EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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TRATADO DE LA IRA 16-LIBRO 1-EL CAMINO DEL ERROR

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Feb 28, 2023 9:49 pm

Por Lucio Anneo Séneca

XVI.

 «¡Cómo! ¿no me irritaré contra el ladrón? ¿no me irritaré contra el envenenador?». No. No me irrito contra mí mismo cuando me extraigo sangre. Aplico todo castigo como un remedio. Tú no has dado más que los primeros pasos en el camino del error; tus caídas no son graves, pero sí frecuentes. Procuraré corregirte con reprensiones, primero privadamente, después en público. Tú has avanzado demasiado para que puedan curarte las palabras; te retendrá la ignominia. Tú necesitas algo más para sentir la impresión; se te mandará desterrado a regiones desconocidas. Tu maldad es enorme y necesitas remedios más violentos. Las cadenas públicas y la prisión te esperan. Tu alma es incurable y tu vida un tejido de crímenes; tú no necesitas ya que te solicite la ocasión, que nunca falta a los malvados, sino que para hacer el mal no necesitas otra ocasión que el mal. Tú has agotado la iniquidad, y de tal manera ha penetrado en tus entrañas, que solamente puede desaparecer con ellas. Desgraciado, hace mucho tiempo que buscas la muerte: vamos a merecer tu agradecimiento; te arrancaremos al vértigo que te domina y después de una vida desastrosa para el bien ajeno y para el tuyo, te mostraremos el único bien que te queda, la muerte. ¿Por qué he de irritarme contra aquel a quien tan provechoso soy? En algunos casos, la mayor prueba de compasión es matar. Si, como médico experimentado y hábil, entrase en una enfermería o en la casa de un rico, no ordenaría el mismo tratamiento a todos los enfermos atacados de diferentes dolencias. Me llaman para la curación de un pueblo, y en tantos ánimos diferentes veo diferentes vicios; a cada enfermedad debo buscar su remedio. 
A éste le curaré con la vergüenza, a aquél con el destierro, al uno con el dolor, al otro con la pobreza y al de más allá con la espada. Si tengo que vestir la siniestra toga del juez, si la fúnebre trompeta ha de convocar a la multitud, subiré al tribunal, no como iracundo a enemigo, sino con la serena frente de la ley; pronunciaré la solemne sentencia con voz antes grave y tranquila que arrebatada, y ordenaré la ejecución con severidad, pero sin ira. Y cuando mande cortar la cabeza al culpable, y cuando haga coser el saco del parricida, y cuando remita al suplicio militar, y cuando llevar a la roca Tarpeya al traidor o al enemigo público, no experimentaré ira, tendré tanta tranquilidad en el rostro y en el ánimo como cuando aplasto un reptil o animal venenoso. «Necesítase la ira para castigar». ¡Cómo! ¿te parece irritada la ley contra aquellos que no conoce, que no ha visto, que no espera que existan? Necesario es apropiarse su espíritu, no se irrita, sino que establece principios. Porque si conviene al varón bueno irritarse contra las malas acciones, también le convendrá evitar el triunfo de los malvados. ¿Qué mayor repugnancia que la de ver prosperar y abusar de los favores de la fortuna a hombres para quienes la fortuna no podría inventar bastantes males? Sin embargo, contempla sus riquezas sin envidia, como sin ira sus crímenes. El buen juez condena lo que la ley reprueba; no odia. «¡Cómo! cuando el sabio encuentre a su alcance algún vicio, ¿no se conmoverá su ánimo, no se agitará más que de ordinario?». Lo confieso; experimentará alguna conmoción débil y ligera. Porque, como dice Zenón, en el ánimo del sabio, hasta cuando está curada la herida queda la cicatriz. Experimentará sombras y sospechas de pasión, pero se encontrará exento de las pasiones mismas. Aristóteles pretende que ciertas pasiones se convierten en armas para el que sabe manejarlas. Verdadero sería esto, si, como las armas de la guerra, pudieran cogerse y dejarse a voluntad del que las usa. Pero esas armas, que Aristóteles da a la virtud, hieren por sí mismas, sin esperar el impulso de la mano; gobiernan y no son gobernadas. No necesitamos otros instrumentos; la naturaleza nos ha robustecido bastante con la razón. En ésta nos ha dado un arma fuerte, duradera, dócil, que no tiene dos filos y no puede volverse contra su dueño. La razón basta por sí misma, no solamente para aconsejar, sino que también para obrar. ¿Qué cosa más insensata que querer que invoque el auxilio de la ira, subordinar lo inmutable a lo incierto, la fidelidad a la traición, la salud a la enfermedad? ¿Cómo, si hasta en aquellos actos para los que parece necesario el auxilio de la ira, la razón por sí misma es mucho más fuerte? Cuando la razón ha juzgado que tal cosa debe hacerse, persiste en ello, no pudiendo encontrar nada mejor que ella misma que la impulse a cambiar; así es que se fija en lo que una vez ha decidido. La ira, por el contrario, ha retrocedido muchas veces ante la piedad, porque su fuerza no es estable; es una hinchazón vana; revélase primeramente con violencia, como esos vientos que se alzan de la tierra y que, salidos de los ríos y pantanos, tienen impetuosidad pasajera. Comienza con extraordinario brío, y en seguida se detiene fatigada antes de tiempo: esa ira que solamente respira crueldad, nuevos géneros de suplicios, se debilita y ablanda cuando llega el momento de obrar. La pasión cae pronto; la razón permanece siempre igual. En último caso, aunque la ira tenga cierta duración, si encuentra muchos culpables que hayan merecido la muerte, después del suplicio de dos o tres cesa de matar. Sus primeros golpes son terribles, lo mismo que es peligroso el veneno de las serpientes cuando salen de su nido; pero sus dientes son inofensivos cuando frecuentes mordeduras les han dejado exhaustos. Así también los que han perpetrado iguales crímenes, no sufren las mismas penas; y con frecuencia, el que ha cometido menos sufre más, porque se encuentra expuesto a ira más reciente. En todo es desigual la ira; en tanto avanza más de lo necesaria, en tanto se detiene más pronto de lo que debiera. Porque se complace en sí misma, juzga según su capricho, no quiere escuchar nada, no deja tiempo a la defensa, se adhiere a la idea de que se ha apoderado, y no sufre que se altere su juicio, por malo que sea. La razón da a las dos partes tiempo y lugar, y a sí misma se concede plazo para discutir la verdad; la ira obra precipitadamente. La razón quiere decidir lo que es justo; la ira quiere que se tome por justo lo que ella decide. La razón solamente considera el objeto en litigio; circunstancias ligeras y ajenas a la causa arrastran a la ira. Aspecto tranquilo, palabra firme, discurso algo libre, traje pulcro, imponente cortejo, favor popular, todo la exaspera. Frecuentemente, en odio al defensor, condena al acusado; hasta cuando se le pone la verdad en los ojos, ama y acaricia la mentira; no quiere que se la convenza, y comprometida en mal camino, la obstinación te parece más honrosa que el arrepentimiento. Cn. Pisón fue en estos últimos tiempos varón exento de muchos vicios, pero con espíritu perverso que tomaba rigor por firmeza. En un momento de ira habla ordenado que se llevase al suplicio a un soldado que había vuelto de forrajear sin su compañero, acusándole de haber dado muerte al que no podía presentar. El soldado le suplicó le concediese algún tiempo para buscarlo, y se lo negó. Sacaron, pues, al condenado fuera del recinto, y ya tendía el cuello, cuando de pronto se presentó el que suponían muerto.
 El centurión encargado del suplicio mandó entonces al que iba a descargar el golpe que envainase la espada; lleva el condenado a Pisón, para devolver al juez la inocencia, puesto que la fortuna se la había devuelto ya al acusado. Inmensa multitud seguía a los dos compañeros, que marchaban abrazados con grande regocijo de todo el campamento. Pisón se lanzó furioso a su tribunal, y mandó llevarles al suplicio a los dos, el que no había matado y el que no había sido muerto. ¿Hay algo más indigno que esto? porque uno era inocente, perecieron los dos. Pisón añadió otra víctima: el centurión que trajo a los soldados fue condenado a muerte. Decidido quedó que perecieran tres hombres en el mismo punto a causa de la inocencia de uno de ellos. ¡Oh, cuán ingeniosa es la ira para inventar pretextos a su furor! «A ti, dijo, te mando a la muerte porque has sido condenado; a ti, porque has sido causa de la condenación de tu compañero; a ti, porque habiendo recibido orden de matar, no has obedecido a tu General». De esta manera imaginó tres delitos porque no encontró uno. Ya he dicho que la ira lleva consigo el mal de rechazar toda dirección. Irrítase contra la misma verdad, si ésta se manifiesta contra su voluntad; con gritos, vociferaciones e impetuosos movimientos de todo el cuerpo se ceba en aquellos a quienes hiere, añadiendo ultrajes y maldiciones. No obra así la razón; sino que, tranquila y silenciosa, derribará, si es necesario, casas enteras; destruirá familias perjudiciales a la república, sin perdonar niños ni mujeres; destruirá su morada, la arrasará hasta los cimientos, para borrar nombres enemigos de la libertad; y esto sin rechinar los dientes, sin agitar la cabeza, sin hacer nada impropio de un juez, cuyo semblante debe ser tranquilo e impasible, sobre todo cuando pronuncia alguna sentencia importante. «¿Para qué, dice Jerónimo, te muerdes primeramente los labios cuando quieres herir a alguno?» ¿Qué habría dicho si hubiese visto a un procónsul lanzarse de su tribunal, arrancar los haces al lictor y rasgar sus ropas, porque tardaban en rasgar las del condenado? ¿Qué necesidad hay de derribar la mesa, romper los vasos, darse cabezadas contra las columnas, arrancarse los cabellos, golpearse los muslos o el pecho? Considera cuánta es la violencia de esta ira, que no pudiendo desfogar sobre otro tan pronto como quisiera, se revuelve contra sí misma. Por esta razón se ve retenida por aquellos que rodean al iracundo y le conjuran a que se compadezca de sí mismo; nada de esto acontece al hombre exento de toda ira, sino que a cada cual impone el castigo que merece. Con frecuencia perdona al delincuente, si el arrepentimiento permite esperar enmienda, si descubre que el mal no viene de lo profundo, sino que se detiene, como suele decirse, en la superficie.
 Otorgará la impunidad cuando no haya de perjudicar ni a los que la reciben ni a los que la conceden. Algunas veces castigará los grandes crímenes con menos rigor que faltas más ligeras, si en aquéllos hay más descuido que malicia; si en éstas hay perversidad oculta, encubierta e inveterada. Tampoco aplicará igual pena a dos crímenes, cometido el uno por inadvertencia, y el otro con deseo premeditado de dañar. 
En todo castigo obrará con el convencimiento de que tiene doble objeto que perseguir: corregir los malvados o destruirlos. En uno y otro caso, no atiende a lo pasado, sino a lo venidero. Porque, como dice Platón, «el sabio castiga, no porque se ha delinquido, sino para que no se delinca; el pasado es irrevocable, el porvenir se previene; a aquellos que quiera presentar como ejemplos de maldad que alcanza desastroso fin, les hará morir públicamente, no tanto para que perezcan, corno para impedir que perezcan otros». Ya ves cuán libre debe estar de toda pasión aquel a quien toca apreciar y pesar todas estas circunstancias para ejercer un poder que exige la mayor diligencia: el derecho de vida y muerte. Mal colocada está la espada en la mano de un iracundo. 
Ni tampoco imagines que la ira contribuye en nada a la grandeza del alma. Porque no produce grandeza, sino hinchazón; de la misma manera que en los cuerpos hinchados por viciado humor, la enfermedad no es la hinchazón, sino exuberancia perniciosa. Todos aquellos a quienes ánimo depravado lleva más allá de los pensamientos humanos, imaginan que respiran algo grande y sublime; pero en el fondo de esto no hay nada sólido, y todo edificio sin cimiento amenaza constantemente caer. La ira no descansa en nada, ni se alza sobre cosa firme y duradera; solamente es humo y viento, y tanto dista de la grandeza de ánimo corno la temeridad del valor, la presunción de la confianza, la tristeza de la austeridad, la crueldad de la severidad. Media mucha distancia, repito, entre el ánimo elevado y el ánimo orgulloso. Nada generoso emprende la ira, nada noble. Veo, por el contrario, en la irascibilidad habitual señales de ánimo gastado y estéril, convencido de su laxitud. 
Semejante a esos enfermos cubiertos de llagas, que gimen al contacto más ligero, la ira es principalmente vicio de mujeres y niños. Pero también invade a los hombres, porque los hay con espíritu de mujer y de niño. - Pero, ¡cómo! ¿no profieren palabras los iracundos que parecen arrancar de ánimo levantado a aquellos que ignoran la verdadera grandeza? como, por ejemplo, aquellas tan odiosas corno execrables: «Que me odien, con tal de que me teman». -Conviene que sepas que pertenecen al tiempo de Sila. No sé cuál de los dos deseos es peor, si el del odio o el del temor. ¡Que me odien! Ves en el porvenir maldiciones, asechanzas, asechanzas, asesinato. 
¿Qué más deseas? Que los dioses te castiguen por haber encontrado al odio remedio tan digno. ¡Qué me odien! ¿Cómo? ¿con tal de que te obedezcan? no; ¿con tal de que te estimen? no; ¿pues para qué? con tal de que te teman. Ni siquiera querría quo me amasen a ese precio. ¿Crees que estas palabras son de alma grande? Te engañas; no hay grandeza en ellas, sino crueldad.
 No debes fiar en las palabras de los iracundos, que hacen, mucho ruido y amenazan, pero en el fondo son cobardes. Ni tampoco debe creerse lo que se lee en Tito Livio, escritor por otra parte muy elocuente: «Hombre grande antes que hombre honrado». Imposible es separar estas dos cualidades, porque el varón será bueno o no será grande, porque no comprendo otra grandeza de ánimo más que la inquebrantable, sólida en el interior, igualmente, firme en su conjunto, tal, en fin, como no puede encontrarse en los malvados. Porque éstos pueden muy bien ser amenazadores, impetuosos, destructores, pero no poseerán jamás la grandeza cuyo fundamento y fuerza forma la bondad: su lenguaje, sus esfuerzos, todo su aparato exterior reviste algunas veces falso aspecto de grandeza; algo elocuente dirán que tomarás por grande como cuando Cayo César, irritado porque el ciclo tronaba sobre sus mímicos, de los que antes era émulo que espectador, y porque el rayo, mal dirigido aquel día, perturbase la representación, provocó a Júpiter a mortal combate, repitiendo a gritos aquel verso de Homero: µ (Hiéreme o te hiero). ¡Qué locura! ¡Imaginar que Júpiter no podía dañarle, o que él podía hacer daño a Júpiter! Creo que estas palabras no contribuyeron poco a excitar los ánimos de los conjurados; porque debió parecerles el colmo de la paciencia soportar al que no podía soportar a Júpiter. Así, pues, en la ira, hasta cuando se muestra más violenta, desafiando a los dioses y a los hombres, no existe nada grande ni noble; y si algunos se empeñan en ver en ella cierta grandeza, que la vean también en el lujo. El lujo quiere marchar sobre marfil, vestir púrpura, habitar bajo dorados techos, trasladar las tierras, aprisionar los mares, precipitar los ríos en cascadas, suspender bosques en el aire. Que vean grandeza en la avaricia: ésta descansa sobre montones de oro y plata, cultiva campos que podrían llamarse provincias, y da a cada arrendatario suyo territorios más extensos de los que asignaba la suerte a los cónsules. Que encuentren grandeza en la lujuria: ésta cruza los mares, forma rebaños de eunucos, y arrostrando la muerte, prostituye a la esposa bajo la espada del esposo. Que vean grandeza en la ambición, que no satisfecha con los honores anuales, querría, si fuese posible, cubrir con su solo nombre todos los fastos y ostentar sus títulos por todo el orbe. Poco importa hasta dónde se exalten y ex tiendan todas estas pasiones; no por ello son menos estrechas, miserables y bajas. Solamente la virtud es elevada, sublime, y nada hay grande sino aquello que al mismo tiempo es sereno.
Marcela Noemí Silva
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