EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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La noche del asesinato

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Mensaje por Roana Varela Jue Ene 09, 2014 10:08 pm

La noche del asesinato

1

Otra vez me miraba con esa cara de desprecio y decepción. Con esos ojos inmutables, fijos y acusadores; con los que trataba de menospreciarme.
Haciendo golpear sus dedos contra la mesa. Sonaban como grillos torpes en un pantano evasivo al lamento.

2

La violaba siempre que podía. Entre lágrimas, besos y abrazos desesperados. Ella me sujetaba, cuando pretendía la partida, pero sé que la violaba, porque la amenazaba con quitarle lo que ella más amaba, mi amor y servidumbre.

3

Al día siguiente, después de todas esas cartas y boberías, de esos chocolates y estupideces mías, ella me miraba como si de veras me amara. No podía evitar caer presa de esos amores que ella me presentaba, que ella actuaba y con tanto esmero preparaba para mí.
4

Esta ciudad en la que vivimos está a unos 2,000 mts sobre nivel del mar, hace frío y el aire es seco. Ella, débil de salud siempre estaba enferma a causa del polvo que aquí hay. Pero sus continuas enfermedades me daban una excusa para disfrutar de su expuesta vulnerabilidad, y aprovechar sus tiernos abrazos, y disfrutar sobre sus delgadas camisas de dormir, sus senos extasiantes. Además, se sentaba sobre mis piernas en busca de carisias. Yo sentía su cuerpo tibio, lleno de ese olor tan peculiar y estimulante. Me estremecía junto con él que también se aferraba al mío (con la diferencia de que ella lo hacía tiernamente y mi vileza se basaba solo en la complacencia sexual), y cuando casi dormía aprovechaba a tocar sus firmes muslos y glúteos.
A veces, cuando dormía la besaba y tocaba bajo la ropa, para acumular lo que yo llamaba “material”, para luego saciar mi propia suciedad.

Mi ciudad es muy concurrida por visitantes extranjeros, de ellos una gran mayoría eran féminas, en busca de aventura y anécdotas que llevar como suvenires de regreso a su país. Todas ellas dispuestas a tener sexo salvaje, la noche entera, sin pedir mayor precio que un par de cervezas y una divertida noche de baile. (La salsa las vuelve locas. Aunque realmente no les interesa habilidad alguna, solamente una disposición práctica a ser exótico (por así llamar a una forma sutil de racismo inverso (¡Mira madre soy mejor que tú, porque me acosté con un moreno en lugar de tenerlo como jardinero!) y un socialismo bastante servil ante la “majestuosidad primermundista” (siempre se debe ser agradecido con el que nos brinda su “amistad” a pesar de nuestra “condición”))
El caso es que cientos de mujeres eran posibles (siempre que llevara dos cervezas encima, pues mi carácter mejora muchísimo, me vuelvo en extremo divertido, digámoslo así), pero como cualquier caprichoso niño al que se le rompe un juguete muy común y se le compra otro igual o mejor, no aceptaba calmar mi agonía (dulce y dolorosa agonía) con otro cuerpo que no fuera el de mi amada. (Desgraciada aquella que yo miré una mañana y elegí para dueña mía, maldecida fue por algún dios que quería desquite)

5

Otra vez yo. Ahí. A su par. Sentado, sin poder dormir. Con la mirada clavada en la gran ventana frente a nosotros. Mientras ella duerme entre sollozos y suspiros.
Sé que soy un monstruo. Lo soy. Sin importar lo que diga o haga para hacerme sentir mejor. Sé que lo soy.
No sé como soporta que le haga esto. Cada vez que viene a mí en necesidad, y yo vil inmundicia…
Después de aquello nunca consigo dormir, y me quedo observándola toda la madrugada, sintiéndome así, tan culpable.

6

-¿Por qué me golpeás? ¿Acaso herí los sentimientos de una puta llamándole por su nombre? ¡Porque eso es lo que sos, U.NA PU.TA!
Respondéme, ¿qué te ofreció? 0… tal vez pasaste de ser una puta a la madre Teresa de Calcuta y, ahora te dedicás al altruismo. ¡Decíme! ¿¡Eh!? No te afanés, que todos sabemos que también esa puta madre, aunque daba limosna no era más que eso, una puta. Sí… eso era… Una puta… eso es lo que era.
¡Pero no llorés! ¿Desde cuándo las mujerzuelas tienen sentimientos?
¡Dejáme de pegar! ¿Por qué mejor no le decís a ese que te cogió que te venga a defender? ¡Ah, pero por supuesto! Si al tipo no le interesás para nada que no sea usarte de desagüe. Mientras este idiota al que llamás enfermo, no hace más que servirte y consolarte cuando esos hijos de puta echan a puntapiés ese culo tuyo del que tan pronto se hartan. ¿¡Por qué no te vas de una buena vez con uno de esos tipejos con los que te solés arrastrar y me dejás a mí tranquilo!? No que yo me cago aquí cuidando de tu puta salud, para que cuando nomás estás sana te vayas a hacer mierda con cualquiera. ¡Andá! Andáte de una vez a la mierda. Y Dejáme de joder. ¡Puta madre con vos!

7

Siempre esa mierda a la que uno llama culpabilidad, me jode cuando menos deseo que lo haga. Me tiene cagado esa mierda.
… Lo cierto es que después de un año de andar metido aquí, sólo me queda ese sentido de culpa cerrando esa puerta para que no me largue.
Ya no sé si es amor esto que siento, o es sólo esa puta manía de estar donde más te desprecian, con la necedad de que te deben amar porque te deben amar, y tal vez cuando consigás eso te podrías ir.
Ya no sé ni lo que siento. Pero a cuclillas, así como estoy; con el corazón desesperado por hacerle entender que odio esas cosas suyas, sólo consigo sacar de esta mi boca un “te amo”. ¿¡Qué me pasa!?
De veras que soy hueco.
Bien podría darle un par de puñetazos y enseñarle quién es el que manda aquí, pero únicamente logro arrastrarme a sus pies y besárselos para que me perdone. ¡Vaya qué clase de marica soy!



8

Repentinamente caía sobre mí, como balde de agua helada. No Podía distinguir si lo que viví era real, o realmente estaba enfermo (como ella solía decir). Mi cuerpo no reaccionaba. Había un ruido confuso que no cesaba en mi cabeza. Mis ojos veían pero sin mirar nada. Palpaba todo pero ninguna cosa parecía concreta.
La veía ahí, tan complacida sobre las piernas de aquel hombre, diciéndole que no había tenido mejor amante que él; tan sobria, tan liberada, que no entendí quién era yo en ese momento.
Mientras él la penetraba, mi corazón desfallecía, y lo sostenía fuerte, presionándolo para no desmayar en aquel momento en que necesitaba tanto de él, como de la razón, que no se detenía.
No entiendo cómo no pudieron oírme, cómo no notaron mi presencia.
Bajé las gradas. Busqué en la cocina el cuchillo más grande que recordé haber. Y subí sabiendo que si habría de matarlos a ambos tendría que ser él el primero. No porque lo odiara más. No. Sino por dos razones lógicas. Primero: Él era más alto y fuerte que yo. De atacarla a ella primero, él tendría tiempo a defenderse y en su contra tendría menos ventaja, y no podía darme el lujo de que no muriera. Segundo: A ella era a la que más odiaba y querría que antes de morir viera como su amante agonizaba. Darle tiempo a temer, a sufrir por su traición. Además con ella necesitaría más tiempo para que padeciera de una muerte lenta y dolorosa, tal y como a una enfermedad. Regalarme tiempo de oírla suplicar, gritar, y verla desfallecer. Hacer de su muerte una obra de arte pintoresca, grabada en las paredes.
Lo sujeté con fuerza. Subí las gradas una a una sintiendo que cada sonido que producía mi cuerpo se amplificaba de manera fúnebre advirtiendo a los amantes de mi acercamiento. El corazón danzando mortuoriamente. Incluso sus latidos eran como recipientes metálicos cayendo en poso de fondo corto, pudiéndose escuchar a kilómetros de allí.
Despacio sujetándome de la baranda para no caer a causa de mis pasos torpes.
Una grada, una más… Acumulándolas a como pudiera, sin dejarlas vencerme.
Firme en el destino fatalista, terminé por fin el eterno y casi inalcanzable subir, pero al finalizar la escalinata el maullido de un pequeño gato, con su mirada que me pareció fuera de este plano, me hizo regresar. Me detuve, caí al suelo, resbalado por la pared. Comprendí: No era yo el que sujetaba aquel cuchillo… No era yo.
Bajé las gradas de nuevo, pasé por la sala contemplando mi palidez en el gran espejo que se recostaba a lado derecho hacia la salida, escondí el cuchillo bajo el sillón y salí evitando hacer ruido con la puerta.
Me eche a la acera. Respiré tanto como le fue posible a mi inutilizado cuerpo, y cuando por fin me sentí capaz y sereno, toqué la puerta (insistentemente pues al principio no abrían). Al fin salieron, ella aún arreglándose y él con su cara de gringo idiota que cumplió su fantasía de acostarse con una latina (sin saber que en realidad la que cumplió su fantasía fue ella). Me saludó. ¡Imbéciles! Él también. Trató de darme un beso y cuando lo rechacé (¡maldita!) me reclamó: ¡Otra vez vos con tus celos enfermizos! (¡Hipócrita!)

Me miraba con esa cara de desprecio y decepción. Con esos ojos inmutables, fijos y acusadores; con los que (esa vez como todas) trataba de menospreciarme.
Quise. Más no conseguí. Ya decir nada era innecesario. Sabía lo que debía hacer (y haría).


9

Vagué toda la noche por los barrios más peligrosos, en busca de mi muerte, pero ésa no estaba para mí disponible aquella noche.
Desde la tarde hasta dar las nueve de la mañana, sin dar tregua alguna a mis pies; dando tiempo a que hubiese desayunado para ir hasta allí y hablarle.
Llegué. Misma ropa y cara de cadáver muerto por asfixia.
La llamé aparte de su familia. Me senté a su lado y con el peso de no haber muerto, comencé con llanto lo que a mí habría de doler más.
Le dije lo que había visto, y terminé con un “te Amo Siempre” aquella relación que desde hace unos meses me venía enseñando que el infierno es una realidad que anhelamos distante, cuando la verdad es que ha estado siempre aquí, entre nosotros.
Dijo algunas palabras que omitiré por causar tanto asco y dolor a mi corazón, y que en algún momento dieron tanto alivio a mi ser. Hizo una promesa que un día ya con número y nombre pagaría. Y trató de sostenerme con un beso y una bendición que me supieron a salitre y fosa común. Tanto fue así que desde entonces perdí todo sentido del gusto y el tacto. Mi alma también murió en aquel momento y nunca más hasta hoy que es el día de mi muerte volví a creer en su existir.

10

La noche de su muerte.
¡Fácil!
Ella dormía. Una de las pocas veces que no la había oído sollozar.

Comencé a hablar. No sabía si estaba despierta. En realidad no me importaba, sólo quería que mi corazón se liberase de este martirio.
Estaba sentado a su lado izquierdo con el cuchillo en la mano derecha. (Soy derecho, es más práctico para mí)
Hablé. Hablé, hablé y hablé. Un monologo completo acerca de cómo yo era mejor que ella y de cómo era que ella había desperdiciado y podrido mi amor.
No sé si estaba consciente de que estaba despierta, o sin importarme seguía conduciendo aquel discurso previo a su entierro, ¡bueno!, al que para mí lo era. Pero cuando clave la mirada en esos ojos que me seguían estupefactos, supe para mis adentros que jamás me volverían a ver otra vez, con esa cara de desprecio y decepción. Con esos ojos inmutables, fijos y acusadores; con los que trataba de menospreciarme. ¡Jamás de nuevo!...

… Es extraño… No lloró… No,… no lloró… Ni si quiera trató de huir o gritar.
La imaginaba corriendo por todos lados, forcejeando y todas esas cosas que un crimen con un simple cuchillo de cocina debía implicar. Pero no… no lloró. No entiendo por qué no. ¡Es más!, hasta extendió los labios mientras se desangraba para besarme cuando yo la besé. … Realmente extraño… Tal vez lo esperaba. Tal vez pensaba merecerlo. Pero no, no lo merecía… lo que hice lo hice por el placer de devolverle la muerte que un día me regaló y, esa oportunidad de revivir alguna vez, en otra vida, en otro cuerpo, en otro tiempo y sobre todo en otra ciudad; una sin tanta inmundicia, sin tanta corrupción.
Su alma era bella pero la tentación pasajera que atrapa a todos en este maldito lugar, no la hizo la excepción.
¡Ummm…! Pero mírala ahora tan tierna y apacible, cubierta de toda esa sangre.
Pareciera que antes de morir intentó decir que me amaba. ¡Ya no importa!, nunca lo sabré.
Es tan delicada de salud, pero esta fue su última enfermedad. Sí, la culpa es una enfermedad también. La acosaba. No la dejaba descansar. A veces la sentía despertar y tocar con sus labios éstos, los tan viles míos, y decir te amo, los siento. ¡Ah nada humana culpa! La llevó hasta aquí, conmigo, en esté su lecho de muerte, el mismo lugar donde tantas veces la violé, y el mismo en que ella tantas veces calló su so pena.



¡Ahhhhhh! Tan perfecta. Aunque la maldita me esté mirando con esa cara de desprecio y decepción. Con esos ojos inmutables, fijos y acusadores; con los que siempre trata de menospreciarme.


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Mensaje por Roana Varela Jue Ene 09, 2014 10:16 pm

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