SOBRE IMPERFECCIONES SOBRE EL ESPEJO
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SOBRE IMPERFECCIONES SOBRE EL ESPEJO
En su cutis de mármol blanco, no existían pecas o marcas. Los arcos de sus cejas acentuaban la belleza de sus ojos verdes, de un verde profundo casi oceánico. Sus redondos labios, pintados ligeramente de un rosado infantil, robaban suspiros a cualquier mortal. En materia ella era perfecta.
Pero nada de lo que le dijeran los demás, podía levantar del suelo su desmedido ego, su enfermiza vanidad.
Nada era suficiente, nunca era demasiado.
Los quirófanos eran los únicos que podían hablarle con una verdad incorruptible. Cada “defecto” que ella encontraba en si, siempre podía desaparecer con la hábil intervención de una mano enguantada en látex.
Nadie sabe hasta donde se puede llegar por alcanzar la perfección, hasta que el dinero y la juventud se acaban.
Ha mandado romper todos los espejos, no sale a la calle ni acepta visitas.
Una sola sirvienta se ocupa de todo el trabajo de la casa.
Es su cumpleaños número cuarenta y ocho, su hermano viene a visitarla, le trae un regalo y le informa que su madre ha muerto el otoño pasado.
Profundamente conmovida, permite que su hermano entre.
El hermano la abraza, ella le da un beso en la mejilla. La luz del cuarto es muy débil, apenas la suficiente para ver la silueta del otro. Su hermano le externa lo difícil que es vivir “allá afuera”. Le cuestiona sobre su distanciamiento con la familia, el por qué no tolera tener contacto con el exterior.
Ella enciende una pantalla sobre la mesa que se encuentra a un costado. Su hermano no deja de advertir la belleza de sus facciones, lo suave y terso que luce su cutis, sus labios ligeramente rosados deteniendo un cigarrillo, sus elegantes manos. Le parece increíble que tenga cuarenta y ocho años.
Ella toma una bocanada de su cigarrillo y dice en voz muy baja “No puedo permitir que nadie me vea. No quiero que nadie mire el monstruo en el que me he convertido”.
Lilymeth Mena
Pero nada de lo que le dijeran los demás, podía levantar del suelo su desmedido ego, su enfermiza vanidad.
Nada era suficiente, nunca era demasiado.
Los quirófanos eran los únicos que podían hablarle con una verdad incorruptible. Cada “defecto” que ella encontraba en si, siempre podía desaparecer con la hábil intervención de una mano enguantada en látex.
Nadie sabe hasta donde se puede llegar por alcanzar la perfección, hasta que el dinero y la juventud se acaban.
Ha mandado romper todos los espejos, no sale a la calle ni acepta visitas.
Una sola sirvienta se ocupa de todo el trabajo de la casa.
Es su cumpleaños número cuarenta y ocho, su hermano viene a visitarla, le trae un regalo y le informa que su madre ha muerto el otoño pasado.
Profundamente conmovida, permite que su hermano entre.
El hermano la abraza, ella le da un beso en la mejilla. La luz del cuarto es muy débil, apenas la suficiente para ver la silueta del otro. Su hermano le externa lo difícil que es vivir “allá afuera”. Le cuestiona sobre su distanciamiento con la familia, el por qué no tolera tener contacto con el exterior.
Ella enciende una pantalla sobre la mesa que se encuentra a un costado. Su hermano no deja de advertir la belleza de sus facciones, lo suave y terso que luce su cutis, sus labios ligeramente rosados deteniendo un cigarrillo, sus elegantes manos. Le parece increíble que tenga cuarenta y ocho años.
Ella toma una bocanada de su cigarrillo y dice en voz muy baja “No puedo permitir que nadie me vea. No quiero que nadie mire el monstruo en el que me he convertido”.
Lilymeth Mena
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