EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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NO SIEMPRE SE COME UNO LO QUE HAY SOBRE LA MESA

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Mensaje por Bernice Dom Abr 21, 2024 4:25 am

NO SIEMPRE SE COME UNO LO QUE HAY SOBRE LA MESA


A la luz de una vela de cebo que había sido colocada en un extremo de una rústica
mesa un hombre estaba leyendo algo que estaba escrito en un libro. Era un escrito
antiguo, pues el hombre en ocasiones sostenía la página cerca de la llama de la vela
para brillar una luz más potente sobre ella. La sombra del libro dejaría entonces en la
oscuridad a la mitad de la habitación, oscureciendo varias caras y figuras; pues
además del lector, ocho hombres más estaban presentes. Siete de ellos estaban
sentados junto la las rústicas paredes de troncos, silenciosos, inmóviles, y ya que el
cuarto era pequeño, no muy lejos de la mesa. Con extender un brazo cualquiera de
ellos podría haber tocado al octavo hombre, que yacía sobre la mesa, boca arriba,
parcialmente cubierto con una sábana, sus brazos extendidos a sus lados. Estaba
muerto.
El hombre que tenía el libro no estaba leyendo en voz alta, y nadie hablaba; todos
parecían esperar a que ocurriera algo; sólo el muerto no esperaba nada. De la vacía
oscuridad exterior entraban, por la apertura que servía de ventana, todos los nunca
familiares sonidos de la noche en el bosque - la larga nota sin nombre de un distante
coyote; la serena vibración pulsante de incansables insectos en árboles; extraños
graznidos de aves nocturnas, tan diferentes de los de los pájaros diurnos; el zumbido
de grandes y torpes escarabajos, y todo ese misterioso coro de pequeños sonidos
que parecen siempre haber sido sólo medio escuchados cuando se detienen de
repente, como si estuvieran conscientes de una indiscreción. Pero nada de esto fue
percibido en esa compañía; sus miembros no eran muy adictos al ocioso interés en
asuntos que carecían de importancia práctica; resultaba obvio en cada línea de sus
rostros - obvio incluso en la tenue luz de la solitaria vela. Eran obviamente hombres
de las cercanías - granjeros y leñadores.
La persona que leía era un poco diferente; podría decirse de él que era del mundo,
conocedor de la vida, aunque había algo en su vestimenta que sugería una cierta
hermandad con los organismos a su alrededor. Su abrigo difícilmente habría sido
aceptable en San Francisco; su calzado no era de origen urbano, y el sombrero que
yacía en el suelo a su lado (era el único que tenía la cabeza descubierta) era tal que si
alguien lo considerara como un artículo de mero adorno persona habría errado en el
significado. En actitud el hombre resultaba más bien agradable, con apenas una
pizca de severidad; aunque esta podría ser asumida o cultivada, como es apropiado
para alguien con autoridad. Pues él era un examinador médico. Era en virtud de su
cargo que tenía posesión del libro del que estaba leyendo; había sido encontrado
entre las posesiones del muerto - en su cabaña, donde se realizaba ahora la
investigación.
Cuando el examinador médico terminó de leer puso el libro en el bolsillo de su
camisa. En ese momento la puerta se abrió y entró un joven. Él, claramente, no era
natural de la montaña; estaba vestido como quienes habitan en las ciudades. Sus
ropas estaban polvosas, sin embargo, como por el viaje. Había, de hecho, cabalgado
a gran velocidad para asistir a la investigación.
El examinador médico asintió con la cabeza; nadie más lo saludó.
"Lo estábamos esperando", dijo el examinador médico. "Es necesario terminar con
este asunto hoy mismo".
El joven sonrió. "Lamento haberlos hecho esperar", dijo. "Me fui, no para evitar su
llamado, sino para enviar a mi periódico un relato de lo que supongo me han hecho
venir para que declare".
El examinador médico sonrió.
"El relato que ha enviado a su periódico", dijo, "difiere, probablemente, del que nos
dará aquí bajo juramento".
"Eso", replicó el otro, airadamente y con visible rubor, "es como ustedes deseen.
Usé papel carbón y tengo una copia de lo que envié. No fue escrito como una
noticia, pues es increíble, sino como ficción. Puede anexarse como parte de mi
testimonio jurado".
"Pero dice usted que es increíble".
"Eso no le importa a usted, señor, si además juro que es verdad".
El examinador médico guardó silencio por un tiempo, sus ojos dirigidos al suelo. Los
hombres a los lados de la cabaña hablaban en susurros, pero rara vez retiraban la
mirada del rostro del cadáver. Después el examinador levantó los ojos y dijo:
"Reiniciaremos la investigación".
Los hombres se quitaron los sombreros. El testigo prestó juramento. "¿Cuál
es su nombre?", preguntó el examinador.
"William
Harker".
"¿Edad?".
"Ventisiete".
"¿Conocía al difunto, Hugh Morgan?".
"Sí".
"¿Estaba con él cuando murió?".
"Cerca de él".
"¿Cómo ocurrió eso - me refiero a su presencia?".
"Me encontraba como su huésped aquí para cazar y pescar. Parte de mi propósito,
sin embargo, era estudiarlo a él y a su extraño, solitario modo de vida. Parecía un
buen modelo para un personaje de ficción. A veces escribo cuentos".
"A veces los
leo". "Gracias".
"Cuentos en general - no los de usted".
Algunos de los jurados rieron. Contra un fondo sombrío, el humor brilla más. Los
soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y una broma en la cámara
de ejecuciones conquista por sorpresa.
"Relate las circunstancias de la muerte de este hombre", dijo el examinador. "Puede
usar cualquier tipo de notas o recuerdos que desee". El testigo comprendió.
Sacando un manuscrito de su bolsillo, lo sostuvo cerca de la vela y dando vuelta a las
páginas hasta que encontró el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer

AMBROSE BIERCE
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