OTROS TEXTOS SOBRE EL CAZADOR GRACCHUS
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Cuentos de Grandes Consagrados y Otros :: Franz Kafka
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OTROS TEXTOS SOBRE EL CAZADOR GRACCHUS
OTROS TEXTOS SOBRE EL CAZADOR GRACCHUS
—¿Y piensa quedarse aquí, en Riva, con nosotros? —preguntó el alcalde.
—Yo no pienso —dijo el cazador sonriente y puso la mano en la rodilla del alcalde para subsanar la broma—. Estoy aquí, no sé más, y no puedo hacer más. Mi barca no tiene timón, se desplaza con el viento que sopla de las regiones más inferiores de la muerte.
* * *
Yo soy Gracchus, el cazador, mi patria es la Selva Negra en Alemania.
* * *
Nadie leerá lo que aquí escribo; nadie vendrá a ayudarme; si se hubieran impuesto la tarea de ayudarme, permanecerían cerradas todas las puertas de todas las casas, todas las ventanas estarían cerradas, todos estarían en la cama cubriéndose la cabeza con la manta, toda la tierra se tornaría en un albergue nocturno. Esto tiene un sentido, pues nadie sabría de mí y si supiera algo, no sabría mi paradero, y si supiera mi paradero, no sabría cómo detenerme, y si supiera cómo detenerme, no sabría cómo ayudarme. El pensamiento de querer ayudarme es una enfermedad que debe curarse en la cama.
Todo esto lo sé y, por lo tanto, no escribo para pedir ayuda, ni siquiera en aquellos instantes, como el presente, en que, sin dominarme a mí mismo, pienso intensamente en ello. Pero basta para expulsar esos pensamientos que mire a mi alrededor y tenga presente dónde estoy y dónde vivo desde hace siglos, lo que sé muy bien. Mientras escribo estas líneas descanso sobre un catre de madera, visto —no causa ningún placer contemplarme— una sucia mortaja, el pelo y la barba crecen enmarañados, mis piernas están cubiertas con un gran paño de seda femenino, adornado con flores y largas franjas. En la cabecera hay un cirio de iglesia que me ilumina. En la pared, frente a mí, hay un cuadro pequeño, parece representar a un bosquimano que me apunta con su lanza y se protege detrás de un soberbio escudo pintado. Con frecuencia se encuentran ese tipo de necias imágenes en los barcos, pero ésta es una de las más necias. Por lo demás, mi jaula de madera está vacía. A través de una lumbrera lateral penetra el aire cálido de la noche meridional y escucho cómo el agua golpea la vieja barca.
Aquí permanezco desde que yo, el todavía vivo cazador Gracchus, perseguía a una gamuza en su tierra, la Selva Negra, y se despeñó. Todo se produjo siguiendo el orden habitual. Perseguía, me despeñé, me desangré en una quebrada, morí y esta barca me debería haber llevado al más allá. Aún me acuerdo de lo alegre que me estiré por primera vez aquí, en el catre, jamás habían oído las montañas un canto como el que pudieron oír estas ya oscuras cuatro paredes. Me había gustado vivir y estaba contento de haber muerto, feliz arrojé yo, el vagabundo de los bosques, antes de entrar en la barca, el zurrón y la cazadora, que siempre había llevado con orgullo, luego me introduje en la mortaja como una muchacha se pone el traje de novia. Aquí yací y esperé.
Entonces ocurrió.
—¿Cómo es, cazador Gracchus, que navegas desde hace siglos en esta vieja barca? —Ya hace mil quinientos años.
—¿Y siempre en esta nave?
—Siempre en esta barca. El término adecuado es «barca». ¿No entiendes de navegación?
—No, desde hoy me intereso, desde que sé de ti y desde que he pisado tu barco.
—No caben disculpas. Yo también vengo de una tierra sin acceso al mar. No era ningún marino y tampoco quería serlo; la montaña y el bosque eran mi alegría y ahora, ahora soy el marino más viejo, el cazador Gracchus es el santo patrón de los marineros, al cazador Gracchus le dirigen los grumetes, que se asustan en la cofa durante las tormentas nocturnas, sus plegarias con las manos entrelazadas. No te rías.
—¿Tendría que reírme? No, realmente no. Con palpitaciones permanecí ante la puerta de tu barca; con palpitaciones entré en ella. Tu actitud amable me tranquiliza un poco, pero nunca olvidaré de quién soy huésped.
—Cierto, tienes razón. Como quiera que sea, yo soy el cazador Gracchus. ¿Quieres beber vino? No conozco la marca, pero es dulce y fuerte, el patrón me abastece bien.
—Ahora no, por favor, estoy demasiado inquieto. Tal vez más tarde, si me permites quedarme aquí más tiempo. ¿Quién es el patrón?
—El propietario de la barca. Estos patrones son gente extraordinaria. Sólo que no los entiendo. No quiero decir su idioma, por más que, naturalmente, tampoco entienda con frecuencia sus palabras. He aprendido a través de los siglos suficientes idiomas y podría ser intérprete entre los antepasados y los hombres contemporáneos. Pero no entiendo el proceso mental de los patrones. Tal vez me lo puedas explicar tú.
—No tengo mucha esperanza. Cómo podría explicarte algo si a tu lado apenas soy un niño balbuceante.
—No, una y mil veces no. Me harías un favor si te comportaras con más hombría, con más confianza en ti mismo. ¿De qué me puede servir un huésped que parece una sombra? Lo expulso de un soplo por la lumbrera hacia el mar. Necesito explicaciones distintas. Tú que vagas de un lado a otro por allí fuera, me las puedes dar. Pero si aquí, en mi mesa, por hacerte ilusiones te olvidas de lo poco que sabes, entonces puedes hacer ya el equipaje. Lo digo como lo pienso.
—Hay algo cierto en lo que dices. Efectivamente, en algunas cosas sé más que tú. Bien, intentaré esforzarme. Pregunta.
—Mejor, mucho mejor. Exageras en ese sentido y te imaginas una superioridad ficticia. Me tienes que entender correctamente. Soy un ser humano como tú, pero unos siglos más impaciente conforme a mi edad. Así que hablaremos sobre los patrones. Presta atención y bebe vino para que agudices tu capacidad de comprensión. Sin timidez. Con fuerza. Aún queda todo un cargamento en el barco.
—Gracchus, es un vino excelente. Que viva el patrón.
—Es una pena que haya muerto hoy. Era un buen hombre y se ha ido en paz. Niños ya crecidos y bien educados permanecieron en su cama mientras agonizaba, a los pies de la cania se desmayó la mujer; su último pensamiento, sin embargo, fue para mí. Un buen hombre, de Hamburgo.
—¡Santo cielo! De Hamburgo, y tú sabes aquí, en el sur, que ha muerto hoy. —¿Pero cómo? ¿Y no voy a saber cuándo muere mi patrón? Eres muy ingenuo. —¿Pretendes insultarme?
—No, en absoluto, lo hago contra mi voluntad. Pero no debes asombrarte tanto, sino beber más vino. Con los patrones sucede lo siguiente: la barca originalmente no pertenecía a nadie.
—Gracchus, un favor. Dime primero, resumiéndolo, cuál es tu situación real. Para decirte la verdad, no lo sé muy bien. Para ti son, naturalmente, cosas evidentes, y presupones, pues ése es tu modo de pensar, los conocimientos que posees en todo el mundo. Pero en la corta vida de los hombres —la vida es corta, Gracchus, intenta comprenderlo—, en la corta vida de los hombres, digo, no hay tiempo para nada, pues hay que emplearlo en sacar adelante la familia. Tan interesante como es el cazador Gracchus —ése es mi convencimiento y ninguna adulación—, no hay tiempo para pensar en él, de informarse acerca de él, más aún, no hay ni siquiera tiempo para preocuparse de él. Tal vez en el momento de la muerte, como el de Hamburgo, eso no lo sé. Quizás agonizando en la cama ese hombre laborioso tuvo por vez primera tiempo para estirarse y dedicar algunos de sus ociosos pensamientos al verde cazador Gracchus. En otro caso, como ya he dicho: yo no sabía nada de ti, estaba aquí, en el puerto, por asuntos de negocios, vi la barca, la pasarela estaba dispuesta y pasé por ella. Pero ahora quisiera saber algo de ti.
—Bah, algo concerniente a mí. Las viejas historias de siempre. Todos los libros están repletos de ellas, en todas las escuelas las pintan los maestros en la pizarra; las madres sueñan con ellas mientras el bebé mama del pecho. Y vienes tú y preguntas por algo concerniente a mí. Has debido de tener una juventud especialmente abandonada a la vida licenciosa.
—Es posible, como es propio de la juventud. Pero a ti te sería de gran utilidad, según creo, que te fijaras un poco en el mundo. Por extraño que te parezca, casi me llego a asombrar por ello, pero así es, tú no eres el tema de las conversaciones en la ciudad; a pesar de que se habla de muchas cosas, tú no estás entre ellas, el mundo sigue su curso, y tú sigues tu viaje, pero nunca hasta ahora había reparado en que se hubieran cruzado.
—Ésas son tus observaciones, querido, otros han hecho otras distintas. Aquí hay dos posibilidades. O te callas lo que sabes de mí y lo haces con una intención oculta. En este caso te digo con toda sinceridad: vas descaminado. O, la segunda posibilidad, realmente no crees poder acordarte de mí porque confundes mi historia con la de otro. En este caso sólo te digo: Yo soy…, no, no puedo, ¡todo el mundo lo sabe y precisamente yo te lo tengo que contar! Hace ya tanto tiempo. ¡Pregunta a los historiadores! Ellos contemplan en sus habitaciones con la boca abierta lo ocurrido hace mucho tiempo y lo describen ininterrumpidamente. Ve a verlos y regresa luego. Hace tanto tiempo. ¿Cómo puedo conservarlo en este cerebro tan repleto?
—Espera, Gracchus, te lo haré más fácil, te preguntaré algo. ¿De dónde eres? —De la Selva Negra, como ya se sabe.
—Naturalmente, de la Selva Negra. Y allí te dedicabas a cazar en el siglo IV.
—Pero, hombre, ¿conoces la Selva Negra? —No.
—No sabes absolutamente nada. El hijo pequeño del piloto sabe más que tú, mucho más. ¿Quién te ha impulsado a entrar? Es la fatalidad. Tu modestia inicial estaba bien fundada. Eres una bota vacía que relleno de vino. Ni siquiera conoces la Selva Negra. Hasta los veinticinco años cacé allí. Si no me hubiera atraído la gamuza, ahora lo sabes, habría tenido una bella y larga vida de cazador, pero la gamuza me atrajo, yo me despeñé y me maté golpeándome con las piedras. Aquí estoy, muerto, muerto, muerto. No sé por qué estoy aquí. Me cargaron en la barca, como se debe hacer, un pobre muerto con el que hicieron tres, cuatro maniobras, como con todos, ¿por qué hacer excepciones con el cazador Gracchus? Todo estaba en regla, yo yacía bien estirado en la barca…
Franz Kafka
—¿Y piensa quedarse aquí, en Riva, con nosotros? —preguntó el alcalde.
—Yo no pienso —dijo el cazador sonriente y puso la mano en la rodilla del alcalde para subsanar la broma—. Estoy aquí, no sé más, y no puedo hacer más. Mi barca no tiene timón, se desplaza con el viento que sopla de las regiones más inferiores de la muerte.
* * *
Yo soy Gracchus, el cazador, mi patria es la Selva Negra en Alemania.
* * *
Nadie leerá lo que aquí escribo; nadie vendrá a ayudarme; si se hubieran impuesto la tarea de ayudarme, permanecerían cerradas todas las puertas de todas las casas, todas las ventanas estarían cerradas, todos estarían en la cama cubriéndose la cabeza con la manta, toda la tierra se tornaría en un albergue nocturno. Esto tiene un sentido, pues nadie sabría de mí y si supiera algo, no sabría mi paradero, y si supiera mi paradero, no sabría cómo detenerme, y si supiera cómo detenerme, no sabría cómo ayudarme. El pensamiento de querer ayudarme es una enfermedad que debe curarse en la cama.
Todo esto lo sé y, por lo tanto, no escribo para pedir ayuda, ni siquiera en aquellos instantes, como el presente, en que, sin dominarme a mí mismo, pienso intensamente en ello. Pero basta para expulsar esos pensamientos que mire a mi alrededor y tenga presente dónde estoy y dónde vivo desde hace siglos, lo que sé muy bien. Mientras escribo estas líneas descanso sobre un catre de madera, visto —no causa ningún placer contemplarme— una sucia mortaja, el pelo y la barba crecen enmarañados, mis piernas están cubiertas con un gran paño de seda femenino, adornado con flores y largas franjas. En la cabecera hay un cirio de iglesia que me ilumina. En la pared, frente a mí, hay un cuadro pequeño, parece representar a un bosquimano que me apunta con su lanza y se protege detrás de un soberbio escudo pintado. Con frecuencia se encuentran ese tipo de necias imágenes en los barcos, pero ésta es una de las más necias. Por lo demás, mi jaula de madera está vacía. A través de una lumbrera lateral penetra el aire cálido de la noche meridional y escucho cómo el agua golpea la vieja barca.
Aquí permanezco desde que yo, el todavía vivo cazador Gracchus, perseguía a una gamuza en su tierra, la Selva Negra, y se despeñó. Todo se produjo siguiendo el orden habitual. Perseguía, me despeñé, me desangré en una quebrada, morí y esta barca me debería haber llevado al más allá. Aún me acuerdo de lo alegre que me estiré por primera vez aquí, en el catre, jamás habían oído las montañas un canto como el que pudieron oír estas ya oscuras cuatro paredes. Me había gustado vivir y estaba contento de haber muerto, feliz arrojé yo, el vagabundo de los bosques, antes de entrar en la barca, el zurrón y la cazadora, que siempre había llevado con orgullo, luego me introduje en la mortaja como una muchacha se pone el traje de novia. Aquí yací y esperé.
Entonces ocurrió.
—¿Cómo es, cazador Gracchus, que navegas desde hace siglos en esta vieja barca? —Ya hace mil quinientos años.
—¿Y siempre en esta nave?
—Siempre en esta barca. El término adecuado es «barca». ¿No entiendes de navegación?
—No, desde hoy me intereso, desde que sé de ti y desde que he pisado tu barco.
—No caben disculpas. Yo también vengo de una tierra sin acceso al mar. No era ningún marino y tampoco quería serlo; la montaña y el bosque eran mi alegría y ahora, ahora soy el marino más viejo, el cazador Gracchus es el santo patrón de los marineros, al cazador Gracchus le dirigen los grumetes, que se asustan en la cofa durante las tormentas nocturnas, sus plegarias con las manos entrelazadas. No te rías.
—¿Tendría que reírme? No, realmente no. Con palpitaciones permanecí ante la puerta de tu barca; con palpitaciones entré en ella. Tu actitud amable me tranquiliza un poco, pero nunca olvidaré de quién soy huésped.
—Cierto, tienes razón. Como quiera que sea, yo soy el cazador Gracchus. ¿Quieres beber vino? No conozco la marca, pero es dulce y fuerte, el patrón me abastece bien.
—Ahora no, por favor, estoy demasiado inquieto. Tal vez más tarde, si me permites quedarme aquí más tiempo. ¿Quién es el patrón?
—El propietario de la barca. Estos patrones son gente extraordinaria. Sólo que no los entiendo. No quiero decir su idioma, por más que, naturalmente, tampoco entienda con frecuencia sus palabras. He aprendido a través de los siglos suficientes idiomas y podría ser intérprete entre los antepasados y los hombres contemporáneos. Pero no entiendo el proceso mental de los patrones. Tal vez me lo puedas explicar tú.
—No tengo mucha esperanza. Cómo podría explicarte algo si a tu lado apenas soy un niño balbuceante.
—No, una y mil veces no. Me harías un favor si te comportaras con más hombría, con más confianza en ti mismo. ¿De qué me puede servir un huésped que parece una sombra? Lo expulso de un soplo por la lumbrera hacia el mar. Necesito explicaciones distintas. Tú que vagas de un lado a otro por allí fuera, me las puedes dar. Pero si aquí, en mi mesa, por hacerte ilusiones te olvidas de lo poco que sabes, entonces puedes hacer ya el equipaje. Lo digo como lo pienso.
—Hay algo cierto en lo que dices. Efectivamente, en algunas cosas sé más que tú. Bien, intentaré esforzarme. Pregunta.
—Mejor, mucho mejor. Exageras en ese sentido y te imaginas una superioridad ficticia. Me tienes que entender correctamente. Soy un ser humano como tú, pero unos siglos más impaciente conforme a mi edad. Así que hablaremos sobre los patrones. Presta atención y bebe vino para que agudices tu capacidad de comprensión. Sin timidez. Con fuerza. Aún queda todo un cargamento en el barco.
—Gracchus, es un vino excelente. Que viva el patrón.
—Es una pena que haya muerto hoy. Era un buen hombre y se ha ido en paz. Niños ya crecidos y bien educados permanecieron en su cama mientras agonizaba, a los pies de la cania se desmayó la mujer; su último pensamiento, sin embargo, fue para mí. Un buen hombre, de Hamburgo.
—¡Santo cielo! De Hamburgo, y tú sabes aquí, en el sur, que ha muerto hoy. —¿Pero cómo? ¿Y no voy a saber cuándo muere mi patrón? Eres muy ingenuo. —¿Pretendes insultarme?
—No, en absoluto, lo hago contra mi voluntad. Pero no debes asombrarte tanto, sino beber más vino. Con los patrones sucede lo siguiente: la barca originalmente no pertenecía a nadie.
—Gracchus, un favor. Dime primero, resumiéndolo, cuál es tu situación real. Para decirte la verdad, no lo sé muy bien. Para ti son, naturalmente, cosas evidentes, y presupones, pues ése es tu modo de pensar, los conocimientos que posees en todo el mundo. Pero en la corta vida de los hombres —la vida es corta, Gracchus, intenta comprenderlo—, en la corta vida de los hombres, digo, no hay tiempo para nada, pues hay que emplearlo en sacar adelante la familia. Tan interesante como es el cazador Gracchus —ése es mi convencimiento y ninguna adulación—, no hay tiempo para pensar en él, de informarse acerca de él, más aún, no hay ni siquiera tiempo para preocuparse de él. Tal vez en el momento de la muerte, como el de Hamburgo, eso no lo sé. Quizás agonizando en la cama ese hombre laborioso tuvo por vez primera tiempo para estirarse y dedicar algunos de sus ociosos pensamientos al verde cazador Gracchus. En otro caso, como ya he dicho: yo no sabía nada de ti, estaba aquí, en el puerto, por asuntos de negocios, vi la barca, la pasarela estaba dispuesta y pasé por ella. Pero ahora quisiera saber algo de ti.
—Bah, algo concerniente a mí. Las viejas historias de siempre. Todos los libros están repletos de ellas, en todas las escuelas las pintan los maestros en la pizarra; las madres sueñan con ellas mientras el bebé mama del pecho. Y vienes tú y preguntas por algo concerniente a mí. Has debido de tener una juventud especialmente abandonada a la vida licenciosa.
—Es posible, como es propio de la juventud. Pero a ti te sería de gran utilidad, según creo, que te fijaras un poco en el mundo. Por extraño que te parezca, casi me llego a asombrar por ello, pero así es, tú no eres el tema de las conversaciones en la ciudad; a pesar de que se habla de muchas cosas, tú no estás entre ellas, el mundo sigue su curso, y tú sigues tu viaje, pero nunca hasta ahora había reparado en que se hubieran cruzado.
—Ésas son tus observaciones, querido, otros han hecho otras distintas. Aquí hay dos posibilidades. O te callas lo que sabes de mí y lo haces con una intención oculta. En este caso te digo con toda sinceridad: vas descaminado. O, la segunda posibilidad, realmente no crees poder acordarte de mí porque confundes mi historia con la de otro. En este caso sólo te digo: Yo soy…, no, no puedo, ¡todo el mundo lo sabe y precisamente yo te lo tengo que contar! Hace ya tanto tiempo. ¡Pregunta a los historiadores! Ellos contemplan en sus habitaciones con la boca abierta lo ocurrido hace mucho tiempo y lo describen ininterrumpidamente. Ve a verlos y regresa luego. Hace tanto tiempo. ¿Cómo puedo conservarlo en este cerebro tan repleto?
—Espera, Gracchus, te lo haré más fácil, te preguntaré algo. ¿De dónde eres? —De la Selva Negra, como ya se sabe.
—Naturalmente, de la Selva Negra. Y allí te dedicabas a cazar en el siglo IV.
—Pero, hombre, ¿conoces la Selva Negra? —No.
—No sabes absolutamente nada. El hijo pequeño del piloto sabe más que tú, mucho más. ¿Quién te ha impulsado a entrar? Es la fatalidad. Tu modestia inicial estaba bien fundada. Eres una bota vacía que relleno de vino. Ni siquiera conoces la Selva Negra. Hasta los veinticinco años cacé allí. Si no me hubiera atraído la gamuza, ahora lo sabes, habría tenido una bella y larga vida de cazador, pero la gamuza me atrajo, yo me despeñé y me maté golpeándome con las piedras. Aquí estoy, muerto, muerto, muerto. No sé por qué estoy aquí. Me cargaron en la barca, como se debe hacer, un pobre muerto con el que hicieron tres, cuatro maniobras, como con todos, ¿por qué hacer excepciones con el cazador Gracchus? Todo estaba en regla, yo yacía bien estirado en la barca…
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Arjona Dalila Rosa- Cantidad de envíos : 1230
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