EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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EL FOGONERO. UN FRAGMENTO

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Mensaje por Arjona Dalila Rosa Miér Oct 04, 2023 8:53 pm

EL FOGONERO. UN FRAGMENTO


Cuando el joven de dieciséis años, Karl Romann, que había sido enviado por sus padres a América porque lo había seducido una sirvienta y había tenido un hijo de él, entró en el puerto de Nueva York a bordo de un barco que había reducido considerablemente su marcha, contempló la estatua de la diosa de la Libertad, visible ya desde hacía tiempo, como iluminada por un resplandor repentino de luz solar. Su brazo, portando la espada, se elevaba con ímpetu renovado y en torno a su figura soplaban los libres vientos.

«¡Qué alta!» —se dijo, y como no pensaba en apartarse, fue empujado por las olas de mozos de equipaje que le adelantaban, hasta llegar a la borda del barco.

Un joven, al que había conocido de un modo fugaz durante la travesía, le dijo al pasar a su lado:

—¿No tiene ganas de desembarcar?

—Yo ya estoy listo —dijo Karl sonriéndole, y a continuación levantó su maleta sobre el hombro por altivez y porque era un joven fuerte. Pero al ver que su conocido se alejaba en compañía de los demás, balanceando ligeramente el bastón, se dio cuenta consternado de que había olvidado su paraguas abajo, en el interior del barco. Rápidamente pidió a su conocido, que no pareció muy feliz por ello, que fuese tan amable de esperar un instante al lado de su maleta; se hizo una idea del lugar en que estaba para poder regresar sin problemas al mismo sitio y se dio prisa. Abajo encontró, para su desconsuelo, que el pasillo por el que habría acortado considerablemente su camino estaba cerrado por primera vez, lo que sin duda se debía al desembarco de los pasajeros. Por esta razón, se vio obligado a buscar el camino con dificultad a través de innumerables pequeñas estancias, por escaleras cortas que se sucedían interminables, por corredores sinuosos, a través de un camarote vacío con un escritorio abandonado, hasta que, como sólo había hecho este camino una o dos veces en compañía de otros muchos, se perdió irremediablemente. En su confusión, ya que no encontraba a ninguna persona y no dejaba de oír el roce de los miles de pies, así como, desde la lejanía, los últimos estertores de las máquinas ya paradas, comenzó a golpear sin pensar en una pequeña puerta, ante la que se había detenido su extraviado caminar.

—Está abierto —gritaron desde el interior, y Karl abrió la puerta con un suspiro de satisfacción.

—¿Por qué golpea la puerta como un loco? —preguntó un hombre gigantesco, apenas vio a Karl. A través de alguna claraboya, como si llegase ya gastada de la cubierta del barco, una luz turbia penetraba en el triste camarote, en el cual había una cama, un armario, una silla, y el hombre, permaneciendo todos juntos, como si hubiesen sido almacenados.

—Me he perdido —dijo Karl—, durante la travesía no me había dado cuenta, pero es un barco enorme.

—Sí, tiene razón —dijo el hombre con algo de orgullo, sin dejar de presionar con ambas manos el pestillo de un maletín, tratando de escuchar el ruido al cerrarse.

—¡Pero entre, no se quede ahí! —dijo el hombre a continuación—. No querrá permanecer ahí fuera, de pie, todo el rato. —¿No molesto? —preguntó Karl. —¡Bah, cómo va a molestar!
—¿Es usted alemán? —intentó asegurarse Karl, ya que había oído de los peligros que amenazaban a los recién llegados al toparse especialmente con irlandeses.
—Lo soy, lo soy —dijo el hombre.

Karl aún dudaba. Entonces el hombre asió sin más el picaporte y empujó la puerta, que cerró con rapidez, dejando a Karl en el interior del camarote.

—No puedo soportar cuando me miran desde el pasillo —dijo el hombre, que volvió a ocuparse con el maletín—. Eso de que todo el que pase pueda ver lo que hago, no lo aguanto.

—Pero el pasillo está completamente vacío —dijo Karl, incómodo por estar aprisionado contra las patas de la cama.

—Sí, ahora —dijo el hombre.

«Precisamente de “ahora” se trata» —pensó Karl—. «Resulta difícil hablar con este hombre».

—Siéntese en la cama, ahí tendrá más espacio —dijo el hombre.

Karl trepó como pudo y rió cuando fracasó en su primer intento. Apenas lo consiguió, exclamó:

—¡Dios mío, he olvidado mi maleta! —¿Dónde está?
—Arriba, en la cubierta. Un conocido cuida de ella. —¿Cómo se llama?
Karl sacó una tarjeta de visita de un bolsillo secreto que su madre le había cosido en el forro de la chaqueta.

—Butterbaum, Franz Butterbaum. —¿Necesita usted la maleta? —Naturalmente.
—¿Y entonces por qué se la ha confiado a un extraño?

—He olvidado abajo mi paraguas y corría a recuperarlo, pero no quería llevar arrastrando la maleta. Luego me perdí.
—¿Está usted solo? ¿Sin acompañantes? —Sí, solo.
«Quizá debería fiarme de este hombre» —se le pasó a Karl por la cabeza—, «pues dónde podría encontrar un amigo mejor».

—Y ahora, por añadidura, ha perdido la maleta. Del paraguas, para qué hablar.

Y el hombre se sentó en la silla, como si el asunto de Karl hubiese ganado en interés para él.

—Creo que la maleta todavía no está perdida.

—Bienaventurados los que creen —dijo el hombre, y se rascó con fuerza su pelo corto, oscuro y espeso—. En el barco cambian las costumbres con los puertos. En Hamburgo, su Butterbaum tal vez habría vigilado su maleta, aquí lo más probable es que no quede rastro de ninguno de los dos.

—En ese caso, tendré que ir de inmediato a comprobarlo —dijo Karl, y miró a su alrededor para ver por dónde podía salir.

—Quédese —dijo el hombre, y le empujó hacia la cama dándole un golpe brusco con la mano en el pecho.

—¿Por qué? —preguntó Karl enfadado.

—Porque no tiene ningún sentido —dijo el hombre—, además, dentro de un momento me iré yo también, así que podemos salir juntos. O han robado la maleta, por lo que ya no hay ayuda posible, o el hombre la ha abandonado allí, por lo que podremos encontrarla más fácilmente cuando el barco se halle vacío del todo. Lo mismo ocurrirá con su paraguas.

—¿Sabe orientarse en el barco? —preguntó Karl receloso, ya que le parecía que el argumento, por lo demás convincente, de que las cosas se encontrarían mejor en el barco abandonado, escondía algún truco.

—Yo soy fogonero del barco —dijo el hombre.

—¡Usted es fogonero! —exclamó Karl con alegría, como si eso colmase todas sus expectativas, y, apoyándose en el codo, miró al hombre con más detenimiento—. Precisamente en el camarote donde dormía con los eslovacos había una claraboya a través de la cual se podía ver la sala de máquinas.

—Sí, allí he trabajado yo —dijo el fogonero.

—Siempre me he interesado mucho por la técnica —dijo Karl, que siguió insistiendo sobre el mismo tema—, y hubiera llegado a ser ingeniero si no hubiera tenido que viajar a América.

—¿Por qué ha tenido que viajar?

—¡Ah, bah! —dijo Karl, y rechazó toda la historia de un manotazo. Al hacerlo miró sonriente al fogonero, como si le pidiese que mostrara indulgencia con lo que no le había confesado.

—Tendrá que haber un motivo —dijo el fogonero, pero no se sabía muy bien si con esa respuesta quería que le contaran el motivo o deseaba ahorrárselo.

—Ahora podría ser fogonero —dijo Karl—, a mis padres les es ya completamente indiferente lo que sea.

—Mi puesto se queda libre —dijo el fogonero, quien, a continuación, metió las manos en los bolsillos de un pantalón arrugado, color gris plomo, de un material parecido al cuero, y estiró las piernas sobre la cama. Karl tuvo que acercarse más a la pared.

—¿Abandona el barco?

—Sí, señor, hoy nos marchamos. —¿Por qué? ¿No le gusta la vida aquí?
—Así son las circunstancias; el que a uno le guste no siempre decide. Pero, por lo demás, tiene usted razón, no me gusta. Usted no dirá en serio eso de ser fogonero, aunque si es así lo más fácil es serlo. Yo se lo desaconsejo. Si quiso estudiar en Europa, ¿por qué no hacerlo aquí? Las universidades americanas son incomparablemente mejores que las europeas.

—Es posible —dijo Karl—, pero ya apenas tengo dinero para estudiar. He oído de alguien, es cierto, que trabajaba de día en un comercio y estudiaba por la noche. Llegó a hacer el doctorado y, según creo, fue alcalde, pero para eso se necesita mucha perseverancia, ¿verdad? Me temo que a mí me falta. Además, no fui lo que se podría llamar un buen estudiante. Dejar la escuela no me supuso ningún esfuerzo. Las escuelas aquí son quizá hasta más severas. Apenas puedo hablar inglés y aquí tienen prejuicios contra los extranjeros, según creo.

—¿También está al tanto de eso? Ah, bien, entonces es usted mi hombre. Sabe usted, estamos en un barco alemán. Pertenece a la línea Hamburgo-América, pero ¿por qué no somos aquí todos alemanes? ¿Por qué es el maquinista jefe un rumano? Se llama Schubal. Es increíble. Y ese perro vagabundo nos veja, a nosotros, los alemanes, ¡en un barco alemán! No se crea —se quedaba sin aire y agitaba las manos— que me quejo por quejarme, ya sé que usted no tiene la menor influencia y que es un pobre muchacho. ¡Pero es indignante! —y golpeó varias veces la mesa con el puño sin apartar la vista de él mientras lo hacía—. He servido en tantos barcos —y nombró sucesivamente más de veinte nombres como si fueran una sola palabra; Karl quedó confuso—, y me he distinguido en ellos, he sido elogiado, era un trabajador que satisfacía a sus capitanes, incluso permanecí varios años en el mismo mercante —se alzó como si hubiese sido el punto culminante de su vida—, pero en esta caja de zapatos, donde todo está reglamentado a cordón, donde no se necesita ingenio alguno, aquí no pinto nada, aquí siempre estoy estorbando a Schubal, soy un vago, sólo merezco que me despidan y recibo mi salario por misericordia. ¿Comprende usted eso? Yo, no.

—No debería tolerarlo —dijo Karl excitado. Ya no se sentía perdido, en el suelo inseguro de un barco, en la costa de un continente desconocido, tan bien se encontraba en la cama del fogonero—. ¿Ha visto al capitán? ¿Ha intentado que le haga justicia?

—¡Ah! Váyase, siga mejor su camino. No le quiero tener aquí. No escucha lo que le digo y encima me da consejos. ¡Cómo podría ir a ver al capitán! —y, cansado, el fogonero volvió a sentarse y puso el rostro entre las manos.

«No puedo dar un consejo mejor» —se dijo Karl. Y pensó que debería haber ido a recoger su maleta en vez de dar consejos que, por añadidura, se tomaban por tontos. Cuando el padre le entregó la maleta para siempre, preguntó en broma: «¿Cuánto tiempo serás capaz de conservarla?». Y ahora, tal vez, esa maleta tan cara se había perdido en serio. El único consuelo era que el padre, en su situación presente, no podría saberlo, aun en el caso de que investigara. La compañía marítima sólo podía informarle de que había llegado a Nueva York. No obstante, Karl lamentaba haber utilizado tan poco las cosas de la maleta, aunque, por ejemplo, hacía tiempo que necesitaba cambiar de camisa. Ahí había ahorrado innecesariamente. Ahora, cuando hubiera necesitado vestir con limpieza por estar al comienzo de su carrera, tendría que aparecer con una camisa sucia. Si no fuera por eso, la pérdida de la maleta no hubiera sido tan grave, pues el traje que llevaba era incluso mejor que el del interior de la maleta, el cual, en realidad, sólo era un traje de emergencia que la madre había estado remendando poco antes de la partida. Ahora se acordaba también de que en la maleta había un trozo de salami de Verona, que la madre había empaquetado como regalo especial, pero del que apenas había comido, ya que durante la travesía no había sentido apetito y la sopa que servían en el entrepuente le había bastado. Pero en ese instante le hubiera gustado tener a mano la chacina para hacer los honores al fogonero, pues es fácil ganarse a ese tipo de personas ofreciéndoles alguna pequeñez, eso lo sabía Karl de su padre, el cual se ganaba a todos los empleados inferiores con los que tenía contactos comerciales repartiéndoles cigarrillos. Para regalar, Karl se había quedado sólo con su dinero y, en el caso de que hubiera perdido la maleta, no quería tocarlo por el momento. Sus pensamientos volvieron de nuevo a la maleta, y no podía entender por qué la había vigilado con tanta atención durante la travesía, lo que casi le había costado el sueño, si luego había dejado que se la quitasen con tanta facilidad. Recordó las cinco noches durante las cuales un pequeño eslovaco, que dormía dos literas a la izquierda de donde él se encontraba, le resultó sospechoso, pues se fijaba demasiado en su maleta. Ese eslovaco parecía espiarle con la intención de apropiarse de su equipaje. Con la ayuda de una barra, con la que jugaba o practicaba durante todo el día, y cuando Karl cayera rendido y echara una breve cabezada, haría desaparecer, sin duda, el objeto codiciado. Ese eslovaco, a la luz del día, presentaba una apariencia lo suficientemente inocente, pero llegada la noche se incorporaba de vez en cuando y observaba la maleta de Karl con tristeza. Karl podía reconocerlo con claridad, pues siempre, en un momento u otro, alguien, con la intranquilidad propia del emigrante, encendía una luz, a pesar de estar prohibido por las ordenanzas del barco, y trataba de descifrar los folletos incomprensibles de la agencia de inmigración. Si se encendía una de esas luces en su cercanía, Karl podía adormilarse de nuevo, pero si se encendía más lejos o se permanecía en plena oscuridad, entonces se veía obligado a velar. Este esfuerzo lo había agotado, y ahora, quizá, había sido completamente inútil. Ese Butterbaum, ¡si pudiera toparse con él otra vez!

En ese momento resonaron afuera, en la lejanía, rompiendo la tranquilidad reinante, golpes cortos, como de pisadas infantiles, que se fueron aproximando con ruido creciente hasta sonar como una marcha tranquila de hombres. Era evidente que, a causa del estrecho pasillo, pasaban en fila; se oía un extraño tintineo, como de armas. Karl, que casi se había quedado dormido, olvidadas las preocupaciones por la maleta y el eslovaco, se asustó y empujó al fogonero para llamarle la atención, pues la procesión parecía haber llegado a la altura de la puerta.

—Ésa es la orquesta del barco —dijo el fogonero—, acaban de tocar arriba y ahora se van a hacer el equipaje. Ya está todo listo y podemos irnos. ¡Venga! —tomó a Karl de la mano, descolgó de la pared en el último momento una imagen enmarcada de la Virgen María, que luego guardó en un bolsillo interior de la chaqueta a la altura del pecho, cogió su maleta y abandonó a toda prisa el camarote con Karl.

—Ahora iré a la oficina y diré a los señores mi opinión. Ya no queda ningún pasajero a bordo, así que ya no me andaré con contemplaciones.

Esto mismo lo repitió el fogonero de distintas maneras, e intentó patear a una rata que se le cruzó en el camino, pero ésta fue más rápida y alcanzó a tiempo el agujero por el que desapareció. Era muy lento en sus movimientos, pues, aunque tenía las piernas largas, resultaban demasiado pesadas.

Pasaron por la cocina, donde algunas muchachas con delantales sucios —los manchaban intencionadamente— limpiaban la vajilla en grandes cubas. El fogonero llamó a una tal Line, rodeó su cadera con el brazo y la llevó un trecho a su lado. Ella se apretó coqueta contra su brazo.

—Ahora toca la liquidación, ¿quieres venir? —preguntó él.

—Para qué me voy a esforzar, tráeme tú el dinero —respondió, se zafó de su brazo y se fue—, ¿De dónde has sacado a ese chico tan guapo? —le dio tiempo a gritar, pero no pretendía ninguna respuesta. Se escucharon las risas de todas las muchachas, que habían interrumpido el trabajo.

Ellos siguieron adelante y llegaron ante una puerta que, en la parte superior, tenía un frontispicio sostenido por dos pequeñas y doradas cariátides. Para un barco de aquella condición, resultaba demasiado suntuoso. Karl se dio cuenta de que nunca había estado en esa parte del barco, la cual, durante la travesía, había quedado reservada, probablemente, a los pasajeros de primera y segunda clase, mientras que ahora, antes de comenzar con la gran limpieza general, habían retirado las puertas de separación. Ya se habían encontrado con hombres que llevaban escobas al hombro y que habían saludado al fogonero. Karl estaba asombrado ante tanto despliegue; en el entrepuente había percibido muy poco de todo eso. A lo largo de los pasillos corrían cables eléctricos y había una campana pequeña que no dejaba de sonar.

El fogonero tocó respetuoso a la puerta y, cuando alguien desde el interior exclamó «adelante», hizo una seña a Karl con la mano para que entrase sin miedo. Entró, pero se quedó de pie al lado de la puerta. A través de las tres ventanas de la cámara vio las olas del mar, y al contemplar sus alegres ondulaciones le dio un vuelco el corazón, como si no hubiera visto el mar durante los últimos cinco días. Grandes barcos entrecruzaban sus rumbos y cedían ante el oleaje tanto como lo permitía su gravitación. Si se los miraba con ojos entornados, esos barcos parecían balancearse por un peso desmesurado. En sus mástiles portaban estrechas, pero largas banderas, que aunque tensas por la marcha, ondeaban al viento. Resonaban salvas, probablemente de algún barco de guerra. Los cañones de un acorazado, que pasaba no muy lejos de donde se encontraban, resplandecían gracias al reflejo de su manto de acero, eran como acariciados por el curso seguro y suave del barco, curso que, sin embargo, no era del todo horizontal. Los barcos pequeños y los botes apenas eran discernibles, al menos desde la puerta, no obstante se podía observar en la lejanía cómo atravesaban los espacios libres dejados por los grandes barcos. Detrás de todo, sin embargo, se hallaba Nueva York, que contemplaba a Karl con los cientos de miles de ventanas de sus rascacielos. Sí, en aquella habitación uno sabía dónde estaba.

Sentados a una mesa redonda se encontraban tres señores: uno era un oficial del barco con uniforme azul de la marina, los otros dos eran funcionarios portuarios, con uniformes negros norteamericanos. Sobre la mesa había una pila de documentos que el oficial, con la pluma en la mano, recorría con la vista, a continuación, se los entregaba a los otros dos, quienes unas veces los leían, otras anotaban algo o bien guardaban alguno de los documentos en sus carteras, a no ser que uno de ellos, que hacía un ruidito continuo con los dientes, no dictara algo a sus colegas para el protocolo.

Junto a la ventana, frente a un escritorio, se sentaba, dando la espalda a la puerta, un hombre más pequeño, que manejaba grandes infolios, alineados en un anaquel a la altura de su cabeza. A su lado se hallaba una caja fuerte abierta y vacía, al menos a primera vista.

En la segunda ventana no había nada y, por consiguiente, ofrecía la mejor vista. Junto a la tercera ventana había dos hombres de pie, sumidos en una conversación a media voz. Uno de ellos se apoyaba en la ventana, llevaba también el uniforme de la marina y jugaba con la empuñadura de su sable. El que hablaba con él estaba situado mirando a la ventana y descubría de vez en cuando, al moverse, parte de las condecoraciones que adornaban el pecho del primero. Iba vestido de civil y empuñaba un delgado bastón de bambú, el cual, como el propietario apoyaba ambas manos en las caderas, semejaba también un sable.

Karl no tuvo mucho tiempo para verlo todo, pues pronto se acercó un ordenanza hasta ellos y preguntó al fogonero con la mirada, como si no pintase nada allí, qué quería. El fogonero respondió en el mismo tono bajo de voz en el que fue preguntado que quería hablar con el señor cajero jefe. El ordenanza rechazó, por su parte, la solicitud con un movimiento de la mano, pero fue de puntillas, evitando con un amplio rodeo la mesa redonda, hasta el señor de los infolios. Este señor —se vio con toda claridad— casi quedó paralizado al escuchar las palabras del ordenanza, aunque finalmente se volvió hacia el hombre que deseaba hablarle; a continuación, hizo ademanes de severo rechazo contra el fogonero y, para asegurarse, también contra el ordenanza. Éste regresó de nuevo hacia el fogonero y le dijo en un tono casi confidencial:

—¡Abandone de inmediato esta habitación!

El fogonero, después de esa respuesta, miró hacia abajo, hacia Karl, como si éste fuera su corazón ante el que, mudo, se lamentaba. Sin pensárselo dos veces, Karl salió corriendo y cruzó la habitación, rozando incluso al hacerlo la silla del oficial. El ordenanza salió detrás, agachado, con los brazos preparados para atraparlo como si fuera una alimaña, pero Karl llegó primero hasta la mesa del cajero jefe, a la que se asió, por si el ordenanza intentaba llevárselo de allí.

Naturalmente, toda la habitación se animó de inmediato. El oficial de la mesa saltó de su asiento; los señores del organismo portuario miraron tranquilos, pero con atención; los dos señores de la ventana se habían girado; el ordenanza, que creía estar precisamente en el lugar por el que los señores mostraban interés, retrocedió. El fogonero esperaba tenso junto a la puerta hasta el instante en que se necesitara su ayuda. Y finalmente, el cajero jefe giró su sillón hacia la derecha.

Karl hurgó entre los papeles de su bolsillo secreto, que no tuvo ningún reparo en mostrar a aquella gente, y sacó su pasaporte. En vez de presentarse, depositó el documento sobre la mesa. El cajero jefe pareció tenerlo por algo superfluo, pues puso despectivamente el pasaporte a un lado cogiéndolo con dos dedos, por lo que Karl, considerando que la formalidad había sido cumplida satisfactoriamente, se lo volvió a guardar.

—Me permito decir —comenzó—, que, según mi opinión, al señor fogonero se le ha hecho una injusticia. Hay aquí un tal Schubal que le hace la vida imposible. Él mismo ha servido en muchos barcos con plena satisfacción, y los puede nombrar todos; es diligente, hace bien su trabajo, y no se puede comprender por qué precisamente en este barco, donde el servicio no es tan pesado como, por ejemplo, en un velero mercante, supuestamente no cumple con su deber. Una difamación le impide continuar su actividad y le niega su justo reconocimiento, que, en otro caso, seguro que no le faltaría. He dicho lo más general sobre el asunto, él en persona les transmitirá las quejas más detalladas.

Karl se había dirigido con su discurso a todos los presentes, ya que, en realidad, todos escuchaban y, además, parecía más probable que entre todos ellos se encontrase un hombre justo, y no que ese justo fuera precisamente el cajero jefe. Por astucia, Karl había silenciado que conocía desde hacía tan poco tiempo al fogonero. Por lo demás, podría haber hablado mucho mejor si el rostro colorado del hombre con el bastón de bambú, rostro que veía por primera vez desde la nueva posición, no le hubiera confundido.

—Todo es cierto, palabra por palabra —dijo el fogonero, antes de que nadie le hubiera preguntado, aun antes de que nadie ni siquiera le hubiera mirado. Esa precipitación hubiera sido un gran error si el señor con las condecoraciones, que, como ahora Karl dilucidaba, se trataba del capitán, no hubiera decidido ya escuchar al fogonero. El capitán extendió la mano y gritó:

—¡Venga usted aquí! —la voz sonó fuerte, como para golpear sobre ella con un martillo. Ahora todo dependía de la conducta del fogonero, pues Karl no dudaba de la justicia de sus pretensiones.

Felizmente, en esa ocasión el fogonero mostró que era un hombre de mundo. Tranquilo, sacó sin dudar de su maletín un puñado de papeles, así como un libro de notas, con los que se dirigió, como algo evidente, e ignorando completamente al cajero jefe, hacia el capitán, ante el cual, en el alféizar de la ventana, extendió sus pruebas documentales. Al cajero jefe no le quedó otra alternativa que acudir hasta allí.

—Este hombre es un conocido litigante —dijo como explicación—, está más en la caja que en la sala de máquinas. Ha llevado a un hombre tan paciente como Schubal hasta la desesperación. ¡Escúcheme! —se volvió hacia el fogonero—. Esta vez lleva su impertinencia demasiado lejos. ¡Cuántas veces ha sido expulsado de la caja, como, por lo demás, se merece por sus reclamaciones completamente injustas, sin excepción! ¡Cuántas veces se dirigió usted, a continuación, hacia la tesorería! ¡Cuántas veces se le ha dicho con buenas palabras que Schubal es su superior, con el que usted, como subordinado, tiene que tratar estos asuntos! ¡Y ahora no se le ocurre otra cosa que venir aquí, cuando el capitán está presente, y no sólo no se avergüenza de molestarlo, sino que encima se sirve de este jovencito como portavoz presuntuoso de sus acusaciones de mal gusto, al que, por añadidura, veo por vez primera a bordo!

Karl retrocedió con violencia para abalanzarse hacia adelante, pero el capitán ya estaba allí, y dijo:

—Oigamos a este hombre una vez más; ese Schubal cada vez actúa con más independencia, con lo que no quiero decir nada a favor de usted.

Lo último se refería al fogonero, era natural que no se iba a poner de su parte desde el principio, pero todo parecía discurrir por el buen camino.

El fogonero comenzó sus explicaciones y se superó desde el principio al nombrar a Schubal con el tratamiento de «señor». Cómo disfrutaba Karl desde el escritorio abandonado por el cajero jefe, donde una y otra vez presionaba un pesacartas de puro placer.

«¡El señor Schubal es injusto! ¡El señor Schubal prefiere a los extranjeros! ¡El señor Schubal expulsó al fogonero de la sala de máquinas y le puso a limpiar retretes, lo que no es asunto de un fogonero!».

Una vez se dudó, incluso, de la competencia del señor Schubal, que más bien era aparente que real. En ese momento, Karl miró fijamente y con toda su fuerza al capitán, sin parpadear, como si fuese su colega, y sólo para que la expresión poco hábil del fogonero no lo perjudicase. No obstante, del discurso se deducían pocas precisiones y, aunque todavía se podía ver en los ojos del capitán la decisión de escuchar al fogonero hasta el final, al menos por esta vez, los otros señores comenzaron a mostrar cierta impaciencia, y la voz del fogonero ya no dominaba sin competencia la sala, lo que no hacía barruntar nada bueno. El primero fue el señor de civil, que comenzó a balancear el bastón y, aunque sin hacer apenas ruido, a golpear el suelo con él. Los otros señores, naturalmente, miraron de vez en cuando hacia allí; los de las instituciones portuarias, que carecían, a todas luces, de tiempo, tomaron de nuevo sus actas y, aunque algo ausentes, volvieron a leerlas; el oficial del barco retornó a su mesa; y el cajero jefe, que ya creía haber ganado la partida, lanzó un suspiro profundo de ironía. De la distracción general que se había apoderado de todos los presentes, sólo parecía haberse salvado el ordenanza, el cual participaba del dolor al que había quedado sometido aquel pobre hombre entre sus superiores, y miraba a Karl con seriedad, como si quisiera explicar algo.

Entretanto la vida portuaria proseguía ante la ventana; un barco de carga, plano, con una montaña de barriles, apilados milagrosamente para que no salieran rodando, pasó por delante y proyectó una sombra que casi oscureció toda la habitación; pequeñas motoras, que a Karl, si hubiera tenido tiempo, le hubiera gustado observar con detenimiento, zumbaban al compás de los movimientos bruscos de las manos de un hombre situado de pie, firme como un poste, ante el timón; peculiares cuerpos flotantes emergían aquí y allá del mar intranquilo para, a continuación, sumergirse otra vez y hundirse ante la mirada asombrada del espectador; los botes del transatlántico eran impulsados hacia adelante por marineros que remaban con fuerza, y llevaban en su interior a numerosos pasajeros que esperaban sentados, tranquilos y esperanzados, como se les había obligado a hacer, aunque algunos no pudieran evitar mover la cabeza hacia los distintos escenarios. ¡Un movimiento infinito, una intranquilidad contagiada a los hombres y a sus obras por los intranquilos elementos!

Todo aconsejaba celeridad, claridad, exposición exacta; pero ¿Qué hacía el fogonero? Se perdía en palabras bañado en sudor; hacía tiempo que ya no podía sostener los papeles en la ventana a causa de sus manos temblorosas; le surgían quejas sobre Schubal desde todas las direcciones del cielo, y cada una de ellas, según su opinión, habría bastado para enterrar definitivamente a Schubal; no obstante, sólo pudo ofrecer al capitán un triste y confuso galimatías de todas ellas. El señor con el bastón de bambú hacía tiempo que silbaba débilmente hacia el techo; los señores de la autoridad portuaria mantenían ya al oficial en su mesa y no hacían el menor gesto de volver a dejarlo libre; el cajero jefe no intervenía bruscamente en consideración a la paciencia que mostraba el capitán; el ordenanza esperaba en posición atenta a que el capitán impartiese en cualquier momento una orden referida al fogonero.

Karl no podía permanecer por más tiempo inactivo en esa situación. Por consiguiente, se acercó lentamente al grupo y pensó mientras se aproximaba, con rapidez, cómo podría enfocar el asunto con habilidad. Ya era tiempo, sólo un rato más, y ambos podrían escapar bien del despacho. El capitán parecía un buen hombre y, además, así lo creía Karl, tenía un motivo especial para mostrarse como un superior justo, pero tampoco era un simple instrumento con el que se pudiera jugar sin motivo ni razón —y precisamente así lo trataba el fogonero, aunque bien es verdad que esa actitud surgía de un corazón infinitamente ofendido.

Karl dijo entonces al fogonero:

—Debe usted explicarlo de un modo más simple, más claro, el capitán no puede valorar debidamente el asunto como usted lo cuenta. ¿Acaso puede conocer a todos los maquinistas y mozos recaderos por su apellido, o sólo por su nombre de pila, de tal manera que cuando usted los nombra pueda saber de inmediato de quién se trata? Ordene sus quejas, diga las más importantes primero y luego las restantes, tal vez ni siquiera sea necesario mencionar la mayoría de éstas. ¡A mí me lo ha descrito todo con tal claridad!

«Si se pueden robar maletas en América, también se puede mentir de vez en cuando» —pensó como disculpa.

¡Si hubiera podido ayudar en algo! ¿Sería ya demasiado tarde? El fogonero se calló de inmediato al oír la voz conocida, pero con sus ojos, llenos de lágrimas por el honor mancillado, por los recuerdos horribles y por su situación desesperada actual, ya no podía reconocer a Karl tan bien como antes. Cómo podría ahora —Karl contemplaba circunspecto el silencio del otro hombre—, cómo podría ahora cambiar de repente su forma de hablar, pues le parecía que ya había dicho todo lo que tenía que decir, aunque sin ningún reconocimiento, pero también, por otro lado, le parecía que no había dicho nada y ahora no podía obligar a aquel señor a escucharlo todo de nuevo. Y en ese instante saltaba Karl, su único aliado, y quería sugerirle una buena estrategia, aunque, en vez de eso, le mostraba que todo, todo estaba perdido.

«Si hubiera intervenido antes y no me hubiera entretenido mirando por la ventana» — se dijo Karl, y bajó el rostro ante el fogonero, llevando las manos a la costura del pantalón como signo de haber perdido toda esperanza.

Pero el fogonero interpretó mal su gesto, sospechó que Karl le hacía algún tipo de reproche y, con la buena intención de hablar con él, comenzó, para coronar sus actos, a discutir con Karl. Y precisamente en ese momento, cuando los señores de la mesa redonda hacía tiempo que estaban fastidiados por el ruido inútil que molestaba su trabajo, cuando el cajero jefe empezaba, lentamente, a no comprender la paciencia del capitán y se inclinaba por interrumpir la conversación, cuando el ordenanza, otra vez en el campo gravitatorio de sus jefes, comenzaba a dirigir miradas salvajes al fogonero, el señor del bastón de bambú, al que de vez en cuando el capitán lanzaba una mirada amable, ya del todo indiferente, sí, incluso molesta por el fogonero, sacó un pequeño cuaderno de notas, ocupado ostensiblemente en otros asuntos, y se dedicó a mirar alternativamente al cuaderno y a Karl.

—Ya sé, ya sé —dijo Karl, que ahora se esforzaba por defenderse del diluvio procedente del fogonero, aunque, a pesar de toda la disputa, todavía tenía una sonrisa amistosa para él.

—Tiene razón, tiene razón, no lo he dudado nunca. Le hubiera sujetado sus agitadas manos por miedo a que le golpeasen, aún más, hubiera preferido llevarle a una de las esquinas y susurrarle un par de palabras tranquilizadoras, que nadie más hubiera debido oír. Pero el fogonero estaba fuera de sí. Karl comenzó ahora a albergar una suerte de consuelo al pensar que el fogonero, en caso de extrema necesidad, y con la fuerza de la desesperación, podría imponerse a los siete hombres allí presentes. No obstante, en el escritorio, como una mirada fugaz revelaba, se encontraba una pieza superpuesta con múltiples botones de los conductos eléctricos; con sólo presionarlos se podía poner en estado de rebelión todos los pasillos infestados de hombres hostiles.

Entonces, el hombre tan desinteresado del bastón de bambú se acercó a Karl y a media voz, pero con claridad, amortiguando el griterío del fogonero, preguntó:

—¿Cómo se llama usted?

En ese instante, como si alguien hubiera esperado tras la puerta a esa pregunta, llamaron. El ordenanza miró hacia el capitán, éste asintió, así que el ordenanza se acercó a la puerta y la abrió. Fuera permanecía un hombre con una vieja chaqueta, de mediana estatura, por su aspecto exterior no muy indicado para el trabajo en las máquinas y, sin embargo, se trataba de Schubal. Si Karl no lo hubiera reconocido en todas las miradas, que expresaban cierta satisfacción, sin que el capitán quedara exento, lo podría haber hecho por el horror que mostraba el rostro del fogonero, quien cerró los puños con tal fuerza que hacerlo parecía lo más importante para él, ya que estaba dispuesto a sacrificar su vida. Así que reunió todas sus fuerzas, aun aquellas que le mantenían de pie.

Y allí estaba el enemigo, libre y fresco, en traje de fiesta, con un libro, probablemente la lista de salarios y datos laborales del fogonero, mirando con descaro a los ojos de todos los presentes para asegurarse del estado anímico de cada uno de ellos. Los siete eran ya amigos suyos, pues, aunque el capitán parecía haber tenido contra él algunas objeciones o, tal vez, simplemente se había querido curar en salud, después del sufrimiento que le había causado el fogonero, era muy probable que no tuviera que objetar a Schubal ni lo más mínimo. Contra hombres como el fogonero no se podían emplear métodos lo suficientemente severos, y si se le podía reprochar algo a Schubal, era la circunstancia de que no había podido romper a lo largo del tiempo la terquedad del fogonero, y por eso se había atrevido a comparecer ante el capitán.

Ahora se podría suponer que la confrontación del fogonero y Schubal no dejaría de causar la misma impresión ante aquel foro superior que ante los demás hombres, pues aunque Schubal pudiera simular muy bien, era indudable que no podría resistir hasta el final. Un breve destello de su maldad bastaría para hacerla visible al resto, de eso se encargaría Karl. Dicho sea de paso, ya conocía la inteligencia y los puntos débiles, los humores de cada uno de los señores y, desde esa perspectiva, no había desperdiciado el tiempo que había transcurrido. Sólo si el fogonero hubiera hecho mejor figura, pero ahora parecía completamente incapaz de luchar. Si hubieran traído a Schubal hasta él, hubiera golpeado su odiado cráneo con los puños. Pero era incapaz de recorrer los dos pasos que lo separaban de él. No obstante, ¿cómo Karl no había podido prever lo más previsible, que Schubal tendría que aparecer más tarde o más temprano, si no por propia voluntad, llamado por el capitán? ¿Por qué no había acordado con el fogonero, en el camino, un buen plan de batalla, en vez de, como en realidad habían hecho, entrar simplemente donde había una puerta, sin preparación alguna? ¿Estaría aún el fogonero en condiciones de decir sí o no, como sería necesario en el careo que tendría lugar en el mejor de los casos? Allí estaba, con las piernas abiertas, inseguras las rodillas, la cabeza algo levantada, y el aire saliendo y entrando por la boca abierta como si careciera de pulmones que pudieran asimilarlo.

Karl, sin embargo, se sentía tan fuerte y ágil de mente como nunca lo había estado en casa. ¡Si sus padres pudieran ver cómo él, en tierra extranjera, defendía el bien ante personas responsables y, aunque aún no hubiese podido cantar victoria, se aprestaba para la conquista final! ¿Cambiarían su opinión sobre él? ¿Lo sentarían entre ellos y lo alabarían? ¿Lo mirarían una vez, una sola vez con mirada afectuosa? ¡Preguntas inciertas y el momento menos idóneo para plantearlas!

—He venido porque creo que el fogonero me acusa de falta de probidad. Una muchacha de la cocina me dijo que le había visto en camino a este despacho. Señor capitán y todos los señores aquí presentes, estoy dispuesto a rebatir toda acusación con los documentos que traigo y, en caso de necesidad, mediante la declaración de testigos imparciales a quienes nadie ha aleccionado previamente, y que permanecen ante la puerta.

Así habló Schubal. Fue el discurso claro de un hombre y, al observar la modificación que se produjo en los gestos de los oyentes, se podría creer que oían por vez primera sonidos humanos. Sin embargo, no notaron que aun este discurso presentaba defectos. ¿Por qué la primera palabra especializada que se le había ocurrido era «falta de probidad»? ¿Acaso la acusación debería hacer hincapié aquí, en vez de en sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero en camino, ¿y Schubal había comprendido de inmediato? ¿No sería su conciencia culpable la que había agudizado su capacidad de comprensión? Y había traído testigos, denominándolos, por añadidura, «imparciales» y «no aleccionados». ¡Bribonería! ¡Nada más que bribonería! ¿Y los señores lo toleraban y reconocían como una conducta correcta? ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo entre la información de la muchacha de la cocina y su llegada? Por ninguna otra razón que para que el fogonero cansara tanto a los señores que éstos perdieran paulatinamente su capacidad de discernimiento, que era la que Schubal temía. ¿Acaso no había llamado a la puerta, después de permanecer con toda seguridad largo rato detrás de ella, justo en el instante en que creyó, como consecuencia de la pregunta secundaria de aquel señor, que el fogonero estaba perdido?

Todo estaba lo suficientemente claro, y así había sido expuesto por Schubal, si bien contra su voluntad, pero había que mostrárselo a aquellos señores, y de un modo más contundente. Necesitaban que los sacudieran. ¡Así que Karl, emplea con rapidez el tiempo antes de que entren los testigos e inunden la habitación!

Pero en ese preciso instante el capitán hizo un gesto negativo a Schubal, quien se hizo de inmediato a un lado —pues su oportunidad parecía haberse postergado—, y comenzó una conversación en voz baja con el ordenanza, que se había colocado a su lado, en la que no faltaron miradas sesgadas hacia el fogonero y Karl, así como ademanes con las manos que mostraban sus firmes convicciones. Schubal parecía preparar así su próximo discurso.

—¿No quería preguntarle algo al joven, señor Jakob? —dijo el capitán en medio de un silencio general al señor del bastón de bambú.

—Es cierto —respondió, haciendo una ligera inclinación para agradecer la atención. Y
preguntó de nuevo a Karl:

—¿Cómo se llama usted?

Karl, creyendo que iría en beneficio de la causa principal solucionar lo más rápido posible el contratiempo creado por el tozudo interrogador, respondió con brevedad y sin mostrar el pasaporte, como era su costumbre, ya que tendría que haberlo buscado:

—Karl Romann.

—Pero… —dijo el aludido con el nombre de Jakob, y retrocedió en principio incrédulo y sonriente. También el capitán, el cajero jefe, el oficial del barco, incluso el ordenanza mostraron claramente un asombro desmesurado al oír el nombre de Karl. Sólo los señores de la autoridad portuaria y Schubal permanecieron indiferentes.

—Pero… —repitió el señor Jakob y se acercó a Karl con pasos algo torpes—, entonces soy tu tío Jakob y tú eres mi querido sobrino. ¡Lo sospeché todo el tiempo! — dijo al capitán antes de abrazar y besar a Karl, quien dejó que todo ocurriera sin pronunciar palabra.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Karl con gran cortesía, una vez que sintió que lo habían soltado, pero sin mostrar ningún sentimiento, y se esforzó por prever las consecuencias que este nuevo acontecimiento podría traer consigo para el fogonero. Por el momento nada indicaba que Schubal pudiera salir beneficiado de la situación.

—Hágase una idea de su suerte, joven —dijo el capitán, que creía dañada la dignidad del señor Jakob por la pregunta de Karl. Aquél se había retirado hacia la ventana, a todas luces para ocultar su rostro conmovido, que, además, había tapado con un pañuelo—. Es el senador Edward Jakob, el que se ha presentado como su tío. Espera de usted, de ahora en adelante, y contra las expectativas albergadas hasta el momento presente, que usted haga una brillante carrera. Intente comprenderlo tan bien como pueda en este instante, ¡y cálmese!

—Yo tengo, es cierto, un tío Jakob en América —dijo Karl vuelto hacia el capitán—, hermano de mi madre, pero Jakob es nombre de pila, y si he comprendido bien, Jakob es simplemente el apellido del señor senador.

—Así es —dijo el capitán esperanzado.

—Bien, mi tío Jakob, el hermano de mi madre, tiene como nombre de pila Jakob, mientras que su apellido, naturalmente, tendría que coincidir con el de mi madre, nacida Bendelmayer.

—¡Señores! —exclamó el senador, que había regresado animado del lugar junto a la ventana en que se había recuperado emocionalmente, refiriéndose a la explicación de Karl. Todos, con excepción de los funcionarios portuarios, rompieron a reír, algunos como si estuvieran conmovidos, otros con actitud inescrutable.

«No creo que haya sido tan ridículo lo que he dicho, de ninguna manera» —pensó Karl.

—Señores —repitió el senador—, son testigos, contra mi voluntad y la suya, de una pequeña escena familiar, y no puedo evitar darles una explicación, pues, según creo, sólo el señor capitán —esta mención tuvo como consecuencia una ligera inclinación del aludido— está enterado de todo.

«Ahora tengo que prestar atención a cada palabra» —se dijo Karl, y se alegró al comprobar que la vida comenzaba a regresar al semblante del fogonero.

—Desde hace muchos y largos años de mi residencia en América —la palabra «residencia» no es muy conveniente aquí para el ciudadano americano con toda el alma que soy—, desde hace muchos años, digo, vivo completamente separado de mis parientes europeos, por motivos que, en primer lugar, no vienen al caso y, en segundo, me llevaría mucho tiempo explicar. Hasta temo, incluso, el instante en que, tal vez, estaré obligado a contárselo a mi querido sobrino, sin poder dejar de decir, lamentablemente, algunas palabras francas sobre sus padres y demás parientes.

«Es mi tío, no hay duda» —se dijo Karl, y continuó escuchando—, «quizá se ha cambiado de apellido».

—Mi querido sobrino ha sido —digamos la palabra que designa perfectamente la acción— expulsado, del mismo modo en que se pone a un gato de patitas en la calle, cuando molesta. De ningún modo pretendo suavizar lo que ha hecho mi sobrino, ni insinuar que no merece castigo, pero su culpa es tal que su simple mención contiene suficiente disculpa.

«Esto es digno de oírse» —pensó Karl—, «pero no quiero que se lo cuente a todo el mundo. Además, ¿de dónde puede haberlo sabido?».

—Él fue —continuó el tío y se apoyó, balanceándose ligeramente, en el bastón de bambú que sostenía, logrando quitarle la innecesaria solemnidad al asunto, que en otro caso, sin duda, habría poseído—, él fue seducido por una criada, Johanna Brummer, una mujer de 35 años de edad. De ningún modo quisiera molestar a mi sobrino al emplear la palabra «seducir», pero es bastante difícil encontrar otro término tan preciso para designarlo.

Karl, que ya se había acercado bastante a su tío, se volvió para comprobar la impresión que estaba ejerciendo el relato en los rostros de los presentes. Ninguno reía, todos escuchaban pacientes y con seriedad. Al fin y al cabo nadie se ríe del sobrino de un senador a la primera oportunidad que se ofrece. Más bien se podría decir que el fogonero, aunque muy poco, esbozaba una ligera sonrisa hacia Karl, lo que, primero, significaba un nuevo signo de vida satisfactorio y, segundo, era completamente disculpable, ya que Karl, en el camarote, había querido hacer del asunto, que ahora se hacía tan público, un secreto.

—Bien, esa tal Brummer —continuó el tío—, ha tenido un hijo de mi sobrino, un niño sano, que recibió el nombre de Jakob en la pila bautismal, sin duda en recuerdo a mi pequeñez, la cual, no obstante las menciones, seguramente de segundo orden, realizadas por mi sobrino, debió de impresionar a la muchacha. Por fortuna, pues, los padres, para evitar el pago de los alimentos o de otras necesidades derivadas del escándalo que les afectaba —no conozco, como debo acentuar, ni las leyes vigentes allí ni la situación de los padres—, obligaron a que mi querido sobrino fuese transportado a América, con una irresponsable carencia de medios de subsistencia, como se puede ver. No hubiera sido de extrañar que el joven, sin los signos y milagros que todavía se producen en América, abandonado a sí mismo, hubiera degenerado en alguna callejuela del puerto de Nueva York, si no se hubiera dirigido a mí esa muchacha de servicio por medio de una carta que, tras largo peregrinar, llegó anteayer a mis manos y por la que conocí toda la historia, además de una descripción personal de mi sobrino, y, sensatamente, el nombre del barco. Si me hubiera propuesto entretenerles, señores, no hubiera dudado en leerles algunos pasajes de esta carta —y sacó del bolsillo dos pliegos enormes, escritos con letra apretada y los agitó—. Seguro que tendría su efecto, ya que está escrita con una astucia simple, aunque benévola, y con mucho amor por el padre del niño. Pero no quiero entretenerles más de lo necesario, ni deseo herir los sentimientos de mi sobrino, que podrá leer la carta, si quiere, para su información, en la tranquilidad de la habitación que ya le espera.

Pero Karl ya no tenía el más mínimo sentimiento para esa mujer. En la aglomeración de imágenes pasadas, cada vez más lejanas, ella aparecía sentada en la cocina, junto a la alacena, apoyándose con el codo en una de las tablas. Ella lo contemplaba cuando él iba a la cocina a coger un vaso de agua para su padre o a cumplir un recado de su madre. A veces ella escribía cartas en un lugar incómodo, al lado de la alacena, y parecía buscar su inspiración en el rostro de Karl. A veces se tapaba los ojos con una de sus manos, signo de que no admitía ninguna conversación, otras veces se arrodillaba en su estrecha habitación, junto a la cocina, y rezaba ante una cruz de madera; en esos momentos, Karl, cuando pasaba de largo, la observaba con timidez por el resquicio que dejaba la puerta entornada. Algunos días corría alocada por la cocina, riendo como una bruja y retrocediendo cuando Karl se interponía en su camino. Otros días cerraba la puerta de la cocina cuando Karl estaba dentro y no dejaba el picaporte hasta que él pedía salir. De vez en cuando traía cosas que Karl no quería tener, pero que ella ponía silenciosa en sus manos. Una vez dijo «Karl» y lo llevó, mientras éste no salía de su asombro por el tratamiento tan familiar, hasta su pequeño cuarto, que cerró, sin cesar de suspirar y hacer muecas. Abrazó su cuello como si quisiera estrangularlo y, mientras le pedía que la desvistiera, fue ella quien realmente se dedicó a quitarle la ropa a él, llevándolo a continuación hasta la cama, como si no quisiera que nadie más se acercase a él, como si deseara acariciarle y cuidarle hasta el fin del mundo.

—¡Karl! ¡Oh, mi Karl! —exclamó, como si lo viera y al mismo tiempo confirmase su posesión, mientras él no podía ver ni lo más mínimo y se sentía incómodo entre las muchas y cálidas mantas que ella había acumulado, al parecer pensando en él. Luego, ella se echó a su lado y quiso saber alguno de sus secretos, pero él no le pudo revelar ninguno, por lo que ella se enfadó, en broma o en serio; lo sacudió, auscultó su corazón, ofreció su pecho para que él también oyera el suyo, cosa que no pudo conseguir; presionó su estómago desnudo contra el cuerpo del muchacho, buscó con la mano entre sus piernas de un modo tan repugnante que Karl sacó sacudiendo la cabeza y el cuello de la almohada; golpeó su cuerpo varias veces contra el estómago de él, le parecía como si ella formara parte de sí mismo y tal vez por este motivo le asaltó una horrible sensación de desamparo. Llorando, y después de escuchar muchos deseos de reencuentro, regresó finalmente a su cama. Eso había sido todo y, sin embargo, su tío había logrado fabricar una gran historia de todo ello. Y la cocinera había pensado en él, anunciando al tío su llegada. Había sido una bonita acción por su parte y él pensó en que algún día se la recompensaría.

—Y ahora —exclamó el senador— quiero oírte decir abiertamente si soy o no tu tío.

—¡Eres mi tío! —dijo Karl, y le besó la mano, recibiendo él a su vez un beso en la frente—. Estoy muy contento de haberte encontrado, pero te equivocas si crees que mis padres sólo hablan mal de ti. Pero aparte de eso, en tu historia has cometido algunos fallos, es decir, creo que no todo ha sucedido así en la realidad. No puedes juzgar tan bien las cosas desde aquí y pienso, además, que no provocará ningún daño irreparable, si a estos señores se les informa con cierta incorrección sobre algunos acontecimientos que no les incumben en demasía.

—Bien dicho —dijo el senador, quien llevó a Karl ante el capitán, visiblemente
interesado, y le preguntó:

—¿No tengo un sobrino magnífico?

—Estoy feliz —dijo el capitán con una inclinación que sólo gente con instrucción militar logra realizar— de haber podido conocer a su sobrino. Es un honor para mi barco haber sido el lugar de un encuentro tan especial. Pero la travesía en el entrepuente ha debido de ser bastante dura, sí, quién puede saber quiénes son los que viajan a bordo. Bien, hacemos todo lo posible para facilitar el viaje a los pasajeros del entrepuente, mucho más, por ejemplo, que las líneas americanas, pero hacer de semejante viaje un viaje de recreo todavía no lo hemos logrado del todo.

—No me ha perjudicado.

—¡No le ha perjudicado! —repitió riendo el senador.

—Bueno, temo haber perdido mi maleta —y al decir estas palabras recordó todo lo sucedido y todo lo que quedaba por hacer; miró a su alrededor y observó cómo todos los presentes, mudos de respeto y asombro, dirigían hacia él sus miradas desde sus puestos respectivos. Sólo en los rostros satisfechos y severos de los funcionarios portuarios se podía comprobar que lamentaban haber llegado en una hora tan inoportuna, y el reloj de bolsillo que tenían ante sí parecía ser para ellos mucho más importante que todo lo ocurrido en la habitación y, quizás, aun de lo que podría ocurrir.

El primero que, después del capitán, expresó sus felicitaciones fue, curiosamente, el fogonero.

—Le felicito de todo corazón —dijo, y estrechó la mano de Karl, con lo que él quería expresar algo parecido al reconocimiento. Cuando quiso dirigirse con las mismas palabras al senador, éste retrocedió, como si el fogonero se excediera en sus derechos; el fogonero renunció de inmediato.

El resto comprendió ahora lo que tenía que hacer, y formó un corro confuso alrededor de Karl y del senador. Así sucedió que Karl recibió una felicitación hasta de Schubal, la cual fue aceptada y agradecida. Por último, y cuando ya reinaba cierta tranquilidad, se acercaron los funcionarios portuarios y dijeron dos palabras en inglés, lo que causó una impresión ridícula.

El senador, con buen humor, disfrutaba recordando y narrando a los demás detalles de lo acaecido, lo que fue, naturalmente, no sólo tolerado por todos, sino recibido con muestras de interés. Así, comentó que había anotado en su cuaderno los rasgos distintivos de Karl mencionados en la carta, para hacer uso de ellos en el instante necesario. Durante la insoportable cháchara del fogonero había sacado el cuaderno de notas sólo para entretenerse y, como un simple juego, se había dedicado a comparar las observaciones de la cocinera, no precisamente correctas ni propias de un detective, con el aspecto de Karl.

—¡Y así se encuentra a un sobrino! —concluyó en un tono como si quisiera recibir de nuevo felicitaciones.

—¿Qué ocurrirá con el fogonero? —preguntó Karl, después del último relato del tío. Creía que en su nueva posición podía decir todo lo que pensaba.

—Al fogonero le ocurrirá lo que se merece —dijo el senador—, y lo que el capitán considere justo. Creo que del fogonero tenemos de sobra, lo que los presentes seguramente corroborarán.

—Eso no importa en un asunto de justicia —dijo Karl, situado entre el tío y el capitán, creyendo que quizás influido por su situación podría tener la decisión en sus manos.

Y, no obstante, el fogonero parecía haber perdido la esperanza. Permanecía con las manos metidas a medias en el cinturón del pantalón, el cual, debido a los movimientos causados por la excitación, había dejado asomar las rayas de una camisa con dibujos. Eso no le preocupaba lo más mínimo; se había quejado de su miseria, ahora que los demás habían visto algo de los harapos que cubrían su cuerpo, y después de que lo echaran. Imaginó que el ordenanza y Schubal, los dos de rango inferior entre los presentes, tendrían que hacerle el honor. Schubal se quedaría tranquilo y dejaría de desesperarse, como había mencionado el cajero jefe. El capitán podría volver a contratar rumanos, se hablaría rumano en todas partes, y quizás así funcionaría todo mucho mejor. Ningún fogonero parlotearía en la Caja principal, sólo su último discurso quedaría como alegre recuerdo, ya que, como el senador había declarado expresamente, había contribuido de un modo directo al encuentro con su sobrino. Con anterioridad, este sobrino había intentado serle de utilidad, y por el servicio prestado al encontrar al tío ya hacía tiempo que se lo había agradecido bastante. Al fogonero no se le ocurrió reclamar ahora algo de él. Por lo demás, por muy sobrino que fuera del senador, aún no era, ni mucho menos, un capitán, y de la boca del capitán terminaría saliendo la ominosa palabra. Siguiendo su convicción, el fogonero intentaba no mirar a Karl, pero por desgracia, en esa habitación llena de enemigos, sus ojos no encontraron ningún otro lugar de reposo.

—No interpretes mal la situación —dijo el senador a Karl—, tal vez se trate de justicia, pero también, al mismo tiempo, de disciplina. Ambas, y especialmente la segunda, se someten al juicio del señor capitán.

—Así es —murmuró el fogonero.

Quien lo oyó y pudo comprenderlo, sonrió con extrañeza.

—Además, hemos estorbado ya lo suficiente al capitán en sus funciones, las cuales, precisamente al llegar a un puerto como el de Nueva York, se acumulan increíblemente, así que ha llegado el momento de que abandonemos el barco. Con ello evitaremos excedernos e inmiscuirnos innecesariamente en una disputa nimia entre dos maquinistas, convirtiéndola en un acontecimiento. Comprendo perfectamente tu modo de actuar, querido sobrino, pero eso precisamente me otorga el derecho de sacarte de aquí de inmediato.

—Ordenaré en seguida que pongan un bote a su disposición —dijo el capitán, quien, para asombro de Karl, no puso la más mínima objeción a las palabras del tío, las cuales, sin duda, se podían haber considerado como una humillación personal. El cajero jefe se apresuró a llegar hasta la mesa, tomar el teléfono y transmitir la orden del capitán al contramaestre.

«El tiempo apremia» —se dijo Karl—, «pero sin ofender a nadie, no puedo hacer nada. Ahora no puedo abandonar a mi tío, justo después de que me ha encontrado. El capitán es cortés, pero eso es todo. En cuestiones de disciplina cesa su cortesía, y mi tío le ha hablado con toda seguridad desde el alma. Con Schubal no quiero hablar, aún más, me arrepiento de haberle dado la mano. Y el resto de los presentes sólo son paja».

Sumido en estos pensamientos, se fue acercando lentamente al fogonero, sacó su mano derecha del cinturón y la mantuvo en la suya con cierto gesto lúdico.

—¿Por qué no dices nada? —le preguntó—. ¿Por qué dejas que abusen de ti?

El fogonero arrugó la frente, como si buscase la expresión correcta que correspondiese a lo que quería decir. Por lo demás, miraba a Karl y a su mano.

—Contigo se ha cometido una injusticia, como no se ha cometido otra en todo el barco, lo sé muy bien —y Karl entrelazó sus dedos con los del fogonero, que miraba a su alrededor con ojos brillantes, como si experimentase una alegría que nadie podía reprochar.

—Tienes que defenderte, decir sí y no, en otro caso la gente no tiene la más mínima idea de la verdad. Me tienes que prometer que seguirás mis consejos, pues temo, por buenos motivos, que ya no podré ayudarte más.

Dicho esto, Karl se puso a llorar mientras besaba la mano del fogonero. Luego tomó esa mano enorme y casi sin vida y la apretó contra su mejilla como un tesoro al que se tiene que renunciar. Pero el senador ya estaba a su lado y lo retiró, si bien obligándolo ligeramente.

—El fogonero parece haberte hechizado —dijo el tío, y miró con ojos comprensivos por encima de la cabeza de Karl hacia el capitán—. Te has sentido solo y abandonado y has encontrado al fogonero, por lo que ahora le estás agradecido, eso es muy loable. Pero te pido, por mí, que no vayas tan lejos y que aprendas a ser consciente de la posición que ocupas.

Se pudo oír un ruido detrás de la puerta, luego se escucharon gritos y pareció, incluso, como si se hubiera empujado violentamente a alguien contra la puerta. Entró un marinero, de aspecto bruto, que traía puesto un delantal de mujer.

—Hay gente afuera —gritó, y agitó el codo a su alrededor como si todavía se encontrase en una aglomeración de gente. Finalmente, recobró el juicio y quiso saludar ante el capitán, pero entonces reparó en el delantal de mujer. Lo arrancó y lo tiró al suelo —: Esto es asqueroso, me han puesto un delantal de mujer —hizo chocar los talones y saludó.

Alguien intentó reírse, pero el capitán dijo con severidad: —A eso le llamo buen humor. ¿Quién está ahí afuera?
—Son mis testigos —dijo Schubal dando un paso hacia adelante—. Pido humildemente perdón por su conducta inapropiada. Cuando la tripulación tiene la travesía a sus espaldas, algunos se comportan como locos.

—¡Dígales que entren de inmediato! —ordenó el capitán, y volviéndose al senador dijo veloz, pero amable:

—Tenga la bondad, apreciado senador, de seguir con su sobrino a este marinero que les llevará hasta el bote. No sabe el placer y el honor que ha supuesto para mí conocerle personalmente, señor senador. Sólo deseo tener la oportunidad de reanudar nuestra conversación sobre la situación de la flota americana y, quizá, quién sabe, ser de nuevo interrumpidos de forma tan agradable como hoy.

—Por ahora me basta con este sobrino —dijo el tío sonriendo—. Le agradezco mucho su amabilidad. No sería del todo imposible que, en nuestro próximo viaje a Europa, pudiéramos permanecer —y abrazó a Karl con afecto— mucho más tiempo con usted.

—Sería para mí una gran alegría —dijo el capitán. Ambos hombres se estrecharon las manos. Karl sólo pudo dar la mano al capitán fugazmente y sin pronunciar palabra, pues éste ya era reclamado por unas quince personas que, bajo la dirección de Schubal, aunque algo avergonzados, entraban hablando en voz alta. El marinero pidió al senador que lo siguiera. Tanto éste como Karl atravesaron la multitud sin dificultades, pasando entre la gente que se inclinaba a su paso ligeramente. Parecía que todas estas personas de aspecto bonachón consideraban la disputa entre Schubal y el fogonero como un motivo de diversión, un entretenimiento que ni siquiera cesaba en presencia del capitán. Karl advirtió la presencia entre ellos de la muchacha de la cocina, Line, la cual, guiñando el ojo divertida, se colocaba el delantal arrojado al suelo por el marinero, pues era el suyo.

Siguieron al marinero y abandonaron la oficina, luego continuaron por un pasillo estrecho que les llevó hasta una puerta pequeña, desde la cual una escalera corta conducía al bote preparado para ellos. Los marineros del bote, cuyo jefe se montó en ese instante de un salto, se levantaron y saludaron. El senador aconsejaba a Karl que bajase con cuidado, cuando éste, con el pie todavía en el escalón superior, se puso a llorar desconsoladamente. El senador puso su mano derecha bajo la barbilla de Karl, lo apretó contra sí y le acarició con la mano izquierda. De este modo bajaron escalón por escalón y entraron juntos en el bote, donde el senador buscó para Karl un buen sitio frente a él.

Un signo del senador y los marineros apartaron el bote del barco, poniéndose manos a la obra. Pero apenas se habían separado un par de metros del barco, cuando Karl hizo el inesperado descubrimiento de que se encontraban precisamente en la zona divisada desde las ventanas de la oficina. Las tres ventanas estaban ocupadas por testigos de Schubal, que saludaban amigables agitando las manos, incluso el tío hizo un gesto de agradecimiento; un marinero tuvo la habilidad de lanzar un beso con la mano sin interrumpir el ritmo regular de la boga. Era como si ya no existiera ningún fogonero. Karl miró fijamente a los ojos del tío, cuyas
Arjona Dalila Rosa
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