EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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EL CEREZO AZUL

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Mensaje por Verónica Milanesio Miér Abr 17, 2024 6:07 am

En una ciudad muy gris, existo yo, un gran cerezo encerrado en un complejo de edificios, es lo que llaman un patio interior. En una ciudad donde pocas cosas escapan a la obsesión del hombre por el orden, no es un espacio cualquiera, es una gran dimensión salvaje.
Cada cocina de estos departamentos posee una ventana grande, donde se pueden ver todas las otras ventanas que suben hasta el cielo. Son radiografías de esas vidas que habitan en mi mundo, en ellas percibes sus contornos, sus voces, sus gritos y enojos. En esta gran manzana nadie se habla. Sólo a los gatos les gustaba cuchichear, ellos viven en los departamentos del primer piso, ya que sus dueños tienen la ventaja de poder crear algunas ingeniosas escaleras para sus animales. Aquellos del segundo piso, sólo pueden imaginar tener un gato o tener una escalera.
Al centro del patio estoy yo, como dije, grande e inalcanzable. Mi deseo de luz me ha obsesionado hasta elevar mis ramas por muchos pisos, pero aún hoy, tengo que esperar una decena de años más para quedar liberado de la sombra de las edificaciones. Soy por estas circunstancias un ser solitario.
La soledad y la falta de luz han forjado mi carácter, sólo los gatos me hablan y me tildan de huraño. En algunas ocasiones me molesta tanto su necesidad de frotarse en mi corteza y de posarse en mis brazos, que cuando se suben hasta lo más alto que pueden llegar, les impido la bajada y allí llaman con sus maullidos a sus amos, que solícitos vienen a buscarlos.
Pero nada pueden hacer contra mi altura, sólo llamar a los bomberos para que vengan con sus escaleras a buscar al minino. Yo me divierto, quizás es algo más, son en esos momentos que los humanos saben de mi, me perciben, se dan cuenta que estoy allí.
Hubo una vez una muchacha de un departamento que daba al oeste, su ventana no tenía cortinas lo que me permitía verla nítidamente. El día que llegó, abrió de par en par esas ventanas y me saludo cortésmente, invitándome a celebrar su llegada. Le pude responder friccionando mis ramas para hacer un zumbido con mis hojas. El movimiento hizo que gran parte se cayera quedando casi desnudo frente a ella. Decidí mostrarme esquivo a su presencia, tenía miedo que se fuera y tener que acostumbrarme a estar sin ella.
En el tercer piso del edificio que daba al sureste, se posaba en el marco de la ventana mirándome, la esposa de uno de esos refugiados de guerra, eran de Sierra Leona. Parecía que se hubiesen traído consigo todas las miserias de su tierra. El hombre bebía alcohol, pero ella también le hacía a ese vicio. Sí así se llamaba ello, ¿vicio?, quizás eso denote mi nivel de ignorancia, al fin y al cabo sólo veo sus siluetas y oigo sus gritos, los portazos y puedo leer en ello sus amarguras. Pero esas personas tenían motivos, todavía vivían en la oscuridad, el cambio de país había sido físico, no mental. Lo mismo les pasó a los italianos que vinieron después de la segunda guerra mundial, a los portugueses y españoles, incluso a los palestinos y a los rumanos. A todos ellos sin excepción les pasó que sus primeras generaciones vivíeron con daño, tomó mucho tiempo de reparación para lograr que encontrasen su camino. Y hoy es el turno de los africanos y de aquellos países del este, de todo ser que vive violencia. Yo sé esto y mucho más, he estado aquí muchos años observando, escuchando y en muchas ocasiones sintiendo.
La muchacha que vive sola, la he llamado Lucía, no sé su nombre pero ella me habla, se sienta en la ventana y apaga la luz, no quiere que la vean desde otros pisos. Sólo quiere compartir conmigo. ¿No sabes que soy huraño?, le pregunté tantas veces. Ella dejaba un silencio cómo respuesta y así me convertí en su amigo.
Quizás no debí encariñarme con ella, pero muchas cosas nos unían. Ese verano no se dejó intimidar por mi altura y decidida a probar mis cerezas, tomó todas las sillas y mesas e improvisó una escalera. Que graciosa se veía buscando una rama, en algún momento temí por su vida. Cuando le acerqué mi cuerpo, ella recogió algunos frutos y se los echó a la boca, no tardó mucho tiempo en hacer una mueca de acidez. Me sentí muy avergonzado, al día siguiente decidí botar todas mis cerezas, quedé en hojas.
Yo sé lo que ella piensa, esa es una cualidad de los seres solitarios que observamos nuestro entorno. Sabemos leer las emociones. Sé que cuando boté mis hojas la primera vez, ella pensó que llegó el invierno. ¿Como explicarle que no soy un cerezo normal?. Hasta ese entonces mi única compañía eran los gatos y algunos gorriones que venían a comer mis frutos. De estos últimos, nunca me fíé son seres complacientes que a todo dicen que sí. Nada me podían decir de las estaciones o de lo pasaba afuera de esas paredes. Por lo tanto no entiendo nada de veranos o de inviernos.
Ya han pasado algunos años y mis cerezas se han hecho más dulces, me encanta cuando ella viene a buscar mis frutos y se queda recostada en la poltrona bajo mi sombra. Allí siento como el universo ha sido generoso. Ella admira mis cerezas y me dice cuan oscuras son, de un azul noche, como nuestras noches de consuelo y de compañía.
El día que Lucía se fue mis pétalos volaron con ella. Era de madrugada ella se acerca sin miedo a que la vean conversando conmigo, se recuesta a mis pies y me dice, “Regreso a mi país, quiero ser como tú. Quiero estar en conexión con mi fuente primaria. Me voy pero me llevo tantas cosas de ti gracias por estar conmigo todos estos años”. De amor, mis pétalos cayeron en cascada, ella esbozo una sonrisa, que hermosa magia me regalas. Y se quedó allí al refugio de mil pequeñas hojuelas de seda que la cubrían.
Aprender es una necesidad vital, es la fórmula para avanzar, para ser mejores. Yo observaba y no aprendía, yo no daba nada de mi, era amargo y no conocía mi fuente primaria. Este es el regalo que me dejó ella.
La mujer del tercer piso ha cambiado, esta más risueña, noto que con su marido no discuten más, ya no hay cabida para el alcohol. Parece que se han acostumbrado a vivir en esta ciudad gris, hablan de proyectos de ayudar a su familia. Ella se posa en la ventana mirándome, esta esperando un bebe. Se lo que piensa, me mira y se siente en paz. Muevo mis hojas para invitarla a bajar al patio, para que se siente en la poltrona y ensueñe a su hijo. Ven le digo, ven y comparte conmigo. Mis hojas vuelven a caer, es invierno, piensa ella.


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Verónica Milanesio
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