivoqué en mi presunción.



Mientras una de sus manos masajeaba, friccionaba, acariciaba y pellizcaba mis glúteos como prefacio a las penas que había de purgar, la otra, aferraba fuertemente mis muñecas, dejándolas prácticamente inmovilizadas, en perfecta disciplina, leales a su autoridad, insobornables a su dominio.



El primero de los azotes cayó sobre mis nalgas, -expuestas a su capricho-, como una bendición en un rito de consagración de mi Entrega. El simple palmoteo estremeció mi cuerpo y el contacto de su mano, firme pero flexible, erizó el vello de cada perímetro sensibilizado de mi piel. Tras ese primer azote inaugural, novicio para mis nalgas y para mi Condición, se sucedieron otros, que persuadieron mi carne hasta pervertirla, enrojeciendo la palidez de mi dermis y tiñéndola de un tono carmesí, a juego con el sonrojo tintineante que aquella extraña sensación revelaba en mis mejillas.



Hice de SU excitación la mía. Mientras su mano disciplinaba mi obediencia, su virilidad se enardecía, ganando volumen debajo del pantalón. Su exaltación carnal extorsionaba con cinismo mi vergüenza, exigiendo a mi cuerpo un mayor ofrecimiento de mis nalgas, a la enmienda que imponía la autoridad de sus azotes.



Recuerdo fielmente el número de ellos con los que ÉL me honró aquella noche. Un número mágico. Una cifra emblemática, envuelta en el exorcismo que inviste a un Verdugo con alma de cuero.
Mi Entrega, fue leal a aquella suma alegórica que me reconocía únicamente como SU Pertenencia, como SU Propiedad, únicamente como Suya.
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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:46 pm

Por ÉL, vencí todos los miedos que sentía.



La frialdad del metal se estrechaba en mis muñecas hasta alcanzar iracundo el hueso. Aquellos grilletes acerados que pendían mi cuerpo del techo, en mitad de la luz vespertina que se colaba curiosa a través de los postigos de la ventana y que sumergían la estancia en una mágica espiritualidad, se convertían en el hilván que me aferraba a su Voluntad, y que esclavizaba la mía a su antojo.



Dio un tirón seco de la cadena, en cuyos extremos, se apuntalaban los cepos que apresaban fuertemente una rebeldía casi congénita. Mis brazos y mi cuerpo se tensaron al unísono en un golpe descortés, que puso en guardia todos mis sentidos. Noté entonces como mis huesos se dilataban uno a uno, abrigando la sensación de desquebrajase en el momento que ÉL así lo deseara. La tensión que me exigía mantener aquella postura, provocaba que los músculos de los brazos y de las piernas adquirieran un marcado relieve de su perfil, haciendo que mi figura se estilizara en un único trazo que se enaltecía curvilíneo hasta el infinito. El pecho se elevó, y la cintura se precisó en una curva esquiva y cínica. Poema visual que atormentaba la mirada de mi Verdugo desde el otro lado de la habitación, y que se confesaba como un sediento incapaz de satisfacer su sed de contemplación. De reojo, observé como ÉL, ángel perverso de mi recato, examinaba mi cuerpo bajo un deseo sexual declamado por el brillo lúbrico que afloraba en sus ojos.
Mi figura, expuesta, daba alas a su fantasía.



A la pausada continuidad de unos minutos de desarrollada admiración estética y artística ante el sugerente dibujo que le presentaba el esbozo de mi cuerpo, erguido de aquella forma sublime, se adelantó unos pasos, astuto, taimado, tanteando con la mirada la Tierra virgen aún por descubrir y pendiente de conquistar, mientras acariciaba con una sutileza, corrompida por la falta de virtud, el látigo de cuero que traía entre las manos. Tragué saliva, y mis pupilas se dilataron por el miedo, hasta oscurecer la claridad de mis ojos, al mismo tiempo que seguían atentamente la perversidad del movimiento de sus dedos en la ejecución de aquel macabro pero excitante gesto.



Vendó la incertidumbre de mi mirada con un lazo de seda negra, impidiéndome ver lo que había de acontecer. “Los verdugos ocultan el rostro de sus víctimas en un intento de preservar la moral” -me susurró al oído. Una moral moldeada a falsa escuadra. Satirizada con burla a esas alturas. Una moral al uso a la que se le había caído la careta, arrancada de cuajo de manos de su lujuria.



Sin más ruido en la estancia que el sonido agitado de mi respiración, y la imperiosa idea de que, la efigie de mi cuerpo, cobraba por momentos más belleza, -para complacencia del color esmeralda de sus ojos-, con aquella postura subyugadora, se distanció unos metros.



Detrás de mí, el látigo restalló en el aire, devastándolo in misericorde a su paso, y advirtiendo su magnificencia. El sonido huidizo y apagado de su chasquido al restallar se clavó en la profundidad de mis nervios, agudizando una respiración de por sí ya apurada. Los pulmones se asfixiaban codiciando dar paso al torbellino de oxigeno que solicitaba la incertidumbre y la ansiedad de la que estaba siendo protagonista. Contuve el aliento en un segundo que se me antojó eterno. La piel palpitaba en un estupor emocionante, vibraba expectante irguiendo cada vello, rompiendo cada poro, para impregnarme beoda de la esencia de mi condena.



El artilugio acarició elegantemente mi espalda, en un golpe rápido y seco. Una sacudida me atravesó el cuerpo al sentir el calor del cuero castigar mi dermis, instándome a curvar ligeramente la espalda, cuando el primero de los azotes disciplinó riguroso mi torso, cuando por vez primera, probaba el sabor del látigo. Todo el esnobismo de SU Alma de Amo, resplandecía brillante entre las sombras que sangraba la estancia, envolviendo el ambiente en un hechizo místico y fascinante del que me era imposible escapar. El aire se respiraba ya viscoso en el lugar, denso, en un compendio misceláneo entre morbo y sexo, que se internaba en la profundidad de los pulmones, arrebatando la cordura y violando los sentidos.



- Quiero que cuentes cada uno de los latigazos con los que vas a ser castiga.- ordenó con voz acerada.- ¡Comienza a contar!- exclamó sin más, en tono severo.



Omití su orden y guardé silencio mientras el simposio de sensaciones que me acometían, pugnaban por intentar fluctuar de una manera menos anárquica de lo que lo hacían.
Anhelar coherencia y flema para mis emociones en esos momentos, se convertía en una tarea ardua a la que no podía hacer frente.



- Creo que eres consciente, Mi Muñequita de Porcelana, de las consecuencias que acarrea hacer que te repita una orden dos veces.- habló nuevamente, rompiendo el sepulcral silencio instalado en la habitación.



Lo sabía, y como bien percibía ÉL, era plenamente consciente, que no sé si consecuente en ese instante, de su severidad, del rigor con el que su Autoridad podía recaer sobre mí. Mimetizarme con Sus Deseos se presentaba como el menor de los males.



-¡Comienza!- me ordenó.
- Uno…- dije rotunda.



Un segundo latigazo cayó sobre mí sin premeditación, dejando un marcado relieve de color púrpura, como legado nuncio de su movimiento serpenteante y avasallador.



- Dos…



El látigo cortó el aire por tercera vez, descargándose de nuevo en mi espalda. Su trazo quemaba la piel hasta realzar su licencioso contorno.



- Tres…- murmuré, apretando fuertemente con las manos la cadena que unía los grilletes que sujetaba mis muñecas.



El siguiente golpe hizo contraer toda la musculación del cuerpo, que se retorció ligeramente sobre sí mismo. Una conocida sensación de hormigueo, latía guarnecida sin ser percibida, entre mis piernas.



- Cuatro…



El zumbido sibilante del látigo al cortar el aire, resultaba hipnótico, como el bisbiseo susurrante y seductor de una Pitón, batiendo mis oídos. Su ondulado sonido desinhibía la carnalidad de mis instintos y mataba todos mis fantasmas.



- Cinco…- dije, dejando entrever mi dulce suplicio.



El látigo continuó silbando en la estancia, dejándome el tiempo necesario para respirar entre cada uno de los lances que ÉL me confería. Experimenté un morbo que parecía dominar a todas las demás sensaciones.



- Seis…
- No te oigo bien.- dijo irónico.- Repite más alto.
-¡Seis…!- coreé, elevando una brizna el tono de voz.



De forma repetida, el flagelo restañó en mi cuerpo diez veces, como Epitafio de la Soberanía que disfrutaba sobre mi Entrega. Aquel artilugio, empuñado implacable por su férrea mano, no hallaba obstáculo en encontrar el camino hasta mi espalda.



Las lágrimas que humedecieron la venda que cubría mis ojos, atestiguaban el refinado dolor que atravesaba mi torso, en la decena de filigranas inmortales que lo surcaban de un lado a otro, atenuando con generosidad, el sufrimiento que dulcemente me acercaba a ÉL, a Mi Señor.
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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:47 pm

No había más fe ni principios a los que rendir culto o por los que regirse, que no fueran ÉL y el Credo de su Pasión.



Cuando sentí el calor tibio de sus manos desanudando la venda que envolvía mis ojos, mi Alma temblaba, buscando quizás en la claridad inmaculada de su mirada, la condescendencia de una aprobación, un jaculatorio Amén, un visado sin vuelta hacia lo prohibido. La candidez de su sonrisa al encontrarse con mi rostro, se convirtió en el mejor beneplácito a mi letanía de plegarias.



Lamió la humedad de las lágrimas que mis ojos habían derramado sobre mis mejillas, de manera diligente y solícita a la carencia que percibió acuciaba mi corazón. Sus dedos acariciaron el relieve de mis labios, estimulando su carnosidad hasta que, finalmente, me dio de beber el agua de ese oscuro manantial que era su boca, calmando mi sed de ÉL y silenciando el llanto sordo que el dolor destilaba sobre mi espalda. En cada beso me arrancaba el Alma a pedazos. Lo desgarraba hasta convertir en harapos las sombras que habitaban sus oscuros rincones. Roía un temperamento que ya no me pertenecía.
Falsa modestia la mía pensar que yo aún seguía siendo Dueña de alguna parte de mi ser.



Aquel espejo, acomodado en una de las paredes de la estancia, me devolvía el reflejo del juguete que ÉL deseaba. Un cuerpo de muñeca con el que enredaba divertido al capricho que suscribían los dictados de su Autoridad.



- Mírate.- me dijo.- Ahora contemplaras a tu Placer reflejado en ese espejo.



Respiré profundamente, y la excitación enrojeció mis mejillas. Mi timidez asomaba con descaro siempre que su voz adquiriría cierta densidad voluptuosa e insinuante en la entonación, murmurando ciertas palabras en un cierto tono, exhalando ciertos suspiros, ciertos secretos inconfesables, ciertos susurros que sonaban como un monótono conjuro en la oscuridad de la noche.



Protesté simplemente por cortesía, provocando expresamente avivar la tormentosa disciplina que con dulzura tendría a bien aplicarme.
En dos vueltas, envolvió mi cuello con el látigo y tiró ligeramente de él, en un movimiento ensayado y reglado. Mi boca emitió un sollozo cuando, el fino nervio de cuero, se tensó inexorable sobre mi carne.



- Serás testigo de cómo tu cuerpo ya no te pertenece.- bisbiseó con voz pausada.



Mientras con una mano trababa el látigo que aferraba mi cuello, con la otra, emprendía un sigiloso camino que no parecía tener un destino inmediato, hacia el triangulo sagrado que se dibujaba en mi entrepierna. La divagación de sus caricias por mi cuerpo viciaba cada centímetro de mi piel, endulzaba mis sentidos, y blandía una ansiedad morbosa y casi enfermiza, a la espera de sus acciones.



Sus caricias, circunscribían un placer encerrado en sus manos, cuando alcanzaron por fin mi sexo.



- Tienes los muslos empapados, Muñequita.- observó mordaz y henchido de satisfacción.



Por el interior de mis piernas, se deslizaba espía y confidente -a su dulce irreverencia-, el néctar de mi deleite. Mi gozo tomaba forma, haciéndose tangible a través de aquellos surcos horadados en mi piel. Exquisita ambrosía que nutría su divinidad, su suficiencia, y que calmaba su deseo de conquistar y esclavizar mi Voluntad a su capricho.



La autoritaria destreza de sus dedos, su tacto autocrático, sobrado de altanería, doblegó la sedición de los pliegues de mi sexo, que se perfilaban expuestos, y que pugnaban en una lucha feroz por ser agasajados por su erudita habilidad. Cada roce, arrastraba con él mi pudor, mi vergüenza, mi decoro. Extirpando a golpes una timidez que cedía el paso a un descaro cínico, indecente y obsceno.



Olvidé mis últimos reparos cuando, inconscientemente, mis piernas se separaron sin consentimiento previo, cuando, sin un prólogo, mis caderas comenzaron a moverse al son de la precisión rítmica con la que sus dedos me invitaban a una danza de infinita Pasión.



Mientras mi cuerpo se ensamblaba a su tacto, el látigo que rodeaba mi cuello amenazaba con vulnerar una respiración que circulaba apresurada por él. Tras un sutil tirón, una presión ligera, indolora, que lejos de dañar, simplemente anunciaba y advertía una exigencia, que declaraba una intención, que dejaba claro quién estaba al mando, que acometía una posible inquietud.



- ¡Mírate en el espejo!- me ordenó.- Contempla el placer que te concedo.



Mis pupilas se dilataron, dibujando un delgado anillo turquesa en el extremo del iris. Mis ojos se encontraron con los suyos en el punto justo que me convertía en un títere de sus manos. La imagen que me devolvía el espejo reflejaba un cuerpo depravado por un goce no perteneciente a mundo terrenal existente. Mi figura se retorcía sobre sí misma en un caudal de placer hedonista y desenfrenado. La sensualidad del movimiento de mi cuerpo, pervertía el deseo de Mi Señor, cuyo gesto manifestaba la satisfacción de hacerme suya a través del deleite que me proporcionaba a su gusto.



Su boca no se equivocaba cuando arrancó de la mía besos desobedientes que se esforzaban en fingir una oposición que estaba muy lejos de sentir, pero que Él se encargaba de darles comedimiento, corrección, comedia, tragedia –si llegaba el caso- y una razón de ser. Sus labios acababan siempre con los míos en un combate casi animal.


No había rendición posible, ni tregua en aquella Pasión.



No había elección, ni decisión que tomar. No había un contra ni un a favor. El plebiscito en su presencia, se sometía a una dictadura injusta, pero lícita para mi Entrega.



Dando libertad a la cuerda del látigo, pero sin soltarlo, lo asió por los dos extremos y descendió su boca hasta la inconformidad y la desazón que comenzaba a sentir mi sexo. Sentía la calidez de su aliento acariciar la humedad que reverberaba de mi entrepierna como un hálito de savia de la que alimentar mi Placer. Colocó uno de mis muslos sobre su hombro, y la sublevación de su lengua, como amante sigilosa pero atrevida en mi sexo abierto, empezó a deslizarse indisciplinada al terreno sagrado oculto entre mis piernas. El trabajo que laboriosamente habían realizado sus dedos, fue relevado por su boca, sus labios, sus dientes. Mi rostro se sonrojaba con inocencia cándida, inexperta, miedosa a la demora del movimiento de su lengua en tierra Sacrosanta, torturándome en incontenibles oleadas de placer, embriagando los sentidos hasta extasiarlos. El látigo apenas seguía precisando de mi atención en aquellos momentos de locura carnal, aunque su liviano efecto en mi cuello, se confundía en una espiral de placer que extraía gemidos rotos de mi garganta, mientras la mano de mi Verdugo aproximaba aún más mi cuerpo a su boca.



El tesón de su lengua, inquebrantable en su cometido, me embestía en asaltos en los que apenas tenía tiempo para contraatacar o reaccionar. Imposible de canalizar todo aquel flujo de sensaciones que me invadían, la única alternativa que se presentaba como viable, era rendirme a ellas.



Hombre de acción, pródigo en recursos y talentos, seguro de sí mismo, acostumbrado a mandar y a ser obedecido. Con ansia, lamía, chupaba, mordía, besaba y succionaba los dobleces de mi sexo, imponiendo su dictadura, hasta que mi cuerpo, impiadoso con el pecado y consciente de la condena, se apresuraba a desahogar aquel caudal de placer que recorría cada fibra nerviosa. Al límite de lo prohibido, donde mi cuerpo se retorcía salvaje buscando su lengua, donde las puertas del Cielo se dejaban acariciar con la yema de los dedos, donde el placer tomaba forma exclusivamente a través de él, donde su boca se convertían en el Dios al que adorar, se detuvo.



-Aún no.- dijo.



Mi cuerpo temblaba como una hoja, a la espera de aquello que todavía no se me permitía, mientras los incipientes espasmos que comenzaban a sacudirle, fueron perdiéndose obedientes a su orden entre la perversión que asomaba por la profundidad oscura de sus ojos.
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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:48 pm

A través de él, descubrí la belleza del Mundo, y reconocí que cuando estaba conmigo, éste me pertenecía.



Las cadenas dejaron de silbar en el aire cuando mis manos las aferraron con fuerza, frenando su movimiento pendular de golpe. Tras el sonido vibrante y carnal que abandonaron mis amputados jadeos en la afonía de la estancia, el silencio volvió a retomar su protagonismo. Un protagonismo que azuzaba un miedo visceral en mi interior.



Se situó detrás de mí, -como un gato que juega con un ratón y sabe, sin riesgo a error, cuál será la suerte que correrá entre sus traviesas manos-, dibujando con su dedo una línea imaginaria que perfiló el contorno curvo de mi cintura, contemplando con visión de delirante artista, las exquisitas marcas que aquel látigo empuñado por la dureza de su mano había horadado en el cálido nacarado de mi piel. Las acarició celosamente, con suavidad, con cuidado, siguiendo el perímetro de su infinito perfil, haciendo valer sus Derechos como Autor. Mi espalda no pudo evitar dar un pequeño respingo al contacto de su mano sobre ella. Aquel roce, aunque grácil, quemaba mi dermis hasta obligar a arquear el torso en forma de sinuosa y flameante llama, alimentada de un dolor refinado y elegante, que ÉL se aprestó a aliviar con una cadena de besos paliativos, a lo largo de las irónicas filigranas de color escarlata trazadas hábilmente por el relieve del látigo.



Abrí lentamente los ojos cuando noté sus caricias deambular despacio por el calor que desprendían mis mejillas. Mi Señor paseó sus dedos confiados por el borde de mis labios, de mis dientes y jugueteó con ellos dentro de mi boca. Sus ojos color esmeralda nunca dejaban de escribir aquel Prólogo encabezado por una mirada de propietario cuando, de un envite seco, aproximaba mi cuerpo al suyo. En ellos se leía la soberbia de quien se sabe adorado, de quien sabe que cada una de sus órdenes, que todos sus Deseos, serán acatados y satisfechos, -incluso en el peor de los casos-, sin disputar palabra.
Mientras la lujuria esbozada por nuestras pupilas ensamblaba su haz de luz en el otro, mi lengua lamía su mano con la fidelidad que sólo los perros dispensan a quienes les cuidan. Saboreé cada uno de los delicados movimientos que éstos urdían en la oquedad húmeda de mi boca y lamí el deleite que para él suponía aquel gesto de complacencia.



Cuando liberó mis muñecas de la frialdad de los grilletes, la musculación definida de sus brazos, abarcó la estrechez débil y temblorosa de mi cuerpo en un abrazo que estremeció cada parte de mi ser. -a esas alturas ya suyo, pues aquel ser le pertenecía por completo-. La enormidad de sus manos aterrizó sobre la base firme de mi espalda, y su índice, siguió ceremonial cada una de las ondulaciones que tallaban las vértebras, al mismo tiempo que mi cuerpo experimentaba una excitante descarga que sacudía la espalda en una ráfaga de extraño goce.



Su mano, anudando ligeramente la mía, -los dedos entrelazados en un roce tímido, casi de sonrojo adolescente-, como decenas de hilos de seda, invisibles a unos ojos cegados por la Entrega, guió la sombra de mis indecisos pasos hasta alcanzar el borde de la cama. Situada de espaldas a ella, un leve empujón me hizo caer con sutileza sobre las sábanas de satén que envolvían nuestra noche de Pasión. Mi cuerpo -e irremediablemente mi Alma-, completamente desnudo ante ÉL, temblaba bajo la severa Autoridad que, ante la multa carnal -con recargo por demora-, iba a ser cobrada de manos de un Amo carente -en más ocasiones, quizás, de las deseadas- de compasión.



- Sólo Dios ofrece misericordia. Sólo él puede mostrar piedad con las almas condenadas.- recalcó, cuando el abismo que se abría en sus ojos dejaba escapar la perversidad de sus Demonios.



Su mirada se hizo lineal, se tornó desafiante, adquiriendo una expresión cruel, feroz, animal, con la satisfacción de observar el miedo en los ojos acuosos de quien tenía frente a sí, con el deleite en la boca de despedazar finalmente la ansiada y deseada presa, de arrancarle con la voracidad viciada de sus fauces, un pudor que le estorbaba para la caprichosa forma que quería darle a su Obra de Arte, y con la certeza en la declaración del Auto de Fe, de liberarme de una decencia y una virtud que únicamente me condenarían a un Cielo sin ÉL.



- Mi Señor… - dije entre un sollozo agonizante.
- Shhh…- me silenció.



Apenas sentía el latir del corazón. Una sensación de vértigo me ahogó el pecho cuando su cuerpo se abalanzó sobre la orfandad del mío. La lentitud metódica de sus movimientos felinos, la sensualidad ondulante de éstos, engrandecía un Deseo que mancillaba grotescamente aquella vergüenza a espiar.



Sus manos aferraron mis muñecas por encima de la cabeza. El más mínimo de mis movimientos debía obtener el consentimiento de la imponente cárcel de su Cuerpo.



En el ambiente de la habitación flotaba autoritario Su aroma. Incapaz de pensar, únicamente concentraba mi atención en la gravedad de su cuerpo sobre el mío, en el perfume de tibia piel que exhalaba. Nuestras miradas se fundieron. Me ganó una sensación excitante comprobar que su sexo, oculto bajo el ajustado pantalón, yacía con palpitar contenido dentro de él. La tibieza de mis senos, abultados, vulnerables a Su roce, se aplastaban contra el esculpido relieve de su pecho. Un deseo descontrolado surgió en él. ¡Tocar, acariciar, estrujar, destrozar, gozar…! Aquellos parecían ser los efectos naturales y devastadores de una atracción llevada al extremo.



ÉL, era un remolino que me arrastraba hasta lo más profundo de mis Fantasías, que me mostraba otro Mundo, que batía mis alas haciéndome sentir Viva, que me protegía y calmaba, que saciada mi sed de Pasión.
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Mensaje por Armando Lopez Dom Jun 14, 2015 11:49 pm

Algo inexplicable y Sagrado se cumplía para nosotros en el interior de aquella Sacra habitación.

Consagrado a la media luz y al secreto que habitaba en aquel lugar, saboreaba por adelantado el Placer que estaba a punto de degustar. Relamía un Deseo que se había adueñado de cada parte de su Ser con la voracidad de una bestia.



Decidido a ultrajar mi inocencia, y con la idea fija de profanar mi cuerpo simplemente por el hecho de hacerlo, sin defensa alguna, ató mis muñecas a la firmeza forjada del catre de aquella enorme cama, para actuar libremente, a sus anchas. Atada y ofrecida, sus manos comenzaron a trepar por la geografía de mi cuerpo desvelando la ciencia de cada poro que la componía. Inflamando la carne al contacto. Cada curva, cada planicie, cada desfiladero, cada montículo, revelaba sus secretos al paso de sus caricias. Comprensible cuando los Milagros sólo sucedían a través de sus manos.



Sin pedir permiso ni atender a condescendencias -no conocía buenos modales cuando de satisfacer sus caprichos se trataba-, se abrió paso entre mis muslos, seguro, confiado, convincente, dispuesto a conquistar la Tierra Bendita que tenía bajo sus pies.

Descubrí, en el enigmático color esmeralda de sus ojos, la satisfacción que sentía al ver de nuevo mi cuerpo sometido a los dictámenes que le apetecieran a su antojo.



Las respiraciones comenzaban a ser entrecortadas en un compás cadencioso de espera. La apariencia insolente de la que hacía gala me hizo experimentar un miedo ambiguo, extraño. Su sonrisa indescifrable, su penetrante mirada. De forma magistral, con el virtuosismo que solo sus manos portaban, acopló su pelvis entre mis caderas, en una perfecta conjunción de cuerpos. Mágica,. Calculada al milímetro. Deducida sin error.



El aliento contenido, la boca seca, el corazón desbocado, el latido en el instante… el temblar del cuerpo. Su pose, tapizada de fiereza, de crueldad, preparaba el momento de la ofrenda, el instante brujo de la consagración de las pieles. Su rostro rezaba en viril desafío como el aguijón fino de un escorpión.



Tal como se descarga un hacha en la fragilidad de la madera, -indefensa, vulnerable, expuesta de aquella manera proverbial sobre la cama, desabrigada a su acción- él, descargó su virilidad sobre mí, -en un golpe seco, vaciado- clavándose desvergonzado en mi ser, ensartándose en la devoción de la carne, hundiendo su sexo hasta la profundidad de mis entrañas, hasta que un sonido rasgado de mi garganta desgarró el silencio en una espiral de dolor y de placer.



Su Deseo se hacía presente en mi ser y tomaba despótica forma a través de su sexo, enzarzado en una combate feroz con el mío. De nuevo, sin misericordia, volvió a abrirse paso por mi intimidad. El dolor de aquella segunda embestida avanzó sigiloso como una hiedra trepadora buscando hacerse notar. Mordí mis lágrimas mientras el baile de cuerpos comenzaba una danza de ritmo infinito y perfecto entre los dos. Imposible sustraerme al hechizo que emanaba su piel, mi cuerpo secundaba cada uno de sus movimientos. Estrechada contra ÉL; evaluando su contacto, su olor, su aliento sobre mi rostro, LE respiraba.



- Carita de Muñeca, con piel de porcelana, de ojos claros, frágil como una flor, desgarraré las capas de tu Alma para alcanzar su esencia, y que ésta sea mía… sólo mía. Daré luz a tus sombras y humillaré a tu engreída rebeldía hasta que baje los ojos ante mí. Seré el dueño y el guardián de tu Placer. Respirarás el aire de mis pulmones, beberás el agua de mi boca, te alimentarás de las ansias de mi cuerpo…



Como letanía de un monótono conjuro, el tono de su voz pervertía sus palabras hasta viciar mis sentidos. El éxtasis de la carne no osaba negar su potestad divina. Entre dientes, masticando con dulzor el mensaje, me susurraba al oído lo que iba a hacer conmigo, jurando sobre el libro pagano de mi cuerpo hacerme bajar hasta los confines del Infierno.



Su indescifrable mirada me contemplaba a escasos centímetros del rostro, mientras la luz consumida de las velas acariciaba el contorno de nuestros cuerpos entrelazados. Electrizado por el Deseo, su cuerpo, sus manos, sus palabras, me arrastraban a una marea de sensaciones indescriptibles, imposible de ponerles palabras.
Mis gemidos orientaban sus manos y sus besos con aritmética precisa.



Hundía su cuerpo en el mío con voluntad férrea, asegurándose de que comprendía el precio del pecado. Servicialmente, me dejé saborear por su lengua y hacer por sus manos, con el único consentimiento que le atribuía la humedad de mi cuerpo. ÉL se aprendió las líneas de mi boca como una plegaria a la que encomendar la salvación de su Alma, acallando los lamentos que provocaban en mí sus asaltos con la ternura de unos besos con sabor a almíbar.



Siguió jugando incansable dentro de mí, acrecentando la intensidad de sus envites, hasta que un irrefrenable espasmo tensó mi espalda, elevándola bajo el Imperio su cuerpo. Por la claridad de sus ojos, asomaba la tiranía de quien ha de concederte un favor, un permiso, una gracia.



- ¿Puedo…?- supliqué.



Sonrió levemente.
Lo miré con gratitud animal.



Un placer autoritario se abrió paso por mi cuerpo, cientos de impulsos eléctricos sacudieron infinitos cada fibra nerviosa de mi ser, obligando a la musculación a dilatarse al máximo, estirando mi torso todo lo que le permitían las ataduras y trazando en mi cuerpo movimientos imposibles, hasta llevarme a un punto sin retorno. Instantes después, sentí como se esparcían en mi interior las gotas de su placer.



Nos zambullimos en el corazón de una noche intemporal, infinita, inagotable. Abandonándonos en los brazos de la eternidad que nos mecía. El Universo se encerraba en aquel dormitorio que se impregnó con nuestra presencia de un delicioso aroma a sexo mientras lo habitamos.
El Mundo nos pertenecía en la cadena perpetua de nuestra Pasión.



Pagaría con la vida el dulce tormento que me promete con la Palabra más Honorable, porque nunca el Cielo y el Infierno estuvieron más cerca. No quiero huir de él, y ÉL, no dejaría que escapara, porque cada uno se convierte en testigo de los Deseos y las Fantasías del otro, en cómplice de su Pasión. Porque el aire no es suficiente para vivir sí ÉL no me concede aunque sólo sea, la misericordia de unas BOCANADAS DE DESEO.

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Mensaje por Armando Lopez Lun Jun 15, 2015 12:19 am