EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Mensaje por Hipólita Miér Feb 15, 2023 6:31 pm

Cinta roja


A Elena que siempre alimenta mi imaginación con sus historias
y a Loly, la verdadera.

Escribir su nombre de puño y letra al pie de página era algo tan mágico para Loly, como ver el mar por primera vez. Esa sensación de su letra despatarrada y temblorosa sellando la libertad.
Ante sus ojos se desplegaban como un oleaje incesante, libros que encerraban historias maravillosas. Cadena de letras que narran la historia del mundo. Su propia historia. Mundos reales y posibles. Un rumor de palabras que al fin de cuentas atesoraba un libro, el sonido del viento dentro de un caracol o voces murmurando secretos.
Todo esto sentía Loly cuando escribió esa primera carta a sus veinte años. "Tía, he decidido irme de tu casa". Fue penoso el camino que recorrió antes de que su mano escribiera esa nota y la firmara. "No sé adonde iré, pero cualquier lugar será mejor que éste". Se imaginaba la cara de sorpresa de su tía, el único pariente que le quedaba y a la que hoy abandona sin remordimiento "Por fin seré libre, nada me llevo que no me pertenezca". La sorpresa de su tía no sería por la nota de despedida sino por esa escritura que se rebelaba como un puño.
Durante años le había negado la más mínima instrucción. Y Loly,
ignorante de esas marcas parejas y negras sobre el papel poco a poco las fue descifrando. Por las noches recortaba letras que ponía en cajas y escondía bajo la cama. Armaba sobre cartón las palabras.
¿Qué dice aquí tía? preguntaba ella cuando recién llegó a la casa.
No te importa, chinita curiosa.
Pero tía, ¿cuándo voy a ir a la escuela?
¿Y para qué querés llenar tu cabeza de palabras? Eso es para otra gente.
Y Loly callaba.
Otra gente era todo el mundo; los señores leyendo el periódico en los cafés; las señoras y sus revistas en la peluquería; aquel muchacho en el parque con su libro de poemas; el viejo detenido ante un afiche publicitario de Te Mazawate; una joven leyendo el prospecto de un medicamento en la farmacia de la esquina y el almacenero descifrando la lista de las compras que su tía le preparaba. Sus vecinas recitan obedientes las palabras del libro de lecturas de primer grado. Mimamámemima.
La escuela te hace escribir mentiras, decía enojada, los carteles de las calles mienten y mienten las revistas, los periódicos, los afiches, los prospectos y sobre todo mienten los libros de lectura. Mimamámemima. Qué cosa tan ridicula y mentirosa, parece que los labios se movieran como peces boqueando fuera del agua. Y Loly la repite despacito mi ma má me mi ma y siente que se ahoga, que el aire le falta antes de llegar a la última sílaba y que le duele un poco el corazón. Recordaba otras oraciones, "Mi perro se llama Paco". Nunca tuvo un perro propio. Sólo perros callejeros. Prefería las historias que empezaban con "Había una vez"
"Habia un avez truz"
"Había una vez un pez"
coreaban sus amigas entre risas, cuando ella les pedía que le leyeran la historia de “había una vez.”
Nada de animales pulgosos en esta casa - solía decir la tía - y nada de historias tontas de princesas y reinos, eso, es para otra gente.
Las frases de la tía siempre terminaban igual. Y Loly envidiaba la vida de esa “otra gente” devoradora de libros y de esos perros flacos, libres que no necesitaban leer ni escribir ni ser mimados ni nombrados. Y envidiaba los cuentos contados junto a la cama o cerca de las hornallas de la cocina en las noches de invierno, que invariablemente comenzaban con había una vez.
Todas estas cosas recuerda Loly camino a la estación. ligera de equipaje y con la promesa de miles de palabras que como migas de pan le marquen señales y caminos nuevos. Tiene los ojos hambrientos de noticias. Ahora nada la detendrá, piensa, cuando lee una placa de bronce en el muro de ladrillos "Biblioteca Municipal” y un cartel de papel pegado en la puerta “se necesita empleada".
Se siente tan feliz que comienza a contarse su propia historia, esa historia que necesita contarse para recuperar su infancia y todos los cuentos negados.
Había una vez una niña que no sabía leer ni escribir, pero sentía tanto amor por las palabras que sin saber cómo las fue aprendiendo poco a poco. Cada palabra nueva tenía un color y un sabor diferente y las iba enhebrando como perlas de un collar interminable. Las palabras fueron creciendo y contándole historias, y sabía que al final todos serían felices y colorín colorado comerían perdices.
Loly sonríe y abre la puerta con reverencia como quien entra a un templo y este cuento recién comienza, de dice para sí.
Esa chiquilla ingrata. De nada sirvió protegerla durante todos estos años. Ahora descubrirá las bajezas del mundo, tan lleno de mentiras y falsos sueños. Alimentará su loca cabeza con palabras. Ya hablar es una traición al espíritu. Sólo la oración nos eleva. Espero que recuerde los rezos que le enseñé. Porque el mundo no tiene piedad con un alma inocente y ella aún no lo sabe. No sabe lo que me costó evitar la tentación de contarle todos los cuentos que me contaron de chica. Pero los cuentos no nos hacen mejores, ni más fuertes, no señor, los cuentos nos muestran universos luminosos, enceguecedores, estimulan la locura, eso que otros llaman imaginación. Imaginación. Si sabré yo lo que es la imaginación. ¿Acaso no sufrí de excesos imaginativos desde joven? Lo malo no es la imaginación en sí misma sino sus nefastas consecuencias. Su canto de sirena. Sus fuegos artificiales.
Quizás debí mentirle, porque la verdad es cruel y sólo los fuertes la soportan, quizás debí cantarle canciones de cuna y hablarle del ángel de la guarda dulce compañía que no la abandonaría ni de noche ni de día y decirle que su madre no la abandonó e inventar una historia amable, inofensiva, en la que su madre fuera una heroína que lucha contra la pobreza y la tuberculosis y muere románticamente como La Dama de las Camelias, lejos y olvidada y la mira desde el cielo. Pero no, tuve que decirle que la abandonó, que no le interesaba en lo más mínimo, que corría como loca detrás del hombre que amaba y que éste hombre no era su padre. Quise contarle la verdad. Y no quise que aprendiera a leer para que no conociera la realidad del mundo y nunca recibiera cartas como las que yo he recibido y soportado durante años. Cartas de desamor, de reproche, de injustos reclamos. ¿Así que después de un año de abandono quiso recuperar a su hija? Ahora estoy en condiciones de mantenerla y darle una buena educación, por favor no me niegues ese derecho, tía. Así me dijo la impertinente mujer perdida. Pero yo fui ante la justicia y le gané. Tantos años protegiéndola para que no fuera como su madre. El arrepentimiento no sirve cuando el daño se ha cometido, sigue con tu vida y olvídate que tuviste una hija. Eso le dije. Y ella me escribió tantas cartas desesperadas, pero nunca se atrevió a volver. Cobarde. Por eso digo, las palabras no sirven. Una sola acción hubiera bastado. Si hubiera aparecido ante mi puerta y yo hubiera visto en sus ojos esa desesperación que prometían sus palabras. Luego me llegó esa esquela, breve y mal escrita por el hombre, donde me decía que ella se había muerto. Fin de la historia.
Por suerte Loly nunca lo supo. Recuerdo aquel día en que la sorprendí con las cartas de su madre desplegadas sobre el piso, las olía, las miraba como si supiera leerlas y tenía tal expresión de tristeza como si comprendiera. Me asusté, quise protegerla y ahí decidí. Nunca la enviaría a la escuela. Estaría a salvo del dolor y esa historia quedaría escondida ante sus ojos. Era mi secreto.
Y ella ahora me deja esta carta, quizás la primera que escribe, y se siente orgullosa, porque la ha escrito y porque por fin puede leer todo lo que se ponga ante sus ojos. Y ser feliz. Claro, la imagino feliz, libre, cargando esa miserable valija de cartón que de niña, cuando me la trajeron, arrastraba como una carga demasiado pesada.
Lo que ella no sabe es que todo acto de rebeldía termina develando crímenes, descorriendo el velo de lo maravilloso para mostrarnos el rostro del dolor, implacable y sin adornos. Y sólo lo sabrá cuando descubra en el fondo de su pequeña maleta, el paquetito de cartas atado prolijamente con una cinta roja.


Adriana Agrelo
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