EL LIBRO
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EL LIBRO
Otra vez es martes, otra vez a las 19:25,
puntual entra a ojear el mismo libro.
Sus visitas ya forman parte de un ritual y hasta puedo adivinar cuál será el siguiente movimiento de sus manos. Inevitable es que mi atención se quede plasmada como si el tiempo se marcara con su dedo índice, que con una suave caricia compone música.
Sus ojos decantan una dulce tristeza, como si añorasen algo o a alguien que se esconde entre esas letras. De vez en cuando dedica a mi silencio un suspiro, en el acto su respiración se detiene por un breve instante y es cuando llega el momento más esperado, sus labios se separan y musita un nombre, que aún no puedo descifrar. Su perfume se pasea entre los libros hasta llegar a mí como una brisa húmeda de mar, se queda prendado a mi ropa como un atardecer de olas calmas, de colores intensos y gotas de nostalgia.
En cambio, ella jamás se percata de mi presencia, ni mucho menos de mi mirada indiscreta. Más bien continúa abstraída, como si un mundo diferente cautivara su alma y la llevara al mismísimo limbo.
Me he preguntado tantas veces por qué ese libro, ese que permanece en el mismo lugar donde lo deja cuando se va y nadie vuelve a tocar, ni yo misma que nunca me he atrevido a ojear. Sé que se trata de un libro de poemas de un autor que escribía a un amor al que jamás pudo conocer, pero al que prometió esperar más allá de todo espacio y tiempo. Algunos críticos dijeron que, entre la travesía de su amor y la locura, solo podía existir un nexo, el canto de una sirena.
Desde la breve distancia que me separa hasta su esbelta figura parece haber un abismo insondable al que no puedo llegar por más que desee, su pelo inexplicablemente se ondea como si viniera envuelta de trazos de viento y su mirada podría jurar que lleva destellos de millones de lunas.
Confieso que más de una vez he salido tras ella y la he buscado entre los rincones del pueblo,
bajo los cielos estrellados o bajo la misma lluvia. Jamás he podido dar con ella.
Podría jurar que esta vez algo en el entorno de la librería es distinto, una luz discurre entre todos los libros y es entonces cuando la escucho cantar una melodía que embelesa y encanta al mismo tiempo. Lleva su mano derecha al pecho tomando un dije de coral, mientras que la otra descansa con una delicada paz sobre el libro y es cuando me atraviesa un sentimiento de amor infinito que me hace romper a llorar.
Eso es lo último que recuerdo antes de perder mi conciencia y despertar en el suelo.
Ella ya no estaba allí, sin embargo, su aroma aún me invadía al acercarme al libro que había quedado abierto sobre la mesa. No pude evitar esta vez leer el último párrafo que decía:
“No penes más por mí, amor, no hay tiempo ni distancia que ya puedan separarnos. A las 19:25 de aquel martes, cuando dejaste este mundo, yo también morí contigo. No hay amor más grande que aquellos imposibles que los que canta una sirena.”
El libro sigue en el mismo lugar desde aquel día. A ella ya no la he vuelto a ver, sin embargo, cada martes a la misma hora, la recuerdo.
puntual entra a ojear el mismo libro.
Sus visitas ya forman parte de un ritual y hasta puedo adivinar cuál será el siguiente movimiento de sus manos. Inevitable es que mi atención se quede plasmada como si el tiempo se marcara con su dedo índice, que con una suave caricia compone música.
Sus ojos decantan una dulce tristeza, como si añorasen algo o a alguien que se esconde entre esas letras. De vez en cuando dedica a mi silencio un suspiro, en el acto su respiración se detiene por un breve instante y es cuando llega el momento más esperado, sus labios se separan y musita un nombre, que aún no puedo descifrar. Su perfume se pasea entre los libros hasta llegar a mí como una brisa húmeda de mar, se queda prendado a mi ropa como un atardecer de olas calmas, de colores intensos y gotas de nostalgia.
En cambio, ella jamás se percata de mi presencia, ni mucho menos de mi mirada indiscreta. Más bien continúa abstraída, como si un mundo diferente cautivara su alma y la llevara al mismísimo limbo.
Me he preguntado tantas veces por qué ese libro, ese que permanece en el mismo lugar donde lo deja cuando se va y nadie vuelve a tocar, ni yo misma que nunca me he atrevido a ojear. Sé que se trata de un libro de poemas de un autor que escribía a un amor al que jamás pudo conocer, pero al que prometió esperar más allá de todo espacio y tiempo. Algunos críticos dijeron que, entre la travesía de su amor y la locura, solo podía existir un nexo, el canto de una sirena.
Desde la breve distancia que me separa hasta su esbelta figura parece haber un abismo insondable al que no puedo llegar por más que desee, su pelo inexplicablemente se ondea como si viniera envuelta de trazos de viento y su mirada podría jurar que lleva destellos de millones de lunas.
Confieso que más de una vez he salido tras ella y la he buscado entre los rincones del pueblo,
bajo los cielos estrellados o bajo la misma lluvia. Jamás he podido dar con ella.
Podría jurar que esta vez algo en el entorno de la librería es distinto, una luz discurre entre todos los libros y es entonces cuando la escucho cantar una melodía que embelesa y encanta al mismo tiempo. Lleva su mano derecha al pecho tomando un dije de coral, mientras que la otra descansa con una delicada paz sobre el libro y es cuando me atraviesa un sentimiento de amor infinito que me hace romper a llorar.
Eso es lo último que recuerdo antes de perder mi conciencia y despertar en el suelo.
Ella ya no estaba allí, sin embargo, su aroma aún me invadía al acercarme al libro que había quedado abierto sobre la mesa. No pude evitar esta vez leer el último párrafo que decía:
“No penes más por mí, amor, no hay tiempo ni distancia que ya puedan separarnos. A las 19:25 de aquel martes, cuando dejaste este mundo, yo también morí contigo. No hay amor más grande que aquellos imposibles que los que canta una sirena.”
El libro sigue en el mismo lugar desde aquel día. A ella ya no la he vuelto a ver, sin embargo, cada martes a la misma hora, la recuerdo.
Mariana Rodríguez Regueiro.
Ariel
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