EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Odiseo y Nausícaa-VI

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 4:44 am








CANTO VI.
Odiseo y Nausícaa

Así es como dormía allí el sufridor, el divino Odiseo,
agotado por el sueño y el cansancio.
En tanto marchó Atenea al país y a la ciudad de los
hombres feacios que antes habitaban la espaciosa Hiperea cerca
de los Cíclopes, hombres soberbios que los dañaban
continuamente, pues eran superiores en fuerza. Sacándolos de
allí los condujo Nausítoo, semejante a un dios, y los asentó en
Esqueria, lejos de los hombres industriosos; rodeó la ciudad
con un muro, construyó casas a hizo los templos de los
dioses y repartió los campos. Pero este, vencido ya por Ker,
había marchado a Hades, y entonces gobernaba Alcínoo,
inspirado en sus designios por los dioses.
Al palacio de este se encaminó Atenea, la de ojos brillantes,
planeando el regreso para el magnánimo Odiseo. Llegó a la
muy adornada estancia en la que dormía una joven igual a
las diosas en su porte y figura, Nausícaa, hija del magnánimo
Alcínoo. Y dos sirvientas que poseían la belleza de las Gracias
estaban a uno y otro lado de la entrada, y las suntuosas
puertas estaban cerradas. Apresuróse Atenea como un soplo de
viento hacia la cama de la joven, y se puso sobre su cabeza
y le dirigió su palabra tomando la apariencia de la hija de
Dimante, famoso por sus naves, pues era de su misma edad y
muy grata a su ánimo.
Asemejándose a esta, le dijo Atenea, la de ojos brillantes:
«Nausícaa, ¿por qué tan indolente te parió tu madre?
Tienes descuidados los espléndidos vestidos, y eso que está
cercana tu boda, en que es preciso que vistas tus mejores
galas y se las proporciones también a aquellos que lo
acompañen. Pues de cosas así resulta buena fama a los hombres
y se complacen el padre y la venerable madre.
Conque marchemos a lavar tan pronto como despunte la
aurora; también yo iré contigo como compañera para que
dispongas todo enseguida, porque ya no vas a estar soltera
mucho tiempo, que te pretenden los mejores de los feacios en el
pueblo donde también tú tienes tu linaje. Así que, anda, pide a
tu ilustre padre que prepare antes de la aurora mulas y un
carro que lleve los cinturones, las túnicas y tu espléndida
ropa. Es para ti mucho mejor ir así que a pie, pues los
lavaderos están muy lejos de la ciudad.»
Cuando hubo hablado así se marchó Atenea, la de los brillantes,
al Olimpo, donde dicen que está la morada siempre segura de los
dioses, pues no es azotada por los vientos ni mojada por las
lluvias, ni tampoco la cubre la nieve. Permanece siempre un
cielo sin nubes y una resplandeciente claridad la envuelve. Allí
se divierten durante todo el día los felices dioses. Hacia allá
marchó la de ojos brillantes cuando hubo aconsejado a la joven.
Al punto llegó Eos, la de hermoso trono, que despertó a
Nausícaa; de lindo pelo, y asombrada del sueño echó a correr
por el palacio para contárselo a sus progenitores, a su padre y
a su madre. Y encontró dentro a los dos; ella estaba sentada
junto al hogar con sus siervas hilando copos de lana teñidos
con púrpura marina; a él lo encontró a las puertas cuando
marchaba con los ilustres reyes al Consejo, donde lo
reclamaban los nobles feacios.
Así que se acercó a su padre y le dijo:
«Querido papá, ¿no podrías aparejarme un alto carro de
buenas ruedas para que lleve a lavar al río los vestidos que
tengo sucios? Que también a ti conviene, cuando estás entre
los principales, participar en el Consejo llevando sobre tu
cuerpo vestidos limpios. Además, tienes cinco hijos en el
palacio, dos casados ya, pero tres solteros en la flor de la edad,
y estos siempre quieren ir al baile con los vestidos bien
limpios, y todo esto está a mi cargo.»
Así dijo, pues se avergonzaba de mentar el floreciente
matrimonio a su padre. Pero él comprendió todo y le
respondió con estas palabras:
«No te voy a negar las mulas, hija, ni ninguna otra cosa. Ve; al
momento los criados lo prepararán un alto carro de buenas
ruedas con una cesta ajustada a él.»
Cuando hubo dicho así, daba órdenes a sus criados y estos al
momento le obedecieron. Prepararon fuera el carro mulero de
buenas ruedas, trajeron mulas y las uncieron al yugo. La joven
sacó de la habitación un lujoso vestido y lo colocó en el bien
pulido carro, y la madre puso en un capacho abundante y rica
comida, así como golosinas, y en un odre de cuero de cabra
vertió vino. La joven subió al carro, y todavía le dio en un
recipiente de oro aceite húmedo para que se ungiera con sus
sirvientas. Tomó Nausícaa el látigo y las resplandecientes riendas
y lo restalló para que partieran. Y se dejó sentir el batir de las
mulas, y mantenían una tensión incesante llevando los vestidos y
a ella misma; mas no sola, que con ella marchaban sus esclavas.
Así que hubieron llegado a la hermosísima corriente del río
donde estaban los lavaderos perennes (manaba un caudal de
agua muy hermosa para lavar incluso la ropa más sucia),
soltaron las mulas del carro y las arrearon hacia el río de
hermosos torbellinos para que comieran la fresca hierba suave
como la miel. Tomaron ellas en sus manos los vestidos, los
llevaron a la oscura agua y los pisoteaban con presteza en las
pilas, emulándose unas a otras.
Una vez que limpiaron y lavaron toda la suciedad, extendieron
la ropa ordenadamente a la orilla del mar precisamente
donde el agua devuelve a la tierra los guijarros más
limpios.
Y después de bañarse y ungirse con el grasiento aceite,
tomaron el almuerzo junto a la orilla del río y aguardaban a
que la ropa se secara con el resplandor del sol.
Apenas habían terminado de disfrutar el almuerzo, las criadas
y ella misma se pusieron a jugar con una pelota, despojándose
de sus velos. Y Nausícaa, de blancos brazos, dio comienzo a
la danza. Como Artemis va por los montes, la Flechadora,
ya sea por el Taigeto muy espacioso o por el Erimanto,
mientras disfruta con los jabalíes y ligeros ciervos, y con ella
las ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la égida,
participan en los juegos y disfruta en su pecho Leto... (de todas
ellas tiene por encima la cabeza y el rostro, así que es
fácilmente reconocible, aunque todas son bellas), así se
distinguía entre todas sus sirvientas la joven doncella.
Pero cuando ya se disponían a regresar de nuevo a casa,
después de haber uncido las mulas y doblado los bellos
vestidos, la diosa de ojos brillantes, Atenea, dispuso otro plan:
que Odiseo se despertara y viera a la joven de hermosos
ojos que lo conduciría a la ciudad de los feacios. Conque la
princesa tiró la pelota a una sirvienta y no la acertó; arrojóla
en un profundo remolino y ellas gritaron con fuerza. Despertó
el divino Odiseo, y sentado meditaba en su mente y en su
corazón:
«¡Ay de mí! ¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he
llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos
de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses? Y
es el caso que me rodea un griterío femenino como de doncellas,
de ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes, las
fuentes de los ríos y los prados cubiertos de hierba. ¿O es que
estoy cerca de hombres dotados de voz articulada? Pero, ea, yo
mismo voy a comprobarlo a intentaré verlo.»
Cuando hubo dicho así, salió de entre los matorrales el divino
Odiseo, y de la cerrada selva cortó con su robusta mano una
rama frondosa para cubrirse alrededor las vergüenzas. Y se
puso en camino como un león montaraz que, confiado en su
fuerza, marcha empapado de lluvia y contra el viento y le arden
los ojos; entonces persigue a bueyes o a ovejas o anda tras los
salvajes ciervos; pues su vientre lo apremia a entrar en un recinto
bien cerrado para atacar a los ganados. Así iba a mezclarse
Odiseo entre las doncellas de lindas trenzas, aun estando
desnudo, pues la necesidad lo alcanzaba. Y apareció ante ellas
terriblemente afeado por la salmuera.
Temblorosas se dispersan cada una por un lado hacia las
salientes riberas. Sola la hija de Alcínoo se quedó, pues Atenea
le infundió valor en su pecho y arrojó el miedo de sus
miembros. Y permaneció a pie firme frente a Odiseo. Este
dudó entre suplicar a la muchacha de lindos ojos abrazado
a sus rodillas o pedirle desde lejos, con dulces palabras,
que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y mientras
esto cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces
palabras, no fuera que la doncella se irritara con él al abrazarle
las rodillas. Así que pronunció estas dulces y astutas palabras:
«A ti suplico, soberana. ¿Eres diosa o mortal? Si eres una
divinidad de las que poseen el espacioso cielo, yo te comparo
a Artemis , la hija del gran Zeus, en belleza, talle y
distinción, y si eres uno de los mortales que habitan la Tierra,
tres veces felices tu padre y tu venerable madre; tres veces
felices también tus hermanos, pues bien seguro que el ánimo
se les ensancha por tu causa viendo entrar en el baile a tal
retoño; y con mucho el más feliz de todos en su corazón aquel
que venciendo con sus presentes te lleve a su casa. Que jamás
he visto con mis ojos semejante mortal, hombre o mujer. Al
mirarte me atenaza el asombro. Una vez en Delos vi que
crecía junto al altar de Apolo un retoño semejante de palmera
(pues también he ido allí y me seguía un numeroso ejército
en expedición en que me iban a suceder funestos males.) Así
es que contemplando aquello quedé entusiasmado largo
tiempo, pues nunca árbol tal había crecido de la tierra.
«Del mismo modo te admiro a ti, mujer, y te contemplo
absorto al tiempo que temo profundamente abrazar tus
rodillas. Pero me alcanza un terrible pesar. Ayer escapé del
ponto, rojo como el vino, después de veinte días. Entretanto me
han zarandeado sin cesar el oleaje y turbulentas tempestades
desde la isla Ogigia, y ahora por fin me ha arrojado aquí
algún demón, sin duda para que sufra algún contratiempo;
pues no creo que estos vayan a cesar, sino que todavía los
dioses me preparan muchas desventuras.
«Pero tú, soberana, ten compasión, pues es a ti a quien
primero encuentro después de haber soportado muchas
desgracias, que no conozco a ninguno de los hombres que
poseen esta tierra y ciudad. Muéstrame la ciudad y dame algo
de ropa para cubrirme si al venir trajiste alguna para envoltura
de tus vestidos. ¡Que los dioses te concedan cuantas cosas
anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y te otorguen
también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más bello
y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan la casa
con el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría para el
amigo, y, sobre todo, ellos consiguen buena fama. »
Y le respondió luego Nausícaa, la de blancos brazos:
«Forastero, no pareces hombre plebeyo ni insensato. El mismo
Zeus Olímpico reparte la felicidad entre los hombres tanto a
nobles como a plebeyos, según quiere a cada uno. Sin duda
también a ti te ha concedido esto, y es preciso que lo soportes
con firmeza hasta el fin.
«Ahora que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra,
no te verás privado de vestidos ni de ninguna otra cosa de las
que son propias del desdichado suplicante que nos sale al
encuentro. Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus
gentes. Los feacios poseen esta ciudad y esta tierra; yo soy la
hija del magnánimo Alcínoo, en quien descansa el poder y la
fuerza de los feacios.»
Así dijo, y ordenó a las doncellas de lindas trenzas:
«Deteneos, siervas. ¿A dónde huís por ver a este hombre?
¿Acaso creéis que es un enemigo? No existe viviente ni puede
nacer hombre que llegue con ánimo hostil al país de los
feacios, pues somos muy queridos de los dioses y habitamos
lejos en el agitado ponto, los más apartados, y ningún otro
mortal tiene trato con nosotros.
«Pero este ha llegado aquí como un desdichado después de
andar errante, y ahora es preciso atenderle. Que todos los
huéspedes y mendigos proceden de Zeus, y para ellos una
dádiva pequeña es querida. ¡Vamos!, dadle de comer y de
beber y lavadlo en el río donde haya un abrigo contra el
viento. »
Así dijo; ellas se detuvieron y se animaron unas a otras,
hicieron sentar a Odiseo en lugar resguardado, según lo
había ordenado Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo, le
proporcionaron un manto y una túnica como vestido,
le entregaron aceite húmedo en una ampolla de oro y lo
apremiaban para que se bañara en las corrientes del río.
Entonces, por fin, dijo el divino Odiseo a las siervas:
«Siervas, deteneos ahí lejos mientras me quito de los hombros
la salmuera y me unjo con aceite, pues ya hace tiempo que no
hay grasa sobre mi cuerpo; que no me lavaré yo frente a
vosotras, pues me avergüenzo de permanecer desnudo entre
doncellas de lindas trenzas. »
Así dijo y ellas se alejaron y se lo contaron a la muchacha.
Conque el divino Odiseo púsose a lavar su cuerpo en las
aguas del río y a quitarse la salmuera que cubría sus anchas
espaldas y sus hombros, y limpió de su cabeza la espuma de
la mar infatigable. Después que se hubo lavado y ungido con
aceite, se vistió las ropas que le proporcionara la no sometida
doncella. Entonces le concedió, Atenea, la hija de Zeus,
aparecer más apuesto y robusto e hizo caer de su cabeza
espesa cabellera, semejante a la flor del jacinto. Así como
derrama oro sobre plata un diestro orfebre a quien Hefesto y
Palas Atenea han enseñado toda clase de artes y termina
graciosos trabajos, así Atenea vertió su gracia sobre la cabeza y
hombros de Odiseo. Fuese entonces a sentar a lo lejos junto a
la orilla del mar, resplandeciente de belleza y de gracia, y la
muchacha lo contemplaba.
Por fin dijo a las siervas de lindas trenzas:
«Escuchadme, siervas de blancos brazos, mientras os hablo; no
en contra de la voluntad de todos los dioses, los que poseen el
Olimpo, tiene trato este hombre con los feacios semejantes a
los dioses. Es verdad que antes me pareció desagradable,
pero ahora es semejante a los dioses, los que poseen el
amplio cielo. ¡Ojalá semejante varón fuera llamado esposo
mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con nosotros!
Vamos, siervas, dad al huésped comida y bebida.»
Así dijo; ellas la escucharon y al punto realizaron sus deseos:
pusieron comida y bebida junto a Odiseo y verdad es que
comía y bebía con voracidad el sufridor, el divino Odiseo, pues
durante largo tiempo estuvo ayuno de comida.
De pronto Nausícaa, de blancos brazos, cambió de parecer.
Después de haber plegado sus vestidos los colocó en el
hermoso carro, unció las mulas de fuertes cascos y ascendió
ella misma. Animó a Odiseo, le llamó por su nombre y le dirigió
su palabra:
«Forastero, levántate ahora para ir a la ciudad y para que yo te
acompañe a casa de mi prudente padre, donde te aseguro que
verás a los más excelentes de todos los feacios. Pero ahora
cuídate de obrar así —ya que no me pareces insensato—:
mientras vayamos por los campos y las labores de los hombres,
marcha presto con las sirvientas tras las mulas y el carro y yo
seré guía. Pero cuando subamos a la ciudad... a esta la rodea
una elevada muralla; hay un hermoso puerto a ambos lados de
la ciudad y es estrecha la entrada, y las curvadas naves son
arrastradas por el camino, pues todos ellos tienen refugios
para sus naves. También tienen en torno al hermoso templo
de Poseidón el ágora construida con piedras gigantescas que
hunden sus raíces en la tierra. Aquí se ocupan los hombres de
los aparejos de sus negras naves, cables y velas, y aquí afilan
sus remos. Pues los feacios no se ocupan de arco y carcaj, sino
de mástiles y remos, y de proporcionadas naves con las que
recorren orgullosos el canoso mar. De estos quiero evitar el
amargo comentario, no sea que alguno murmure por detrás,
pues muchos son los soberbios en el pueblo, y quizá alguno, el
más vil, diga al salirnos al encuentro: "¿Quién es este
hermoso y apuesto forastero que sigue a Nausícaa?, ¿dónde
lo encontró? Quizá llegue a ser su esposo, o quizá es algún
navegante al que, errante en su nave, le dio hospitalidad, de
los hombres que viven lejos, ya que nadie vive cerca de aquí.
O quizá un dios le ha bajado del cielo tras invocarlo y lo va a
tener con ella para siempre. Mejor si ha encontrado por ahí
un esposo de fuera, pues desdeña a los demás feacios en el
pueblo, aunque son muchos y nobles los que la pretenden."
Así dirán, y para mí estas palabras serán odiosas. Pero yo
también me indignaría con otra que hiciera cosas semejantes
contra la voluntad de su padre y de su madre y se uniera con
hombres antes que celebre público matrimonio.
«Conque, forastero, haz caso de mi palabra para que
consigas pronto de mi padre escolta y regreso.
«Encontrarás un espléndido bosque de Atenea junto al
camino, de álamos negros; allí mana una fuente y alrededor
hay un prado; allí está el cercado de mi padre y la florida viña,
tan cerca de la ciudad que se oye al gritar. Espera un poco allí
sentado para que nosotras alcancemos la ciudad y lleguemos a
casa de mi padre, y cuando supongas que hemos llegado al
palacio, disponte entonces a marchar a la ciudad de los
feacios y pregunta por la casa de mi padre, el magnánimo
Alcínoo. Es fácilmente reconocible y hasta un niño pequeño te
puede conducir, pues no es nada semejante a las casas de los
demás feacios: ¡tal es el palacio del héroe Alcínoo! Y una vez
que te cobijen la casa y el patio, cruza rápidamente el mégaron
para llegar hasta mi madre; ella está sentada en el hogar a la
luz del fuego, hilando copos purpúreos —¡una maravilla para
verlos!— apoyada en la columna. Y sus esclavas se sientan
detrás de ella. Allí también está el trono de mi padre apoyado
contra la columna, en el que se sienta a beber su vino como un
dios inmortal. Pásalo de largo y arrójate a abrazar con tus
manos las rodillas de mi madre, a fin de que consigas pronto
el día del regreso, para tu felicidad, aunque seas de lejana
tierra. Pues si ella te guarda sentimientos amigos en su
corazón, podrás cumplir el deseo de ver a los tuyos, tu bien
construida casa y tu tierra patria.»
Hablando así golpeó con su brillante látigo a las mulas y estas
abandonaron veloces las corrientes del río: trotaban muy bien
y cruzaban bien las patas. Y ella llevaba las riendas para que
pudieran seguirle a pie las sirvientas y Odiseo; así es que
manejaba el látigo con tiento.
Y se sumergió Helios y al punto llegaron al famoso
bosquecillo sagrado de Atenea, donde se sentó el divino
Odiseo:
Y se puso a invocar a la hija del gran Zeus:
«Escúchame, hija de Zeus, portador de égida, Atritona,
escúchame en este momento, ya que antes no me escuchaste
cuando sufrí naufragio, cuando me golpeó el famoso, el que
sacude la tierra. Concédeme llegar a la tierra de los feacios
como amigo y digno de lástima.»
Así dijo suplicando y le escuchó Palas Atenea.
Pero no le salió al encuentro, pues respetaba al hermano de
su padre que mantenía su cólera violenta contra Odiseo,
semejante a un dios, hasta que llegara a su patria.


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