EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Odiseo llega a Esqueria de los feacios-V

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 4:22 am







CANTO V.
Odiseo llega a Esqueria de los feacios

En esto, Eos se levantó del lecho, de junto al noble Titono, para
llevar la luz a los inmortales y a los mortales. Los dioses se
reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto
del cielo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y
relataba las muchas penalidades de Odiseo. Pues se interesaba
por este, que se encontraba en el palacio de la ninfa:
«Padre Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que
ningún rey portador de cetro sea benévolo ni amable ni
bondadoso y no sea justo en su pensamiento, sino que
siempre sea cruel y obre injustamente, ya que no se acuerda del
divino Odiseo ninguno de los ciudadanos entre los que reinaba
y era tierno como un padre. Ahora este se encuentra en una
isla soportando fuertes penas en el palacio de la ninfa
Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros
que lo acompañen por el ancho lomo del mar. Y, encima,
ahora desean matar a su querido hijo cuando regrese a casa,
pues ha marchado a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia
en busca de noticias de su padre».
Y le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes!
¿Pues no concebiste tú misma la idea de que Odiseo se vengara
de aquéllos cuando llegara? Tú acompaña a Telémaco
diestramente, ya que puedes, para que regrese a su patria sano
y salvo, y que los pretendientes regresen en la nave.»
Y luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo:
«Hermes, puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve a
comunicar a la ninfa de lindas trenzas nuestra firme decisión:
la vuelta de Odiseo el sufridor, que regrese sin
acompañamiento de dioses ni de hombres mortales. A los
veinte días llegará en una balsa de buena trabazón a la fértil
Esqueria, después de padecer desgracias, a la tierra de los
feacios, que son semejantes a los dioses, quienes lo honrarán
como a un dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en
una nave dándole bronce, oro en abundancia y ropas, tanto
como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si hubiera
llegado indemne habiendo obtenido parte del botín. Pues su
destino es que vea a los suyos, llegue a su casa de alto techo y
a su patria.»
Así dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque
ató, luego a sus pies hermosas sandalias, divinas, de oro,
que suelen llevarlo igual por el mar que por la ilimitada
tierra a la par del soplo del viento. Y cogió la varita con la que
hechiza los ojos de los hombres que quiere y los despierta
cuando duermen. Con esta en las manos echó a volar el
poderoso Argifonte y llegado a Pieria cayó desde el éter en el
ponto, y se movía sobre el oleaje semejante a una gaviota que,
pescando sobre los terribles senos del estéril ponto, empapa
sus espesas alas en el agua del mar. Semejante a esta se
dirigía Hermes sobre las numerosas olas.
Pero cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color violeta
y marchó tierra adentro hasta que llegó a la gran cueva en la
que habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y la encontró dentro.
Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo
cedro y de incienso se extendía al arder a lo largo de la isla.
Calipso tejía dentro con lanzadera de oro y cantaba con
hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la
cueva había nacido un florido bosque de alisos, de chopos
negros y olorosos cipreses, donde anidaban las aves de largas
alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de afilada
lengua que se ocupan de las cosas del mar.

Había cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abundaba
en uvas, y cuatro fuentes de agua clara que corrían cercanas
unas de otras, cada una hacia un lado, y alrededor, suaves y
frescos prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que
allí llegara se admiraría y alegraría en su corazón.
El mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego
que hubo admirado todo en su ánimo, se puso en camino
hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció Calipso, divina
entre las diosas, pues los dioses no se desconocen entre sí por
más que uno habite lejos. Pero no encontró dentro al
magnánimo Odiseo, pues este, sentado en la orilla, lloraba
donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas,
gemidos y pesares, solía contemplar el estéril mar. Y Calipso,
la divina entre las diosas, preguntó a Hermes haciéndolo
sentar en una silla brillante, resplandeciente:
«¿Por qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable y
querido? Pues antes no venías con frecuencia. Di lo que
piensas, mi ánimo me empuja a cumplirlo si puedo y es
posible realizarlo. Pero antes sígueme para que te ofrezca los
dones de hospitalidad.»
Habiendo hablado así, la diosa colocó delante una mesa llena
de ambrosía y mezcló rojo néctar. El mensajero bebió y comió,
y después que hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida,
le dijo su palabra:
«Me preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios.
Pues bien, voy a decir con sinceridad mi palabra, pues lo
mandas. Zeus me ordenó que viniera aquí sin yo quererlo.
¿Quién atravesaría de buen grado tanta agua salada,
indecible? Además, no hay ninguna ciudad de mortales en la
que hagan sacrificios a los dioses y perfectas hecatombes.
«Pero no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir
la voluntad de Zeus, el que lleva la égida. Dice que se
encuentra contigo un varón, el más desgraciado de cuantos
lucharon durante nueve años en derredor de la ciudad de
Príamo. Al décimo regresaron a sus casas, después de destruir
la ciudad, pero en el regreso faltaron contra Atenea, y esta les
levantó un viento contrario. Allí perecieron todos sus fieles
compañeros, pero a él el viento y grandes olas lo acercaron
aquí. Ahora te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que
su destino no es morir lejos de los suyos, sino ver a los suyos y
regresar a su casa de elevado techo y a su patria.»
Así dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció,
habló y le dijo palabras aladas:
«Sois crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os
irritáis contra las diosas que duermen abiertamente con un
hombre si lo han hecho su amante. Así, cuando Eos, de rosados
dedos, arrebató a Orión, os irritasteis los dioses que vivís con
facilidad, hasta que la casta Artemis de trono de oro lo mató
en Ortigia, atacándole con dulces dardos. Así, cuando
Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso, se
unió en amor y lecho con Jasión en campo tres veces labrado.
No tardó mucho Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo
con el resplandeciente rayo. Así ahora os irritáis contra mí,
dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus
le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en
medio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus
nobles compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron
aquí. Yo lo traté como amigo y lo alimenté y le prometí
hacerlo inmortal y sin vejez para siempre. Pero puesto que no
es posible a ningún dios rebasar ni dejar sin cumplir la
voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el
mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo no te
despediré de cualquier manera, pues no tiene naves provistas
de remos ni compañeros que lo acompañen sobre el ancho
lomo del mar. Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le
ocultaré para que llegue a su tierra sano y salvo.»

Y el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez:
«Entonces despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no sea
que se irrite contigo y sea duro en el futuro.»
Cuando hubo hablado así partió el poderoso Argifonte.
Y la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego
que hubo escuchado el mensaje de Zeus. Lo encontró
sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del llanto,
y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto que
ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por la
fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él la
amara. Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla
desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y
miraba al estéril mar derramando lágrimas.
Y deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas:
«Desdichado, no te me lamentes más ni consumas tu existencia,
que te voy a despedir no sin darte antes buenos consejos. ¡Hala!,
corta unos largos maderos y ensambla una amplia balsa con el
bronce. Y luego adapta a esta un elevado tablazón para que te
lleve sobre el brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y
agua y rojo vino en abundancia que alejen de ti el hambre.
También te daré ropas y te enviaré por detrás un viento
favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo, si es que
lo permiten los dioses que poseen el ancho cielo, quienes son
mejores que yo para hacer proyectos y cumplirlos.»
Así habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo, y
hablando le dirigió aladas palabras:
«Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha,
tú que me apremias a atravesar el gran abismo del mar en una
balsa, cosa difícil y peligrosa; que ni siquiera las bien
equilibradas naves de veloz proa lo atraviesan animadas por
el favorable viento de Zeus. No, yo no subiría a una balsa
mal que te pese, si no aceptas jurarme con gran juramento,
diosa, que no maquinarás contra mí desgracia alguna.»
Así habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició
la mano y le dijo su palabra, llamándole por su nombre:
«Eres malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te
has atrevido a decir tales palabras. Sépalo ahora la Tierra, y
desde arriba el ancho Cielo y el agua que fluye de la Estige —
este es el mayor y el más terrible juramento para los
bienaventurados dioses— que no maquinaré contra ti
desgracia alguna. Esto es lo que yo pienso y te voy a
aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara
tal necesidad. Mi proyecto es justo, y no hay en mi pecho un
ánimo de hierro, sino compasivo.»

Hablando así la divina entre las diosas marchó luego
delante y él marchó tras las huellas de la diosa. Y llegaron a
la profunda cueva la diosa y el varón. Este se sentó en el sillón
de donde se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció
toda clase de comida para comer y beber, cuantas cosas suelen
yantar los mortales hombres. Sentóse ella frente al divino
Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía.
Echaron mano a los alimentos preparados que tenían delante
y después que se saciaron de comida y bebida empezó a
hablar Calipso, divina entre las diosas:
«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así
que quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu tierra
patria? Vete enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas
te deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te
quedarías aquí conmigo para guardar esta morada y serías
inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu esposa,
a la que continuamente deseas todos los días. Yo en verdad
me precio de no ser inferior a aquélla ni en el porte ni en el
natural, que no conviene a las mortales jamás competir con
las inmortales ni en porte ni en figura.»
Y le dijo el muy astuto Odiseo:

«Venerable diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien
cuánto te es inferior la discreta Penélope en figura y en
estatura al verla de frente, pues ella es mortal y tú inmortal
sin vejez. Pero aun así quiero y deseo todos los días
marcharme a mi casa y ver el día del regreso. Si alguno de los
dioses me maltratara en el ponto rojo como el vino, lo
soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté
muy mucho sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto
después de aquello.»
Así dijo. El sol se puso y llegó el crepúsculo. Así que se
dirigieron al interior de la cóncava cueva a deleitarse con el
amor en mutua compañía.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos
de rosa, Odiseo se vistió de túnica y manto, y ella, la ninfa,
vistió una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó alrededor
de su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza,
y a continuación se ocupó de la partida del magnánimo
Odiseo. Le dio una gran hacha de bronce bien manejable,
aguzada por ambos lados y con un hermoso mango de
madera de olivo bien ajustado. A continuación le dio una
azuela bien pulimentada, y emprendió el camino hacia un
extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos
y álamos negros y abetos que suben hasta el cielo, secos desde
hace tiempo, resecos, que podían flotar ligeros. Luego que le
hubo mostrado dónde crecían los árboles, marchó hacia el
palacio Calipso, divina entre las diosas, y él empezó a cortar
troncos y llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó veinte
en total y los cortó con el bronce, los pulió diestramente y los
enderezó con una plomada mientras Calipso, divina entre
las diosas, le llevaba un berbiquí. Después perforó todos,
los unió unos con otros y los ajustó con clavos y junturas.
Cuanto un hombre buen conocedor del arte de construir
redondearía el fondo de una amplia nave de carga, así de
grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los ajustó
con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con
grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a él y
construyó el timón para gobernarla. Cubrióla después con
cañizos de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa
contra el oleaje y puso encima mucha madera. Entre tanto, le
trajo Calipso, divina entre las diosas, tela para hacer las velas,
y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y
bolinas y con estacas la echó al divino mar.
Era el cuarto día y ya tenía todo preparado. Y al quinto lo
dejó marchar de la isla la divina Calipso después de lavarlo y
ponerle ropas perfumadas. Entrególe la diosa un odre de
negro vino, otro grande de agua y un saco de víveres, y
le añadió abundantes golosinas. Y le envió un viento próspero
y cálido.
Así que el divino Odiseo desplegó gozoso las velas al viento
y sentado gobernaba el timón con habilidad. No caía el sueño
sobre sus párpados contemplando las Pléyades y el Bootes, que
se pone tarde, y la Osa, que llaman carro por sobrenombre,
que gira allí y acecha a Orión y es la única privada de los
baños de Océano. Pues le había ordenado Calipso, divina
entre las diosas, que navegase teniéndola a la mano
izquierda. Navegó durante diecisiete días atravesando el mar,
y al decimoctavo aparecieron los sombríos montes del país de
los feacios, por donde este le quedaba más cerca y parecía un
escudo sobre el brumoso ponto.
El poderoso, el que sacude la tierra, que volvía de junto a los
etiopes, lo vio de lejos, desde los montes Sólymos, pues se le
apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su corazón, y
moviendo la cabeza habló a su ánimo:
«¡Ay!, seguro que los dioses han cambiado de resolución
respecto a Odiseo mientras yo estaba entre los etíopes, que ya
está cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino
escapar del extremo de las calamidades que le llegan. Pero
creo que aún le han de alcanzar bastantes desgracias.»
Cuando hubo hablado así, amontonó las nubes y agitó el mar,
sosteniendo el tridente entre sus manos, e hizo levantarse
grandes tempestades de vientos de todas clases, y ocultó con
las nubes al mismo tiempo la tierra y el ponto. Y la noche
surgió del cielo. Cayeron Euro y Noto, Céfiro de soplo
violento y Bóreas que nace en cielo despejado levantando
grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de Odiseo
desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu:
«Ay de mí, desgraciado, ¿qué me sucederá por fin ahora?
Mucho temo que todo lo que dijo la diosa sea verdad; me
aseguró que sufriría desgracias en el ponto antes de regresar a
mi patria, y ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes
ha cerrado Zeus el vasto cielo y agitado el ponto, y las
tempestades de vientos de todas clases se lanzan con ímpetu!
«Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y
cuatro veces los dánaos que murieron en la vasta Troya por
dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me
hubiera enfrentado con mi destino el día en que cantos
troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del
Pelida muerto! Allí habría obtenido honores fúnebres y los
aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado que
sea sorprendido por una triste muerte.»
Cuando hubo dicho así, le alcanzó en lo más alto una gran ola
que cayó terriblemente y sacudió la balsa. Odiseo se precipitó
fuera de la balsa soltando las manos del timón, y un terrible
huracán de mezclados vientos le rompió el mástil por la
mitad. Cayeron al mar, lejos, la vela y la antena, y a él lo
tuvo largo tiempo sumergido sin poder salir con presteza por
el ímpetu de la ingente ola, pues le pesaban los vestidos que le
había dado la divina Calipso.
A1 fin emergió mucho después y escupió de su boca la amarga
agua del mar que le caía en abundancia, con ruido, desde la
cabeza. Pero ni aun así se olvidó de la balsa, aunque estaba
agotado, sino que lanzándose entre las olas se apoderó de
ella. El gran oleaje la arrastraba con la corriente aquí y allá.
Como cuando el otoñal Bóreas arrastra por la llanura los
espinos y se enganchan espesos unos con otros, así los vientos
la llevaban por el mar por aquí y por allá. Unas veces Noto la
lanzaba a Bóreas para que se la llevase, y otras Euro la cedía a
Céfiro para perseguirla.
Pero lo vio Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija de
Cadmo que antes era mortal dotada de voz, mas ahora
participaba del honor de los dioses en el fondo del mar.
Compadecióse de Odiseo, que sufría pesares a la deriva, y
emergió volando del mar semejante a una gaviota; se sentó
sobre la balsa y le dijo:
«¡Desgraciado! ¿Por qué tan acerbamente se ha encolerizado
contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte
tantos males? No te destruirá por mucho que lo desee.
Conque obra del modo siguiente, pues paréceme que eres
discreto: quítate esos vestidos, deja que la balsa sea arrastrada
por los vientos, y trata de alcanzar nadando la tierra de los
feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende
este velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni
morir. Mas cuando alcances con tus manos tierra firme,
suéltalo enseguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, muy
lejos de tierra, y apártate lejos.»
Cuando hubo hablado así la diosa, le dio el velo, y con
presteza se sumergió en el alborotado ponto, semejante a una
gaviota, y una negra ola la ocultó. El divino Odiseo, el sufridor,
dio en cavilar y habló irritado a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¡No vaya a ser que alguno de los inmortales urde
contra mí una trampa, cuando me ordena abandonar la balsa!
Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos con mis propios ojos la
tierra donde me dijo que tendría asilo. Más bien, pues me
parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan unidos
por las ligazones permaneceré aquí y aguantaré sufriendo
males, pero una vez que las olas desencajen la balsa me
pondré a nadar, pues no se me alcanza previsión mejor.»
Mientras esto agitaba en su mente, y en su corazón, Poseidón,
el que sacude la tierra, levantó una gran ola, terrible y
penosa, abovedada, y lo arrastró. Como el impetuoso viento
agita un montón de pajas secas que dispersa acá y allá, así
dispersó los grandes maderos de la balsa. Pero Odiseo montó
en un madero como si cabalgase sobre potro de carrera y se
quitó los vestidos que le había dado la divina Calipso. Y al
punto extendió el velo por su pecho y púsose boca abajo en el
mar, extendidos los brazos, ansioso de nadar.
Y el poderoso, el que sacude la tierra, lo vio, y moviendo la
cabeza, habló a su ánimo:
«Ahora que has padecido muchas calamidades vaga por el
ponto hasta que llegues a esos hombres vástagos de Zeus. Pero
ni aun así creo que estimarás pequeña tu desgracia.» Cuando
hubo hablado así, fustigó a los caballos de hermosas crines y
enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre morada.
Pero Atenea, la hija de Zeus decidió otra cosa: cerró el
camino a todos los vientos y mandó que todos cesaran y se
calmaran; levantó al rápido Bóreas y quebró las olas hasta que
Odiseo, movido por Zeus, llegara a los feacios, amantes del
remo, escapando a la muerte y al destino.
Así que anduvo este a la deriva durante dos noches y dos
días por las sólidas olas, y muchas veces su corazón presintió
la muerte. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el
tercer día, cesó el viento y se hizo la calma, y Odiseo vio
cerca la tierra oteando agudamente desde lo alto de una gran
ola. Como cuando parece agradable a los hijos la vida de un
padre que yace enfermo entre grandes dolores, consumiéndose
durante mucho tiempo, pues le acomete un horrible demón y
los dioses le libran felizmente del mal, así de agradable le
parecieron a Odiseo la tierra y el bosque, y nadaba
apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando
estaba a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el
estrépito del mar en las rocas. Grandes olas rugían
estrepitosamente al romperse con estruendo contra tierra
firme, y todo se cubría de espuma marina, pues no había
puertos, refugios de las naves, ni ensenadas, sino
acantilados, rocas y escollos. Entonces se aflojaron las rodillas
y el corazón de Odiseo y decía afligido a su magnánimo
corazón:
«¡Ay de mí! Después que Zeus me ha concedido
inesperadamente ver tierra y he terminado de surcar este
abismo, no encuentro por dónde salir del canoso mar. Afuera
las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan
estrepitosamente, y la roca se yergue lisa y el mar es
profundo en la orilla, sin que sea posible poner allí los pies y
escapar del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola
y me lance contra pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si
sigo nadando más allá por si encuentro una playa donde
rompe el mar oblicuamente o un puerto marino, temo que la
tempestad me arrebate de nuevo y me lleve al ponto rico en
peces mientras yo gimo profundamente, o una divinidad
lance contra mí un gran monstruo marino de los que cría a
miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el ilustre, el que sacude la
tierra, está irritado conmigo.»
Mientras meditaba esto en su mente y en su corazón, lo
arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se habría
desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos
brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente:
lanzóse, asió la roca con ambas manos y se mantuvo en ella
gimiendo hasta que pasó una gran ola. De este modo
consiguió evitarla, pero al refluir esta lo golpeó cuando se
apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando al
sacar a un pulpo de su escondrijo se pegan infinitas
piedrecitas a sus tentáculos, así se desgarró en la roca la piel de
sus robustas manos.
Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el
desgraciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino si
Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado
sensatez. Así que emergiendo del oleaje que rugía en
dirección a la costa, nadó dando cara a la tierra por si
encontraba orillas batidas por las olas o puertos de mar. Y
cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa
corriente, aquél le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al
abrigo del viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su ánimo:
«Escucha, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy
deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón.
Incluso los dioses inmortales respetan al hombre que llega
errante como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas
después de sufrir mucho. Compadécete, soberano, puesto que
me precio de ser tu suplicante.»

Así dijo; hizo este cesar al punto su corriente, retirando las olas,
e hizo la calma delante de él, llevándolo salvo a la misma
desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos
brazos, pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía
todo el cuerpo hinchado, y de su boca y nariz fluía mucha
agua salada: así que cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un
terrible cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó su
ánimo, desató el velo de la diosa y lo echó al río que fluye
hacia el mar, y al punto se lo llevó una gran ola con la
corriente y luego la recibió Ino en sus manos. Alejóse del río,
se echó delante de una junquera y besó la fértil tierra. Y,
afligido, decía a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por
fin? Si velo junto al río durante la noche inspiradora de
preocupaciones, quizá la dañina escarcha y el suave rocío venzan
al tiempo mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues
una brisa fría sopla antes del alba desde el río. Pero si subo a la
colina y umbría selva y duermo entre las espesas matas, si me
dejan el frío y el cansancio y me viene el dulce sueño, temo
convertirme en botín y presa de las fieras.».

Después de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a
andar hacia la selva y la encontró cerca del agua en lugar bien
visible; y se deslizó debajo de dos matas que habían nacido del
mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a
ellos el húmedo soplo de los vientos ni el resplandeciente sol
los hería con sus rayos, ni la lluvia los atravesaba de un
extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados uno con
el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha
cama con sus manos, pues había un gran montón de hojarasca
como para acoger a dos o tres hombres en el invierno por
riguroso que fuera. A1 verla se alegró el divino Odiseo, el
sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de
hojas. Como el que esconde un tizón en negra ceniza en el
extremo de un campo (y no tiene vecinos) para conservar un
germen de fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte,
así se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió sobre sus
ojos el sueño para que se le calmara rápidamente el penoso
cansancio, cerrándole los párpados.




Marcela Noemí Silva
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