EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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CANTO I-PESTE Y CÓLERA

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 30, 2024 9:19 pm



L a  i l í a d a  de  H o m e r o

Canto I 
Peste – Cólera


Después de una corta invocación a la divinidad para que cante «la perniciosa ira de
Aquiles», nos refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo para
rescatar a su hija, que había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón; éste
desprecia al sacerdote, se niega a darle la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo,
indignado, suscita una terrible peste en el campamento; Aquiles reúne a los guerreros en el
ágora por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo dicho al adivino Calcante que hablara sin
miedo, aunque tuviera que referirse a Agamenón, se sabe por fin que el comportamiento de
Agamenón con el sacerdote Crises ha sido la causa del enojo del dios. 

Esta declaración irrita al rey, que pide que, si ha de devolver la esclava, se le prepare otra recompensa; y Aquiles le responde que ya se la darán cuando tomen Troya. 
Así, de un modo tan natural, se origina la discordia entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. 
La riña llega a tal punto que Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese impedido la diosa Atenea; entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y amenaza a
Aquiles con quitarle la esclava Briseida, a pesar de la prudente amonestación que le dirige
Néstor; se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos heraldos a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseide; Ulises y otros griegos se embarcan con Criseida y la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que suba al Olimpo e impetre de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón comprenda la falta que ha cometido; Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce una violenta disputa entre Zeus y Hera, a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y los dioses celebran un festín espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus palacios.

1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a
los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de
perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando
el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Leto y
de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el
ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, se había
presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que
hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente
a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:

17 —¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! ¡Los dioses, que poseen olímpicos
palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria! Poned en
libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que hiere de lejos.

22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera el
espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal
modo y con altaneras voces:

26 —No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores tu
partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A
aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria,
trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más
sano y salvo.

33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio por la orilla
del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien
parió Leto, la de hermosa cabellera:

37 —¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en
Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en
tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis
lágrimas con tus flechas!

43 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres
del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la
espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de
las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios
disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los
hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.

53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles
convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se
interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles,
el de los pies ligeros, se levantó y dijo:

59 —¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos
de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea,
consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —pues también el sueño procede
de Zeus—, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de
algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras
escogidas, querrá librarnos de la peste.

68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante Testórida, el mejor de
los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta
Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo—, y benévolo los arengó diciendo:

74 —¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del dios que hiere
de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra
y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es
obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y, si
bien en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho
de aquél. Dime, pues, si me salvarás.

84 Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:

85 —Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por Apolo, caro a
Zeus, a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos a los dánaos!, ninguno de
ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la
luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente se jacta de ser en mucho el
más poderoso de todos los aqueos.

92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:

93 —No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje
que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por
esto el que hiere de lejos nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos
de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de ojos
vivos, y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá
nuestra esperanza.

101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón
Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante
fuego; y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:

106 —¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en
profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los
dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir el
espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero,
ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el
natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto
es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra
recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería
decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había correspondido.

121 Replicóle enseguida el celerípede divino Aquiles:

122 —¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra
recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte algunas cosas de la
comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a
los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te
pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad
de Troya.

130 Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:

131 Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento, pues no podrás
burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la
mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra
conforme a mi deseo para que sea equivalente… Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré
de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a quien me
llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, echemos una negra nave al mar
divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la
misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante,
Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos
aplaques con sacrificios al que hiere de lejos.

148 Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:

149 —¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni
un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros
hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en nada se me
hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la
cosecha en la fértil Ftía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso
mar nos separan—, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de
vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijas en esto la atención, ni por
ello te tomas ningún cuidado, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis
grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos
entran a saco una populosa ciudad de los troyanos; aunque la parte más pesada de la impetuosa
guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo
vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de haberme cansado en el
combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no
pienso permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y riqueza.

172 Contestó enseguida el rey de hombres, Agamenón:

173 —Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a
mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún
otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si
es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y
reina sobre los mirmidones, no me importa que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te
haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseide, la mandaré en mi nave con mis
amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseide, la de hermosas
mejillas, tu recompensa, para que sepas bien cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es
mi igual y compararse conmigo.

188 Así dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos
cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al
Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvían en su
mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera,
la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se interesaba.
Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los
demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas Atenea,
cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas
palabras:

202 —¿Por qué nuevamente, oh hija de Zeus, que lleva la égida, has venido? ¿Acaso para
presenciar el ultraje que me infiere Agamenón Atrida? Pues te diré lo que me figuro que va a
ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.

206 Díjole a su vez Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

207 —Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de
los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se interesa. Ea, cesa de
disputar, no desenvaines la espada e injúrialo de palabra como te parezca. Lo que voy a decir
se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y
obedécenos.

213 Y, contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:

216 —Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado.
Proceder así es lo mejor. Quien a los dioses obedece es por ellos muy atendido.

219 Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no
desobedeció la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que
lleva la égida, entre las demás deidades.

223 El Pelida, no amainando en su cólera, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas
voces:

225 —¡Ebrioso, que tienes ojos de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las
armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes
aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el
vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque
mandas a hombres abyectos…; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy
a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni
ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las
hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las
leyes de Zeus (grande será para ti este juramento); algún día los aqueos todos echarán de
menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerlos cuando muchos sucumban y
perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso
por no haber honrado al mejor de los aqueos.

245 Así dijo el Pelida; y, tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento.
El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave en el hablar,
elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel —había
visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él
en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera—, y benévolo los arengó diciendo:

254 —¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea!
Alegraranse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran
las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos así en el consejo como en el
combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté
con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni
veré hombres como Pirítoo, Driante, pastor de pueblos, Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un
dios, y Teseo Egeida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres;
muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces centauros, a
quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía —habiendo acudido
desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron— y
combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy
pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras.
Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas
valiente, le quites la joven, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los
magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás
obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si
tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque
reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas
la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso
combate.

285 Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:

286 —Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere
sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes
que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le
permiten por esto proferir injurias?

292 Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles:

293 —Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no
me des órdenes, pues yo no pienso ya obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria:
No he de combatir con estas manos por la joven ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me
quitáis lo que me disteis; pero, de lo demás que tengo junto a mi negra y veloz embarcación,
nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se
enteren también; y presto tu negruzca sangre brotará en torno de mi lanza.

304 Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron el ágora
que cerca de las naves aqueas se celebraba. Fuese el Pelida hacia sus tiendas y sus bien
proporcionados bajeles con el Menecíada y otros amigos; y el Atrida echó al mar una velera
nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe para el dios, y, conduciendo a
Criseide, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán el ingenioso Ulises.

312 Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por líquidos caminos. El Atrida
mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las
impurezas, y sacrificaron junto a la orilla del estéril mar hecatombes perfectas de toros y de
cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del
humo.

318 En tales cosas ocupábanse éstos en el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza que en
la contienda había hecho a Aquiles, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes
servidores:

322 —Id a la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano a Briseide, la de hermosas
mejillas, traedla acá, y, si no os la diere, iré yo mismo a quitársela, con más gente, y todavía le
será más duro.

326 Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad
fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los
mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no se
alegró. Ellos se turbaron, y, habiendo hecho una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar
nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:

334 —¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí no
sois vosotros los culpables sino Agamenón, que os envía por la joven Briseide. ¡Ea, Patroclo,
del linaje de Zeus! Saca la joven y entrégasela para que se la lleven. Sed ambos testigos ante
los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen
los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades porque él tiene el corazón
poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos
se salven combatiendo junto a las naves.

345 Así dijo. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseide, la de hermosas
mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la
mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y,
sentándose a orillas del blanquecino mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las
manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos:

352 —¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía
honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues
tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.

357 Así dijo derramando lágrimas. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar, donde
se hallaba junto al padre anciano, e inmediatamente emergió de las blanquecinas ondas como
niebla, sentóse delante de aquél, que derramaba lágrimas, acariciólo con la mano y le habló de
esta manera:

362 —¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo
que piensas, para que ambos lo sepamos.

364 Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:

365 —Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Teba, la sagrada ciudad de
Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos,
separando para el Atrida a Criseide, la de hermosas mejillas. Luego Crises, sacerdote de
Apolo, el que hiere de lejos, deseando redimir a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas
con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo
cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos
de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el
espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, lo despidió de mal
modo y con altaneras voces. El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues
le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y
las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un adivino
bien enterado nos explicó el vaticinio del que hiere de lejos, y yo fui el primero en aconsejar
que se aplacara al dios. El Atrida encendióse en ira; y, levantándose, me dirigió una amenaza
que ya se ha cumplido. A aquélla los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave
con presentes para el dios; y a la hija de Briseo, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la
han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y
ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas
veces, hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre
los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronida, el de las sombrías pubes, cuando quisieron
atarlo otros dioses olímpicos, Hera, Poseidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y lo
libraste de las ataduras, llamando enseguida al espacioso Olimpo al centímano a quien los
dioses nombran Briareo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo
padre, y se sentó entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronlo los bienaventurados
dioses y desistieron del atamiento. Recuérdaselo, siéntate a su lado y abraza sus rodillas;
quizás decida favorecer a los troyanos y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las
popas, cerca del mar; para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamenón
Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.

413 Respondióle enseguida Tetis, derramando lágrimas:

414 —¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te di a luz? ¡Ojalá estuvieras
en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres
juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te parí en el palacio.
Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se
deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y
abstente por entero de combatir. Ayer se marchó Zeus al Océano, al país de los probos etíopes,
para asistir a un banquete, y todos los dioses lo siguieron. De aquí a doce días volverá al
Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Zeus, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y
espero que lograré persuadirlo.

428 Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles con el corazón irritado a causa de la
mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían arrebatado.

430 En tanto, Ulises llegaba a Crisa con las víctimas para la sagrada hecatombe. Cuando
arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra nave; abatieron
rápidamente por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía, y llevaron la nave, a fuerza de
remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron
las víctimas de la hecatombe para Apolo, el que hiere de lejos, y Criseide salió de la nave
surcadora del ponto. El ingenioso Ulises llevó la doncella al altar y, poniéndola en manos de su
padre, dijo:

442 —¡Oh Crises! Envíame al rey de hombres, Agamenón, a traerte la hija y ofrecer en
favor de los dánaos una sagrada hecatombe a Febo, para que aplaquemos a este dios que tan
deplorables males ha causado a los argivos.

446 Habiendo hablado así, puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con alegría.
Acto continuo, ordenaron la sagrada hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse
las manos y tomaron la mola. Y Crises oró en alta voz y con las manos levantadas:

451 —¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila e imperas en
Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y, para honrarme, oprimiste
duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la
abominable peste!

457 Así dijo rogando, y Febo Apolo lo oyó. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron
las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; enseguida
cortaron los muslos, y, después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos
con trozos de carne, el anciano los puso sobre la leña encendida y los roció de vino tinto. Cerca
de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos,
probaron las entrañas, y, dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo atravesaron con
pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el
banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el
deseo de beber y de comer, los mancebos coronaron de vino las cráteras y lo distribuyeron a
todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante todo el día los
aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán a Apolo, el que hiere de
lejos, que los oía con el corazón complacido.

475 Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cerca de las amarras de la nave.
Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, hiciéronse a la mar
para volver al espacioso campamento aqueo, y Apolo, el que hiere de lejos, les envió próspero
viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas olas
resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados
al vasto campamento de los aqueos, sacaron la negra nave a tierra firme y la pusieron en alto
sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y los
bajeles.

488 El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado
en las veleras naves, y ni frecuentaba el ágora donde los varones cobran fama, ni cooperaba a
la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en las naves, y echaba de menos la
gritería y el combate.

493 Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses
volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo:
saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al
largovidente Cronida sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres
del monte. Acomodóse ante él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocóle la barba con
la derecha y dirigió esta súplica al soberano Zeus Cronión:

503 —¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras a obras,
cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres,
Agamenón, lo ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngalo tú,
próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los troyanos hasta que los aqueos den
satisfacción a mi hijo y lo colmen de honores.

511 Así dijo. Zeus, que amontona las nubes, nada contestó guardando silencio un buen rato.
Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo:

514 —Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo —pues en ti no cabe el temor—
para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.

517 Zeus, que amontona las nubes, díjole afligidísimo:

518 —¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera, cuando me zahiera con
injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en
las batallas favorezco a los troyanos. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me
cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento
para que tengas confianza. Éste es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales;
y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza.

528 Dijo el Cronida, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se
agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremecióse el dilatado Olimpo.

531 Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar desde el
resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Todos los dioses se levantaron al ver a su
padre, y ninguno aguardó que llegara, sino que todos salieron a su encuentro. Sentóse Zeus en
el trono; y Hera, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de argénteos pies, hija del
anciano del mar, con él había departido, dirigió al momento injuriosas palabras a Zeus
Cronida:

540 —¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato,
cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo secretamente, y jamás te has dignado decirme
una sola palabra de lo que acuerdas.

544 Respondióle el padre de los hombres y de los dioses:

545 —¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo
mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que
quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures averiguarlo.

551 Replicó enseguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:

552 —¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya
preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora
mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de argénteos pies, hija del anciano del
mar. Al amanecer el día sentóse cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás
prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas.

560 Y contestándole, Zeus, que amontona las nubes, le dijo:

561 —¡Ah, desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás
conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que
sospechas, así debe de serme grato. Pero siéntate en silencio y obedece mis palabras. No sea
que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, acercándose a ti, cuando te ponga encima
mis invictas manos.

569 Así dijo. Temió Hera veneranda, la de ojos de novilla, y, refrenando el coraje, sentóse
en silencio. Indignáronse en el palacio de Zeus los dioses celestiales. Y Hefesto, el ilustre
artífice, comenzó a arengarlos para consolar a su madre Hera, la de los níveos brazos:

573 —Funesto e insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así por los mortales y
promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno,
porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al
padre querido, a Zeus, para que no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues, si el Olímpico
fulminador quiere echarnos del asiento… nos aventaja mucho en poder. Pero halágalo con
palabras cariñosas y enseguida el Olímpico nos será propicio.

584 De este modo habló y, tomando una copa de doble asa, ofrecióla a su madre, diciendo:

586 —Sufre, madre mía, y sopórtalo todo, aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no lo
vean mis ojos apaleada sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya
otra vez que quise defenderte me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el
día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sintíes
me recogieron tan pronto como hube caído.

595 Así dijo. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos; y, sonriente aún, tomó la copa
que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades,
sacándolo de la crátera; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses
viendo con qué afán los servía en el palacio.

601 Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva
porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas que con linda voz cantaban
alternando.

605 Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus
respectivos palacios, que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia
inteligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir
cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo
trono.




L a  i l í a d a  de  H o m e r o

Versión directa y literal del griego por Luis Segalá y Estalella doctor en filosofía y letras y en derecho, catedrático numerario de lengua y literatura griegas en la Universidad de Barcelona, é individuo correspondiente de la real academa de buenas letras de la misma capital.
Marcela Noemí Silva
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CANTO I-PESTE Y CÓLERA Empty Re: CANTO I-PESTE Y CÓLERA

Mensaje por sabra Sáb Mayo 11, 2024 8:44 am

CANTO I-PESTE Y CÓLERA Picmix38

Interesante y gran aporte para este espacio cultural.
Saludos fraternos.

sabra

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