Amor, honor y valor
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poesía Lírica-Canciones-Romances-Sonetos :: Romances
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Amor, honor y valor
I - El ejército
De trompas y de atambores
retumba marcial estruendo,
que en las torres de Pavía
repite gozoso el eco,
porque a libertarlas viene
de largo y penoso cerco
el ejército del César
contra el del francés soberbio.
Aquel reducido y corto,
este numeroso y fiero;
el uno descalzo y pobre,
el otro de galas lleno.
Pero el marqués de Pescara,
hijo ilustre y predilecto
del valor y la victoria,
tiene de aquel el gobierno.
Porque los jefes ancianos
y los príncipes excelsos
que lo mandan, se someten
a su fortuna y su esfuerzo;
y en él gloriosos campean
los invictísimos tercios
españoles, cuya gloria
es pasmo del universo.
Manda las francesas huestes
el rey Francisco primero,
que ve las del quinto Carlos
con orgulloso desprecio.
Y juzgando un imposible
que osen venir a su encuentro
con tan cortos escuadrones,
con tan escasos pertrechos,
no a la batalla, al alcance
prepárase, repitiendo:
«Para la cobarde fuga
levantan el campamento.»
En tanto de él, en buen orden
y en sosegado concierto
(después de dar a las llamas
y de hacer pasto del fuego
las tiendas y los reparos,
las barracas y repuestos),
salen a coger laureles
los imperiales guerreros,
de Nápoles el ilustre
visorrey al frente de ellos,
en un caballo rüano,
que es del Vesubio remedo.
Ricas armas refulgentes,
en que dan vivos destellos
las labores de oro y plata
del sol naciente al reflejo
lleva, y sobre el rico almete,
en la cimera sujeto,
penacho amarillo y rojo,
que mece apacible viento.
Cien alabardas de escolta
cércanle; delante, enhiesto,
va su pendón, y le siguen
personajes de respeto.
En el escuadrón segundo,
de un arnés blanco cubierto,
y de un sayo de brocado,
en un frisón corpulento
pasa de Borbón el duque:
¡lástima que tan egregio
príncipe, contra su patria
y su rey combata ciego!
Entre los varios señores
y famosos caballeros
que le acompañan, descuella
por lo galán y lo apuesto
el joven marqués del Vasto,
armado de azules veros,
con blancas y azules plumas,
gallardas alas del yelmo.
En un pisador castaño
que con la espuma del freno,
escarcha en copos de plata
los azules paramentos,
su destreza de jinete,
con corvetas y escarceos,
y su agilidad de mozo
va, presumido, luciendo.
Tras de este escuadrón segundo
marcha el escuadrón tercero,
y Alarcón a su cabeza,
cana barba, rostro serio,
armas fuertes, mas sin brillo,
corcel alto, duro, recio,
una refornida lanza
que empuña un puño de hierro;
sin visera ni penacho,
capacete de gran peso,
y sobreveste y gualdrapa,
ambas de velludo negro,
sin recamadas insignias,
sin divisas ni embelecos,
eran, como lo era siempre,
su simple y marcial arreo.
Siguen tras los hombres de armas
los escuadrones ligeros,
y de Cívita-Santángel
el marqués al frente de ellos.
Joven, valiente y gallardo,
ignorando va risueño
que a manos de un rey la muerte
le aguarda a pocos momentos.
Rico y galán sayo viste
de purpúreo terciopelo:
¡Harto pronto con su sangre
más purpúreo ha de ponerlo!
De un cuartago de Calabria,
causa de su fin funesto,
rige las flexibles bridas,
que cortadas serán luego.
Las triunfadoras banderas
donde desarrolla el viento
los castillos y leones,
ya de dos mundos respeto,
y que adorna la fortuna
de palma y laurel eternos,
dondequiera que tremolan
en entrambos hemisferios,
la invencible infantería
de los españoles tercios,
en bien formadas escuadras,
sigue por lado diverso.
Descalza, pero contenta;
pobre, mas de noble esfuerzo
tan rica, que a sus hazañas
es el orbe campo estrecho.
El valor y gracia reinan,
y de la muerte el desprecio,
en sus ordenadas filas,
de frugalidad modelo,
y que de vencer seguras
llenan de coplas el viento,
con apodos y con vayas
de andaluces a gallegos.
A sus bravos capitanes,
humildes obedeciendo,
forman un bosque de picas
cuyas puntas son luceros,
y donde los arcabuces,
preñados de rayo y trueno,
van pronto a llenar el aire
de humo, plomo, muerte y miedo.
Allí el capitán Quesada,
allí el capitán Cisneros,
y Santillana, el alférez,
y Bermúdez, el sargento,
y Roldán el sevillano,
extremado arcabucero,
y mil y mil allí estaban,
gloria del hispano suelo,
cuyos inmortales nombres
la fama guarda del tiempo,
y al pronunciarlos palpita
de todo español el pecho.
Con un limpio coselete,
del sol envidia y espejo,
con celada borgoñona
sin cimera ni plumero,
y con sus calzas de grana,
y con su jubón eterno
de raso carmesí, llega
después de dejar dispuesto
como caudillo el ataque,
y como caudillo experto,
el gran marqués de Pescara
en su tordillo ligero.
En su diestra centellea
un estoque de Toledo,
y un broquel redondo embraza
con una muerte en el medio.
Viene, y se coloca al frente
de los españoles tercios,
de sus planes y esperanzas
con gran razón fundamento.
Y con el semblante afable,
y con el rostro risueño,
responde a sonoros vivas
en sazonado gracejo.
Detrás de los españoles,
tardos marchan los tudescos,
que apiñados parecían
muro movible de cuerpos.
Sus amarillos pendones
las águilas del Imperio
ostentan, y lentamente
las siguen con gran silencio.
Micer Jorge de Austria, anciano
de gran valor y respeto,
va a su frente en un morcillo
que hunde donde pisa el suelo.
Lleva arnés empavonado,
y devoto hasta el extremo,
con franciscana capucha
el casco y gorjal cubiertos.
Las últimas que desfilan
y salen del campamento,
son las banderas de Italia
en pelotones pequeños.
Dos culebrinas de bronce
y una lombarda de hierro,
son toda la artillería
para tan terrible empeño.
Don César Napolitano,
caudillo bizarro y diestro,
y el capitán Papacodo
vienen a su frente puestos.
Ya los franceses cañones,
cuyo número era inmenso,
contra estas huestes lanzaban
muerte envuelta en humo y fuego.
Y ya viva escaramuza
se iba rápida encendiendo,
entre avanzados jinetes
y alentados ballesteros,
y aun del incendiado campo
llegan a ocupar sus puestos
a todo correr soldados,
y a escape los caballeros.
Solo entre tantos no acude,
cuando siempre es el primero,
el gallardo don Alonso
de Córdoba, y lo echan menos,
porque de un noble el retardo
en tan críticos momentos,
es mucho más reparable,
porque debe dar ejemplo.
Y por esperarle todos
miran hacia el campamento,
donde con grande sorpresa
ven, y quédanse suspensos,
que su tienda solamente
no es ya de las llamas cebo,
y que aún intacta descuella
entre el general incendio.
II - La tienda
Entre humos, llamas, cenizas,
que volando en remolinos
del abandonado campo,
al sol ofuscan el brillo,
de don Alonso la tienda
tiene desde lejos fijos
de la multitud los ojos,
la atención de sus amigos.
Aderezado un overo
cerca de ella, altos relinchos
da, y huella y escarba el polvo,
no cabiendo ya en sí mismo.
Porque la mano en el diestro
tiene sujeto su brío
un paje, que también tiene
un lanzón con pendoncillo.
Están dentro de la tienda,
a un lado, sentada en rico
almohadón de terciopelo
sobre tapete morisco,
una gallarda señora
con semblante dolorido,
teniendo en sus bellos brazos
dos hermosísimos niños.
Y en pie, a su frente, un joven
de brillante arnés vestido,
la cabeza sin almete
y el rostro contemplativo.
Dos luceros son los ojos
de aquella dama o prodigio,
que a las mejillas de nácar
le dan perlas por rocío.
Las negras y luengas trenzas
con negligente prendido
dan más blancura a su frente,
dan a sus ojos más brillo,
dan más carmín a sus labios
de amor poderoso hechizo,
dibujando un albo cuello
y un seno de ángeles nido;
pues viendo en él agrupados
a los dos infantes lindos,
el llamarle de esta suerte
no es exagerado estilo.
El mancebo, armado, muestra,
en aspecto y atavío,
de su linaje lo ilustre
y de su cuna lo rico.
Es el noble don Alonso
de Córdoba, que cautivo
de un amor firme, combate
por salir de un laberinto.
Del gran marqués de Alcaudete
hermano, y aun presuntivo
heredero, aquella hermosa
ha tiempo tiene consigo,
con disgusto y con despecho,
no solo del marqués mismo,
sino de otros dos hermanos
capitanes de gran brío,
que en las huestes españolas
con el de Pescara invicto,
para avalorar su nombre
ocupan honroso sitio.
La dama, en ilustre sangre,
al joven esclarecido
no iguala, es cierto, mas junta
a los altos atractivos
de la gracia y la belleza,
del donaire y señorío,
y de los ojos de fuego,
y del hablar argentino,
tal bondad y tal ternura,
tan cultivado y pulido
entendimiento y modales
tan dulces, gratos y finos,
que de don Alonso tienen
disculpa los extravíos,
por prenda en quien tantas dotes
colocar el cielo quiso;
pues amor y entendimiento
y valor, siempre se ha dicho
que igualarlo pueden todo:
y no es error el decirlo.
Ella es honrada, aunque humilde,
y para hombre bien nacido
el honor de las mujeres
no es juguete de capricho.
Y si es que tiene de padre
ya la obligación consigo,
con Dios y con los sensatos
se ve en grande compromiso.
Don Alonso, caballero
de tan altos requisitos,
cuando va a exponer la vida
a un inminente peligro
(siempre solemne momento
en que entra el hombre en sí mismo,
porque voces que no mienten
le dan interiores gritos),
revuelve allá en su cabeza
mil encontrados arbitrios
para entre el mundo y el cielo
encontrar algún camino.
Su pecho es campo en que luchan
irritados enemigos,
preocupaciones, afectos,
miramientos y cariños.
Y con los brazos cruzados,
el rostro helado y marchito,
desencajados los ojos,
convulsos los labios fríos,
hecha pedazos el alma,
el corazón derretido,
quisiera que un rayo ardiente
le clavara en aquel sitio.
La dama, que no sospecha
el confuso laberinto
en que se pierde su amante,
demudado y discursivo,
creyendo que el amor sólo
detiene su heroico brío,
en momento en que el retardo
pone el honor en peligro,
sollozando: «¿Qué os detiene,
-dice-, amado dueño mío,
cuando las tropas os llaman
y os espera el enemigo?
»Volad, que yo no os detenga;
volad, señor, os suplico,
vuestro nombre y vuestra fama
son antes que yo y mis hijos.»
De tal labio, don Alonso,
al escuchar tal aviso,
que fue del honor espuela
y del amor incentivo,
en sí torna, se resuelve,
y dando un largo suspiro,
como lo da el que cansado
sale de un profundo abismo:
«Decís bien, señora -exclama-;
mas venid a ser testigo
de que pago cuanto debo
a Dios, a vos y a mí mismo.»
Cálase el yelmo; del brazo
en frenético delirio
ase a la dama, que aprieta
contra su seno a los niños.
Sale con ella y con ellos,
monta en el overo altivo,
acomoda en la gurupa
a su dama y a sus hijos,
y hacia el campo de batalla
a escape toma el camino,
en velocidad y en fuego
rayo o disparado tiro.
Todos cuantos le esperaban
reconócenlo al proviso,
de que traiga, avergonzados,
tal embarazo consigo.
La lenguaraz soldadesca
prorrumpe en picantes dichos,
pues no hay respeto que imponga
freno al vulgacho maligno.
Y los dos nobles hermanos
de don Alonso, ofendidos,
de enojo y cólera ciegos,
en tierra los ojos fijos,
temiéndose nueva afrenta
en tal hora y en tal sitio,
con las viseras esconden
los rostros excandecidos.
III - El caballero
Sin templar las flojas bridas,
ni dar descanso a la espuela,
el ilustre don Alonso
a do están los tercios llega;
dando al desprecio las burlas,
sordo haciéndose a la befa
de licenciosos soldados
y de desatadas lenguas,
ante el marqués de Pescara,
que siente tal ocurrencia,
y que está suspenso y grave,
pone fin a la carrera.
Desocupa los arzones,
a niños y madre apea,
y con firme acento dice,
alzándose la visera:
«Marqués de Pescara egregio,
pues circula en vuestras venas
sangre tan noble y cristiana
como el mundo reverencia,
»no extrañaréis el que un noble,
que de cristiano se precia,
sus obligaciones cumpla
y satisfaga sus deudas;
»ni que un valiente soldado
que a combatir marcha, quiera
para entrar con más empeño,
dejar mayores riquezas.
»Ni que tranquila su alma
al lance llevar pretenda,
porque si es del valor centro,
mayor valor hay en ella.
»Yo estoy obligado y debo,
mil bienes se me presentan
que asegurar, y mi alma
la tranquilidad anhela.
»Bajo vuestro patrocinio
cumpla, pues, pague, enriquezca,
mi alma tranquilice, y obre
según Dios y mi conciencia.
»Al capellán que os asiste
mandadle, señor, que venga,
y que me case ahora mismo
aquí con doña Teresa.
»Y bendecido mi enlace,
estos dos ángeles sean
hijos legítimos míos,
purgados de toda afrenta.
»Y si el cielo dispusiese
que yo caiga en la pelea,
habrá quien me sustituya
en lealtad y en fortaleza.»
Calló; y el Pescara insigne
y los jefes que le cercan,
conmovidos y admirados,
tan cristiano empeño aprueban.
Viene el capellán al punto
en una mula; se apea,
de don Alonso elogiando
acción tan gallarda y buena.
Entusiasmo por las filas
cunde con la extraña nueva,
porque una acción generosa
tiene mágica influencia.
Y un ejército, testigo
siendo de la boda, hecha
fue con los sagrados ritos
que a sacramento la elevan.
Desmáyase la señora,
y en los brazos la sustenta
su esposo, que a entrambos niños
contra la coraza aprieta.
Se enternece el sacerdote,
Pescara los brazos echa
al regocijado novio,
y da mil enhorabuenas.
El ejército, de vivas,
admirado el aire llena.
Vienen los amigos todos,
todos los curiosos llegan.
Y de don Alonso entonces
ya no tienen resistencia
los enojados hermanos,
y entre sus brazos lo estrechan;
y despojándose afables
de anillos y de cadenas,
unos dan a su cuñada,
otros en los niños cuelgan.
De cordialidad, de gozo,
y de dicha tal escena
formando, en aquel momento,
que a un mármol enterneciera.
Pero los instantes urgen:
don Alonso, activo, ordena
a su esposa y a sus hijos
retirar de allí a gran priesa;
porque ya silban las balas,
y ya cruzan las saetas,
y las trompas y atambores
dan de combatir la seña;
y cabalgando ligero,
la lanza en la cuja puesta,
vuelto al marqués de Pescara
dice así con voz resuelta:
«Por uno antes combatía,
porque uno tan solo era,
mas hoy combatir por cuatro
quiero que el mundo me vea:
»Por mí, por mis tiernos hijos
y por mi esposa discreta:
Vos veréis, caudillo excelso,
si sé hacerlo, aunque perezca.»
Revuelve el potro, la lanza
en el ristre a punto puesta.
Y en lo más trabado y recio
entrose de la pelea.
Síguenle sus dos hermanos;
y de los tres las proezas
en aquel tremendo día,
que a España de gloria llena
fueron tales, que lograron
aplausos y recompensas,
y en el clarín de la fama
nombre inmortal, gloria eterna.
Ángel De Saavedra
De trompas y de atambores
retumba marcial estruendo,
que en las torres de Pavía
repite gozoso el eco,
porque a libertarlas viene
de largo y penoso cerco
el ejército del César
contra el del francés soberbio.
Aquel reducido y corto,
este numeroso y fiero;
el uno descalzo y pobre,
el otro de galas lleno.
Pero el marqués de Pescara,
hijo ilustre y predilecto
del valor y la victoria,
tiene de aquel el gobierno.
Porque los jefes ancianos
y los príncipes excelsos
que lo mandan, se someten
a su fortuna y su esfuerzo;
y en él gloriosos campean
los invictísimos tercios
españoles, cuya gloria
es pasmo del universo.
Manda las francesas huestes
el rey Francisco primero,
que ve las del quinto Carlos
con orgulloso desprecio.
Y juzgando un imposible
que osen venir a su encuentro
con tan cortos escuadrones,
con tan escasos pertrechos,
no a la batalla, al alcance
prepárase, repitiendo:
«Para la cobarde fuga
levantan el campamento.»
En tanto de él, en buen orden
y en sosegado concierto
(después de dar a las llamas
y de hacer pasto del fuego
las tiendas y los reparos,
las barracas y repuestos),
salen a coger laureles
los imperiales guerreros,
de Nápoles el ilustre
visorrey al frente de ellos,
en un caballo rüano,
que es del Vesubio remedo.
Ricas armas refulgentes,
en que dan vivos destellos
las labores de oro y plata
del sol naciente al reflejo
lleva, y sobre el rico almete,
en la cimera sujeto,
penacho amarillo y rojo,
que mece apacible viento.
Cien alabardas de escolta
cércanle; delante, enhiesto,
va su pendón, y le siguen
personajes de respeto.
En el escuadrón segundo,
de un arnés blanco cubierto,
y de un sayo de brocado,
en un frisón corpulento
pasa de Borbón el duque:
¡lástima que tan egregio
príncipe, contra su patria
y su rey combata ciego!
Entre los varios señores
y famosos caballeros
que le acompañan, descuella
por lo galán y lo apuesto
el joven marqués del Vasto,
armado de azules veros,
con blancas y azules plumas,
gallardas alas del yelmo.
En un pisador castaño
que con la espuma del freno,
escarcha en copos de plata
los azules paramentos,
su destreza de jinete,
con corvetas y escarceos,
y su agilidad de mozo
va, presumido, luciendo.
Tras de este escuadrón segundo
marcha el escuadrón tercero,
y Alarcón a su cabeza,
cana barba, rostro serio,
armas fuertes, mas sin brillo,
corcel alto, duro, recio,
una refornida lanza
que empuña un puño de hierro;
sin visera ni penacho,
capacete de gran peso,
y sobreveste y gualdrapa,
ambas de velludo negro,
sin recamadas insignias,
sin divisas ni embelecos,
eran, como lo era siempre,
su simple y marcial arreo.
Siguen tras los hombres de armas
los escuadrones ligeros,
y de Cívita-Santángel
el marqués al frente de ellos.
Joven, valiente y gallardo,
ignorando va risueño
que a manos de un rey la muerte
le aguarda a pocos momentos.
Rico y galán sayo viste
de purpúreo terciopelo:
¡Harto pronto con su sangre
más purpúreo ha de ponerlo!
De un cuartago de Calabria,
causa de su fin funesto,
rige las flexibles bridas,
que cortadas serán luego.
Las triunfadoras banderas
donde desarrolla el viento
los castillos y leones,
ya de dos mundos respeto,
y que adorna la fortuna
de palma y laurel eternos,
dondequiera que tremolan
en entrambos hemisferios,
la invencible infantería
de los españoles tercios,
en bien formadas escuadras,
sigue por lado diverso.
Descalza, pero contenta;
pobre, mas de noble esfuerzo
tan rica, que a sus hazañas
es el orbe campo estrecho.
El valor y gracia reinan,
y de la muerte el desprecio,
en sus ordenadas filas,
de frugalidad modelo,
y que de vencer seguras
llenan de coplas el viento,
con apodos y con vayas
de andaluces a gallegos.
A sus bravos capitanes,
humildes obedeciendo,
forman un bosque de picas
cuyas puntas son luceros,
y donde los arcabuces,
preñados de rayo y trueno,
van pronto a llenar el aire
de humo, plomo, muerte y miedo.
Allí el capitán Quesada,
allí el capitán Cisneros,
y Santillana, el alférez,
y Bermúdez, el sargento,
y Roldán el sevillano,
extremado arcabucero,
y mil y mil allí estaban,
gloria del hispano suelo,
cuyos inmortales nombres
la fama guarda del tiempo,
y al pronunciarlos palpita
de todo español el pecho.
Con un limpio coselete,
del sol envidia y espejo,
con celada borgoñona
sin cimera ni plumero,
y con sus calzas de grana,
y con su jubón eterno
de raso carmesí, llega
después de dejar dispuesto
como caudillo el ataque,
y como caudillo experto,
el gran marqués de Pescara
en su tordillo ligero.
En su diestra centellea
un estoque de Toledo,
y un broquel redondo embraza
con una muerte en el medio.
Viene, y se coloca al frente
de los españoles tercios,
de sus planes y esperanzas
con gran razón fundamento.
Y con el semblante afable,
y con el rostro risueño,
responde a sonoros vivas
en sazonado gracejo.
Detrás de los españoles,
tardos marchan los tudescos,
que apiñados parecían
muro movible de cuerpos.
Sus amarillos pendones
las águilas del Imperio
ostentan, y lentamente
las siguen con gran silencio.
Micer Jorge de Austria, anciano
de gran valor y respeto,
va a su frente en un morcillo
que hunde donde pisa el suelo.
Lleva arnés empavonado,
y devoto hasta el extremo,
con franciscana capucha
el casco y gorjal cubiertos.
Las últimas que desfilan
y salen del campamento,
son las banderas de Italia
en pelotones pequeños.
Dos culebrinas de bronce
y una lombarda de hierro,
son toda la artillería
para tan terrible empeño.
Don César Napolitano,
caudillo bizarro y diestro,
y el capitán Papacodo
vienen a su frente puestos.
Ya los franceses cañones,
cuyo número era inmenso,
contra estas huestes lanzaban
muerte envuelta en humo y fuego.
Y ya viva escaramuza
se iba rápida encendiendo,
entre avanzados jinetes
y alentados ballesteros,
y aun del incendiado campo
llegan a ocupar sus puestos
a todo correr soldados,
y a escape los caballeros.
Solo entre tantos no acude,
cuando siempre es el primero,
el gallardo don Alonso
de Córdoba, y lo echan menos,
porque de un noble el retardo
en tan críticos momentos,
es mucho más reparable,
porque debe dar ejemplo.
Y por esperarle todos
miran hacia el campamento,
donde con grande sorpresa
ven, y quédanse suspensos,
que su tienda solamente
no es ya de las llamas cebo,
y que aún intacta descuella
entre el general incendio.
II - La tienda
Entre humos, llamas, cenizas,
que volando en remolinos
del abandonado campo,
al sol ofuscan el brillo,
de don Alonso la tienda
tiene desde lejos fijos
de la multitud los ojos,
la atención de sus amigos.
Aderezado un overo
cerca de ella, altos relinchos
da, y huella y escarba el polvo,
no cabiendo ya en sí mismo.
Porque la mano en el diestro
tiene sujeto su brío
un paje, que también tiene
un lanzón con pendoncillo.
Están dentro de la tienda,
a un lado, sentada en rico
almohadón de terciopelo
sobre tapete morisco,
una gallarda señora
con semblante dolorido,
teniendo en sus bellos brazos
dos hermosísimos niños.
Y en pie, a su frente, un joven
de brillante arnés vestido,
la cabeza sin almete
y el rostro contemplativo.
Dos luceros son los ojos
de aquella dama o prodigio,
que a las mejillas de nácar
le dan perlas por rocío.
Las negras y luengas trenzas
con negligente prendido
dan más blancura a su frente,
dan a sus ojos más brillo,
dan más carmín a sus labios
de amor poderoso hechizo,
dibujando un albo cuello
y un seno de ángeles nido;
pues viendo en él agrupados
a los dos infantes lindos,
el llamarle de esta suerte
no es exagerado estilo.
El mancebo, armado, muestra,
en aspecto y atavío,
de su linaje lo ilustre
y de su cuna lo rico.
Es el noble don Alonso
de Córdoba, que cautivo
de un amor firme, combate
por salir de un laberinto.
Del gran marqués de Alcaudete
hermano, y aun presuntivo
heredero, aquella hermosa
ha tiempo tiene consigo,
con disgusto y con despecho,
no solo del marqués mismo,
sino de otros dos hermanos
capitanes de gran brío,
que en las huestes españolas
con el de Pescara invicto,
para avalorar su nombre
ocupan honroso sitio.
La dama, en ilustre sangre,
al joven esclarecido
no iguala, es cierto, mas junta
a los altos atractivos
de la gracia y la belleza,
del donaire y señorío,
y de los ojos de fuego,
y del hablar argentino,
tal bondad y tal ternura,
tan cultivado y pulido
entendimiento y modales
tan dulces, gratos y finos,
que de don Alonso tienen
disculpa los extravíos,
por prenda en quien tantas dotes
colocar el cielo quiso;
pues amor y entendimiento
y valor, siempre se ha dicho
que igualarlo pueden todo:
y no es error el decirlo.
Ella es honrada, aunque humilde,
y para hombre bien nacido
el honor de las mujeres
no es juguete de capricho.
Y si es que tiene de padre
ya la obligación consigo,
con Dios y con los sensatos
se ve en grande compromiso.
Don Alonso, caballero
de tan altos requisitos,
cuando va a exponer la vida
a un inminente peligro
(siempre solemne momento
en que entra el hombre en sí mismo,
porque voces que no mienten
le dan interiores gritos),
revuelve allá en su cabeza
mil encontrados arbitrios
para entre el mundo y el cielo
encontrar algún camino.
Su pecho es campo en que luchan
irritados enemigos,
preocupaciones, afectos,
miramientos y cariños.
Y con los brazos cruzados,
el rostro helado y marchito,
desencajados los ojos,
convulsos los labios fríos,
hecha pedazos el alma,
el corazón derretido,
quisiera que un rayo ardiente
le clavara en aquel sitio.
La dama, que no sospecha
el confuso laberinto
en que se pierde su amante,
demudado y discursivo,
creyendo que el amor sólo
detiene su heroico brío,
en momento en que el retardo
pone el honor en peligro,
sollozando: «¿Qué os detiene,
-dice-, amado dueño mío,
cuando las tropas os llaman
y os espera el enemigo?
»Volad, que yo no os detenga;
volad, señor, os suplico,
vuestro nombre y vuestra fama
son antes que yo y mis hijos.»
De tal labio, don Alonso,
al escuchar tal aviso,
que fue del honor espuela
y del amor incentivo,
en sí torna, se resuelve,
y dando un largo suspiro,
como lo da el que cansado
sale de un profundo abismo:
«Decís bien, señora -exclama-;
mas venid a ser testigo
de que pago cuanto debo
a Dios, a vos y a mí mismo.»
Cálase el yelmo; del brazo
en frenético delirio
ase a la dama, que aprieta
contra su seno a los niños.
Sale con ella y con ellos,
monta en el overo altivo,
acomoda en la gurupa
a su dama y a sus hijos,
y hacia el campo de batalla
a escape toma el camino,
en velocidad y en fuego
rayo o disparado tiro.
Todos cuantos le esperaban
reconócenlo al proviso,
de que traiga, avergonzados,
tal embarazo consigo.
La lenguaraz soldadesca
prorrumpe en picantes dichos,
pues no hay respeto que imponga
freno al vulgacho maligno.
Y los dos nobles hermanos
de don Alonso, ofendidos,
de enojo y cólera ciegos,
en tierra los ojos fijos,
temiéndose nueva afrenta
en tal hora y en tal sitio,
con las viseras esconden
los rostros excandecidos.
III - El caballero
Sin templar las flojas bridas,
ni dar descanso a la espuela,
el ilustre don Alonso
a do están los tercios llega;
dando al desprecio las burlas,
sordo haciéndose a la befa
de licenciosos soldados
y de desatadas lenguas,
ante el marqués de Pescara,
que siente tal ocurrencia,
y que está suspenso y grave,
pone fin a la carrera.
Desocupa los arzones,
a niños y madre apea,
y con firme acento dice,
alzándose la visera:
«Marqués de Pescara egregio,
pues circula en vuestras venas
sangre tan noble y cristiana
como el mundo reverencia,
»no extrañaréis el que un noble,
que de cristiano se precia,
sus obligaciones cumpla
y satisfaga sus deudas;
»ni que un valiente soldado
que a combatir marcha, quiera
para entrar con más empeño,
dejar mayores riquezas.
»Ni que tranquila su alma
al lance llevar pretenda,
porque si es del valor centro,
mayor valor hay en ella.
»Yo estoy obligado y debo,
mil bienes se me presentan
que asegurar, y mi alma
la tranquilidad anhela.
»Bajo vuestro patrocinio
cumpla, pues, pague, enriquezca,
mi alma tranquilice, y obre
según Dios y mi conciencia.
»Al capellán que os asiste
mandadle, señor, que venga,
y que me case ahora mismo
aquí con doña Teresa.
»Y bendecido mi enlace,
estos dos ángeles sean
hijos legítimos míos,
purgados de toda afrenta.
»Y si el cielo dispusiese
que yo caiga en la pelea,
habrá quien me sustituya
en lealtad y en fortaleza.»
Calló; y el Pescara insigne
y los jefes que le cercan,
conmovidos y admirados,
tan cristiano empeño aprueban.
Viene el capellán al punto
en una mula; se apea,
de don Alonso elogiando
acción tan gallarda y buena.
Entusiasmo por las filas
cunde con la extraña nueva,
porque una acción generosa
tiene mágica influencia.
Y un ejército, testigo
siendo de la boda, hecha
fue con los sagrados ritos
que a sacramento la elevan.
Desmáyase la señora,
y en los brazos la sustenta
su esposo, que a entrambos niños
contra la coraza aprieta.
Se enternece el sacerdote,
Pescara los brazos echa
al regocijado novio,
y da mil enhorabuenas.
El ejército, de vivas,
admirado el aire llena.
Vienen los amigos todos,
todos los curiosos llegan.
Y de don Alonso entonces
ya no tienen resistencia
los enojados hermanos,
y entre sus brazos lo estrechan;
y despojándose afables
de anillos y de cadenas,
unos dan a su cuñada,
otros en los niños cuelgan.
De cordialidad, de gozo,
y de dicha tal escena
formando, en aquel momento,
que a un mármol enterneciera.
Pero los instantes urgen:
don Alonso, activo, ordena
a su esposa y a sus hijos
retirar de allí a gran priesa;
porque ya silban las balas,
y ya cruzan las saetas,
y las trompas y atambores
dan de combatir la seña;
y cabalgando ligero,
la lanza en la cuja puesta,
vuelto al marqués de Pescara
dice así con voz resuelta:
«Por uno antes combatía,
porque uno tan solo era,
mas hoy combatir por cuatro
quiero que el mundo me vea:
»Por mí, por mis tiernos hijos
y por mi esposa discreta:
Vos veréis, caudillo excelso,
si sé hacerlo, aunque perezca.»
Revuelve el potro, la lanza
en el ristre a punto puesta.
Y en lo más trabado y recio
entrose de la pelea.
Síguenle sus dos hermanos;
y de los tres las proezas
en aquel tremendo día,
que a España de gloria llena
fueron tales, que lograron
aplausos y recompensas,
y en el clarín de la fama
nombre inmortal, gloria eterna.
Ángel De Saavedra
Roana Varela- Moderadora
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