EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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El origen de las especies- Selección natural supervivencia de los más adecuados

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Dom Dic 22, 2013 1:10 pm


El origen de las especies- Selección natural supervivencia de los más adecuados 0-1


Ejemplos de la acción de la selección natural o de la supervivencia de los más adecuados

Para que quede más claro cómo obra, en mi opinión, la selección natural, suplicaré que se me permita dar uno o dos ejemplos imaginarios: Tomemos el caso de un lobo que hace presa en diferentes animales, cogiendo a unos por astucia, a otros por fuerza y a otros por ligereza, y supongamos que la presa más ligera, un ciervo, por ejemplo, por algún cambio en el país, hubiese aumentado en número de individuos, o que otra presa hubiese disminuido durante la estación del año en que el lobo estuviese más duramente apurado por la comida. En estas circunstancias, los lobos más veloces y más ágiles tendrían las mayores probabilidades de sobrevivir y de ser así conservados o seleccionados, dado siempre que conservasen fuerza para dominar sus presas en esta o en otra época del año, cuando se viesen obligados a apresar otros animales. No alcanzo a ver que haya más motivo para dudar de que éste sería el resultado, que para dudar de que el hombre sea capaz de perfeccionar la ligereza de sus galgos por selección cuidadosa y metódica, o por aquella clase de selección inconsciente que resulta de que todo hombre procura conservar los mejores perros, sin idea alguna de modificar la casta. Puedo añadir que, según míster Pierce, existen dos variedades del lobo en los montes Catskill, en los Estados Unidos: una, de forma ligera, como de galgo, que persigue al ciervo, y la otra, más gruesa, con patas más cortas, que ataca con más frecuencia a los rebaños de los pastores.

Habría que advertir que en el ejemplo anterior hablo de los individuos lobos más delgados, y no de que haya sido conservada una sola variación sumamente marcada. En ediciones anteriores de esta obra he hablado algunas veces como si esta última posibilidad hubiese ocurrido frecuentemente. Veía la gran importancia de las diferencias individuales, y esto me condujo a discutir ampliamente los resultados de la selección inconsciente del hombre, que estriba en la conservación de todos los individuos más o menos valiosos y en la destrucción de los peores. Veía también que la conservación en estado natural de una desviación accidental de estructura, tal como una monstruosidad, tenía que ser un acontecimiento raro, y que, si se conservaba al principio, se perdería generalmente por los cruzamientos ulteriores con individuos ordinarios. Sin embargo, hasta leer un estimable y autorizado artículo en la North British Review (1867) no aprecié lo raro que es el que se perpetúen las variaciones únicas, tanto si son poco marcadas como si lo son mucho. El autor toma el caso de una pareja de animales que produzca durante el transcurso de su vida doscientos descendientes, de los cuales, por diferentes causas de destrucción, sólo dos, por término medio, sobreviven para reproducir su especie. Esto es un cálculo más bien exagerado para los animales superiores; pero no, en modo alguno, para muchos de los organismos inferiores. Demuestra entonces el autor que si naciese un solo individuo que variase en algún modo que le diese dobles probabilidades de vida que a los otros individuos, las probabilidades de que sobreviviera serían todavía sumamente escasas. Suponiendo que éste sobreviva y críe, y que la mitad de sus crías hereden la variación favorable, todavía, según sigue exponiendo el autor las crías tendrían una probabilidad tan sólo ligeramente mayor de sobrevivir y criar, y esta probabilidad iría decreciendo en las generaciones sucesivas. Lo justo de estas observaciones no puede, creo yo, ser discutido. Por ejemplo: si un ave de alguna especie pudiese procurarse el alimento con mayor facilidad por tener el pico curvo, y si naciese un individuo con el pico sumamente curvo y que a consecuencia de ello prosperase, habría, sin embargo, poquísimas probabilidades de que este solo individuo perpetuase la variedad hasta la exclusión de la forma común; pero, juzgando por lo que vemos que ocurre en estado doméstico, apenas puede dudarse que se seguiría este resultado de la conservación, durante muchas generaciones, de un gran número de individuos de pico más o menos marcadamente curvo, y de la destrucción de un número todavía mayor de individuos de pico muy recto.

Sin embargo, no habría que dejar pasar inadvertido que ciertas variaciones bastante marcadas, que nadie clasificaría como simples diferencias individuales, se repiten con frecuencia debido a que organismos semejantes experimentan influencias semejantes, hecho del que podrían citarse numerosos ejemplos en nuestras producciones domésticas. En tales casos, si el individuo que varía no transmitió positivamente a sus descendientes el carácter recién adquirido, indudablemente les transmitiría —mientras las condiciones existentes permaneciesen iguales— una tendencia aún más enérgica a variar del mismo modo. También apenas puede caber duda de que la tendencia a variar del mismo modo ha sido a veces tan enérgica, que se han modificado de un modo semejante, sin ayuda de ninguna forma de selección, todos los individuos de la misma especie, o puede haber sido modificada así sólo una tercera parte o una décima parte de los individuos; hecho del que podrían citarse diferentes ejemplos. Así, Graba calcula que una quinta parte aproximadamente de los aranes de las islas Feroé son de una variedad tan señalada, que antes era clasificada como una especie distinta, con el nombre de Uria lacrymans. En casos de esta clase, si la variación fuese de naturaleza ventajosa, la forma primitiva sería pronto suplantada por la forma modificada, a causa de la supervivencia de los más adecuados.

He de insistir sobre los efectos del cruzamiento en la eliminación de variaciones de todas clases; pero puede hacerse observar aquí que la mayor parte de los animales y plantas se mantienen en sus propios países y no van de un país a otro innecesariamente; vemos esto hasta en las aves migratorias, que casi siempre vuelven al mismo sitio. Por consiguiente, toda variedad recién formada tendría que ser generalmente local al principio, como parece ser la regla ordinaria en las variedades en estado natural; de manera que pronto existirían reunidos en un pequeño grupo individuos modificados de un modo semejante, y con frecuencia criarían juntos. Si la nueva variedad era afortunada en su lucha por la vida, lentamente se propagaría desde una región central, compitiendo con los individuos no modificados y venciéndolos en los bordes de un círculo siempre creciente.

Valdría la pena de dar otro ejemplo más complejo de la acción de la selección natural. Ciertas plantas segregan un jugo dulce, al parecer, con objeto de eliminar algo nocivo de su savia; esto se efectúa, por ejemplo, por glándulas de la base de las estípulas de algunas leguminosas y del envés de las hojas del laurel común. Este jugo, aunque poco en cantidad, es codiciosamente buscado por insectos; pero sus visitas no benefician en modo alguno a la planta. Ahora bien: supongamos que el jugo o néctar fue segregado por el interior de las flores de un cierto número de plantas de una especie; los insectos, al buscar el néctar, quedarían empolvados de polen, y con frecuencia lo transportarían de una flor a otra; las flores de dos individuos distintos de la misma especie quedarían así cruzadas, y el hecho del cruzamiento, como puede probarse plenamente, origina plantas vigorosas, que, por consiguiente, tendrán las mayores probabilidades de florecer y sobrevivir. Las plantas que produjesen flores con las glándulas y nectarios mayores y que segregasen más néctar serían las visitadas con mayor frecuencia por insectos y las más frecuentemente cruzadas; y, de este modo, a la larga, adquirirían ventaja y formarían una variedad local. Del mismo modo, las flores que, en relación con el tamaño y costumbres del insecto determinado que las visitase, tuviesen sus estambres y pistilos colocados de modo que facilitase en cierto grado el transporte del polen, serían también favorecidas. Pudimos haber tomado el caso de insectos que visitan flores con objeto de recoger el polen, en vez de néctar; y, como el polen está formado con el único fin de la fecundación, su destrucción parece ser una simple pérdida para la planta; sin embargo, el que un poco de polen fuese llevado de una flor a otra, primero accidentalmente y luego habitualmente, por los insectos comedores de polen, efectuándose de este modo un cruzamiento, aun cuando nueve décimas partes del polen fuesen destruidas, podría ser todavía un gran beneficio para la planta el ser robada de este modo, y los individuos que produjesen más y más polen y tuviesen mayores anteras serían seleccionados.

Cuando nuestra planta, mediante el proceso anterior, continuado por mucho tiempo, se hubiese vuelto —sin intención de su parte— sumamente atractiva para los insectos, llevarían éstos regularmente el polen de flor en flor; y que esto hacen positivamente, podría demostrarlo fácilmente por muchos hechos sorprendentes. Daré sólo uno que sirve además de ejemplo de un paso en la separación de los sexos de las plantas. Unos acebos llevan solamente flores masculinas que tienen cuatro estambres, que producen una cantidad algo pequeña de polen, y un pistilo rudimentario; otros acebos llevan sólo flores femeninas; éstas tienen un pistilo completamente desarrollado y cuatro estambres con anteras arrugadas, en las cuales no se puede encontrar ni un grano de polen. Habiendo hallado un acebo hembra exactamente a sesenta yardas de un acebo macho, puse al microscopio los estigmas de veinte flores, tomadas de diferentes ramas, y en todas, sin excepción, había unos cuantos granos de polen, y en algunos una profusión. Como el viento había soplado durante varios días del acebo hembra al acebo macho, el polen no pudo ser llevado por este medio. El tiempo había sido frío y borrascoso, y, por consiguiente, desfavorable a las abejas, y, sin embargo, todas las flores femeninas que examiné habían sido positivamente fecundadas por las abejas que habían volado de un acebo a otro en busca de néctar. Pero, volviendo a nuestro caso imaginario, tan pronto como la planta se hubiese vuelto tan atractiva para los insectos que el polen fuese llevado regularmente de flor en flor, pudo comenzar otro proceso. Ningún naturalista duda de lo que se ha llamado división fisiológica del trabajo; por consiguiente, podemos creer que sería ventajoso para una planta el producir estambres solos en una flor o en toda una planta, y pistilos solos en otra flor o en otra planta. En plantas cultivadas o colocadas en nuevas condiciones de vida, los órganos masculinos, unas veces, y los femeninos otras, se vuelven más o menos importantes; ahora bien: si suponemos que esto ocurre, aunque sea en grado pequeñísimo, en la naturaleza, entonces, como el polen es llevado ya regularmente de flor en flor, y como una separación completa de los sexos de nuestra planta sería ventajosa por el principio de la división del trabajo, los individuos con esta tendencia, aumentando cada vez más, serían continuamente favorecidos o seleccionados, hasta que al fin pudiese quedar efectuada una separación completa de los sexos. Llenaría demasiado espacio mostrar los diversos grados —pasando por el dimorfismo y otros medios— por los que la separación de los sexos, en plantas de varias clases, se está efectuando evidentemente en la actualidad. Pero puedo añadir que algunas de las especies de acebo de América del Norte están, según Asa Gray, en un estado exactamente intermedio o, según él se expresa, con más o menos dioicamente polígamas.

Volvamos ahora a los insectos que se alimentan de néctar; podemos suponer que la planta en que hemos hecho aumentar el néctar por selección continuada sea una planta común, y que ciertos insectos dependan principalmente de su néctar para alimentarse. Podría citar muchos hechos que demuestran lo codiciosos que son los himenópteros por ahorrar tiempo; por ejemplo: su costumbre de hacer agujeros y chupar el néctar en la base de ciertas flores, en las cuales, con muy poco de molestia más, pueden entrar por la garganta. Teniendo presentes estos hechos, puede creerse que, en ciertas circunstancias, diferencias individuales en la curvatura o longitud de la lengua, etcétera, demasiado ligeras para ser apreciadas por nosotros, podrían aprovechar a una abeja u otro insecto de modo que ciertos individuos fuesen capaces de obtener su alimento más rápidamente que otros; y así, las comunidades a que ellos perteneciesen prosperarían y darían muchos enjambres que heredarían las mismas cualidades.

El tubo de la corola del trébol rojo común y del trébol encarnado (Trifolium pratense y T. incarnatum) no parecen a primera vista diferir en longitud; sin embargo, la abeja común puede fácilmente chupar el néctar del trébol encarnado, pero no el del trébol rojo, que es visitado sólo por los abejorros; de modo que campos enteros de trébol rojo ofrecen en vano una abundante provisión de precioso néctar a la abeja común. Que este néctar gusta mucho a la abeja común es seguro, pues yo he visto repetidas veces —pero sólo en otoño— muchas abejas comunes chupando las flores por los agujeros hechos por los abejorros mordiendo en la base del tubo. La diferencia de la longitud de la corola en las dos especies de trébol, que determina las visitas da la abeja común, tiene que ser muy insignificante, pues se me ha asegurado que cuando el trébol rojo ha sido segado, las flores de la segunda cosecha son algo menores y que éstas son muy visitadas por la abeja común. Yo no sé si este dato es exacto, ni si puede darse crédito a otro dato publicado, o sea que la abeja de Liguria, que es considerada generalmente como una simple variedad de la abeja común ordinaria, y que espontáneamente se cruza con ella, es capaz de alcanzar y chupar el néctar del trébol rojo. Así, en un país donde abunda esta clase de trébol puede ser una gran ventaja para la abeja común el tener la lengua un poco más larga o diferentemente constituida. Por otra parte, como la fecundidad de este trébol depende en absoluto de los himenópteros que visitan las flores, si los abejorros llegasen a ser raros en algún país, podría ser una gran ventaja para la planta el tener una corola más corta o más profundamente dividida, de suerte que la abeja común pudiese chupar sus flores. Así puedo comprender yo cómo una flor y una abeja pudieron lentamente —ya simultáneamente, ya una después de otra— modificarse y adaptarse entre sí del modo más perfecto mediante la conservación continuada de todos los individuos que presentaban ligeras variaciones de conformación mutuamente favorables.

Bien sé que esta doctrina de la selección natural, de la que son ejemplo los casos imaginarios anteriores, está expuesta a las mismas objeciones que se suscitaron al principio contra las elevadas teorías de sir Charles Lyell acerca de los cambios modernos de la tierra como explicaciones de la geología; pero hoy pocas veces oímos ya hablar de los agentes que vemos todavía en actividad como de causas inútiles o insignificantes, cuando se emplean para explicar la excavación de los valles más profundos o la formación de largas líneas de acantilados en el interior de un país.

La selección natural obra solamente mediante la conservación y acumulación de pequeñas modificaciones heredadas, provechosas todas al ser conservado; y así como la geología moderna casi ha desterrado opiniones tales como la excavación de un gran valle por una sola honda diluvial, de igual modo la selección natural desterrará la creencia de la creación continua de nuevos seres orgánicos o de cualquier modificación grande y súbita en su estructura.
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