EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Odiseo en el palacio de Alcínoo-VII

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Odiseo en el palacio de Alcínoo-VII Empty Odiseo en el palacio de Alcínoo-VII

Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 4:52 am








CANTO VII.
Odiseo en el palacio de Alcínoo

Y mientras así rogaba el sufridor, el divino Odiseo, el vigor
de las mulas llevaba a la doncella a la ciudad. Cuando al fin
llegó a la famosa morada de su padre, se detuvo ante las
puertas y la rodearon sus hermanos, semejantes a los
inmortales, quienes desuncieron las mulas del carro y
llevaron adentro las ropas. Ella se dirigió a su habitación y
le encendió fuego una anciana de Apira, la camarera
Eurimedusa, a la que trajeron desde Apira las curvadas
naves. Se la habían elegido a Alcínoo como recompensa,
porque reinaba sobre todos los feacios y el pueblo lo
escuchaba como a un dios. Ella fue quien crió a Nausícaa, la
de blancos brazos, en el mégaron; ella le avivaba el fuego y
le preparaba la cena.
Entonces Odiseo se dispuso a marchar a la ciudad, y Atenea,
siempre preocupada por Odiseo, derramó en torno suyo una
gran nube, no fuera que alguno de los magnánimos feacios,
saliéndole al encuentro, le molestara de palabra y le
preguntara quién era. Conque cuando estaba ya a punto de
penetrar en la agradable ciudad, le salió al encuentro la diosa
Atenea, de ojos brillantes, tomando la apariencia de una niña
pequeña con un cántaro, y se detuvo delante de él, y le
preguntó luego el divino Odiseo:
«Pequeña, ¿querrías llevarme a casa de Alcínoo, el que
gobierna entre estos hombres? Pues yo soy forastero y
después de muchas desventuras he llegado aquí desde lejos,
de una tierra apartada; por esto no conozco a ninguno de los
hombres que poseen esta ciudad y estas tierras de labor.»
Y le respondió luego Atenea, la diosa de ojos brillantes:
«Yo te mostraré, padre forastero, la casa que me pides, ya
que vive cerca de mi irreprochable padre. Anda, ven en
silencio y te mostraré el camino, pero no mires ni preguntes
a ninguno de los hombres, pues no soportan con agrado a
los forasteros ni agasajan con gusto al que llega de otra parte.
Confiados en sus rápidas naves surcan el gran abismo del
mar, pues así se lo ha encomendado el que sacude la tierra, y
sus naves son tan ligeras como las alas o como el pensamiento.»
Hablando así le condujo rápidamente Palas Atenea y él
marchaba tras las huellas de la diosa. Pero no lo vieron los
feacios, famosos por sus naves, mientras marchaba entre ellos
por su ciudad, ya que no lo permitía Atenea, de lindas
trenzas, la terrible diosa que preocupándose por él en su
ánimo le había cubierto con una nube divina.
Odiseo iba contemplando con admiración los puertos y las
proporcionadas naves, las ágoras de ellos, de los héroes y las
grandes murallas elevadas, ajustadas con piedras, maravilla
de ver. Y cuando al fin llegó a la famosa morada del rey,
Atenea, de ojos brillantes, comenzó a hablar:
«Ese es, padre forastero, el palacio que me pedías que te
mostrara; encontrarás a los reyes, vástagos de Zeus,
celebrando un banquete. Tú pasa adentro y no te turbes en
tu ánimo, pues un hombre con arrojo resulta ser el mejor en
toda acción, aunque llegue de otra tierra. Primero encontrarás
a la reina en el mégaron; su nombre es Arete y desciende de
los mismos padres que engendraron a Alcínoo. A Nausítoo lo
engendraron primero Poseidón, el que sacude la tierra, y
Peribea, la más excelente de las mujeres en su porte, hija
menor del magnánimo Eurimedonte, que entonces gobernaba
sobre los soberbios Gigantes —este hizo perecer a su
arrogante pueblo, pereciendo también él—; con ella se unió
Poseidón y engendró a su hijo, el magnánimo Nausítoo, que
reinó entre los feacios. Nausítoo fue el padre de Rexenor y
Alcínoo. A aquél lo alcanzó Apolo, el del arco de plata, recién
casado y sin hijos varones y en la casa dejó a una niña sola, a
Arete, a la que Alcínoo hizo su esposa y honró como jamás
ninguna otra ha sido honrada de cuantas mujeres gobiernan
una casa sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada
en su corazón y lo sigue siendo por sus hijos y el mismo
Alcínoo y por su pueblo que la contempla como a una diosa,
y la saludan con agradables palabras cuando pasea por la
ciudad, que no carece tampoco ella de buen juicio y resuelve
los litigios, incluso a los hombres por los que siente amistad.
Si ella te recibe con sentimientos amigos puedes tener la
esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de alto techo y a
tu tierra patria.»
Cuando hubo hablado así marchó Atenea, de ojos brillantes,
por el estéril ponto y abandonó la agradable Esqueria. Llegó
así a Maratón y a Atenas, de anchas calles, y penetró en la
sólida morada de Erecteo.
Entretanto, Odiseo caminaba hacia la famosa morada de
Alcínoo, y su corazón removía diversos pensamientos cuando
se detuvo antes de alcanzar el broncíneo umbral. Pues hay un
resplandor como de sol o de luna en el elevado palacio del
magnánimo Alcínoo; a ambos lados se extienden muros de
bronce desde el umbral hasta el fondo y en su torno un
azulado friso; puertas de oro cierran por dentro la sólida
estancia; las jambas sobre el umbral son de plata y de plata el
dintel, y el tirador, de oro. A uno y otro lado de la puerta había
perros de oro y plata que había esculpido Hefesto con la
habilidad de su mente para custodiar la morada del
magnánimo Alcínoo, perros que son inmortales y no
envejecen nunca. A lo largo de la pared y a ambos lados,
desde el umbral hasta el fondo, había tronos cubiertos por
ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En ellos se
sentaban los señores feacios mientras bebían y comían; y los
ocupaban constantemente. Había también unos jóvenes de oro
en pie sobre pedestales perfectamente construidos, portando
en sus manos antorchas encendidas, los cuales alumbraban los
banquetes nocturnos del palacio. Tiene cincuenta esclavas en
su mansión: unas muelen el dorado fruto, otras tejen telas y
sentadas hacen funcionar los husos, semejantes a las hojas de
un esbelto álamo negro, y del lino tejido gotea el húmedo
aceite. Tanto como los feacios son más expertos que los demás
hombres en gobernar su rápida nave sobre el ponto, así son sus
mujeres en el telar. Pues Atenea les ha concedido en grado
sumo el saber realizar brillantes labores y buena cabeza.

Fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de
cuatro yugadas y alrededor se extiende un cerco a ambos
lados. Allí han nacido y florecen árboles: perales y
granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces itigueras y
verdes olivos; de ellos no se pierde el fruto ni falta nunca en
invierno ni en verano: son perennes. Siempre que sopla Céfiro,
unos nacen y otros maduran. La pera envejece sobre la pera, la
manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y también el
higo sobre el higo. Allí tiene plantada una viña muy fructífera,
en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado, otras las
vendimian y otras las pisan: delante están las vides que dejan
salir la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí
también, en el fondo del huerto, crecen liños de verduras de
todas clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la
una que corre por todo el huerto, la otra que va de una parte
a otra bajo el umbral del patio hasta la elevada morada a
donde van por agua los ciudadanos. Tales eran las brillantes
dádivas de los dioses en la mansión de Alcínoo.
Allí estaba el divino Odiseo, el sufridor, y lo contemplaba con
admiración. Conque una vez que hubo contemplado todo
boquiabierto cruzó el umbral con rapidez para entrar en la
casa. Y encontró a los jefes y señores de los feacios que hacían
libación con sus copas al vigilante Argifonte, a quien solían
ofrecer libación en último lugar, cuando ya sentían necesidad
del lecho. Así que el sufridor, el divino Odiseo, echó a
andar por la casa envuelto en la espesa niebla que le había
derramado Atenea, hasta que llegó ante Arete y el rey Alcínoo.
Abrazó Odiseo las rodillas de Arete y entonces, por fin, se
disipó la divina nube. Quedaron todos en silencio al ver a un
hombre en el palacio y se llenaron de asombro al contemplarle.
Y Odiseo suplicaba de esta guisa:
«Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he
llegado a tu esposo, a tus rodillas y ante estos tus invitados,
después de sufrir muchas desventuras. ¡Ojalá los dioses
concedan a estos vivir en la abundancia; que cada uno pueda
legar a sus hijos los bienes de su hacienda y las prerrogativas
que les ha concedido el pueblo. En cuanto a mí,
proporcionadme escolta para llegar rápidamente a mi patria.
Pues ya hace tiempo que padezco pesares lejos de los míos.»
Así diciendo se sentó entre las cenizas junto al fuego del
hogar. Todos ellos permanecían inmóviles en silencio. Al fin
tomó la palabra un anciano héroe, Equeneo, que era el más
anciano entre los feacios y sobresalía por su palabra, pues era
conocedor de muchas y antiguas cosas. Este les habló y dijo con
sentimientos de amistad:
«Alcínoo, no me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped
permanezca sentado en el suelo entre las cenizas del hogar.
Estos permanecen callados esperando únicamente tu palabra.
Anda, haz que se levante y siéntalo en un trono de clavos de
plata. Ordena también a los heraldos que mezclen vino para que
hagamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste
a los venerables suplicantes. En fin, que el ama de llaves
proporcione al forastero alguna vianda de las que hay dentro.»
Cuando hubo escuchado esto, la sagrada fuerza de Alcínoo
asiendo de la mano a Odiseo, prudente y hábil en astucias, lo
hizo levantar del hogar y lo asentó en su brillante trono,
después de haber levantado a su hijo, al valeroso Laodamante,
que solía sentarse a su lado y al que sobre todos quería. Una
sirvienta trajo aguamanos en hermoso jarro de oro y la vertió
sobre una jofaina de plata para que se lavara. A su lado
extendió una pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le
proporcionó pan y le dejó allí toda clase de manjares,
favoreciéndole gustosa entre los presentes. En tanto que
comía y bebía el sufridor, divino Odiseo, la fuerza de Alcínoo
dijo a un heraldo:
«Pontónoo, mezcla vino en la crátera y repártelo a todos en la
casa para que ofrezcamos libaciones a Zeus, el que goza con
el rayo, el que asiste siempre a los venerables suplicantes.»
Así dijo; Pontónoo mezcló el dulce vino y lo repartió entre
todos, haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas.
Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto quiso
su ánimo, habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Escuchadme, jefes y señores de los feacios, para que os diga
lo que mi corazón me ordena en el pecho. Dad ahora fin al
banquete y marchad a acostaros a vuestra casa. Y a la aurora,
después de convocar al mayor número de ancianos,
ofreceremos hospitalidad al forastero, haremos hermosos
sacrificios a los dioses y después trataremos de su escolta
para que el forastero alcance su tierra patria sin fatiga ni
esfuerzo con nuestra escolta —la que recibirá contento— por
muy lejana que sea, y para que no sufra ningún daño antes de
desembarcar en su tierra. Una vez allí sufrirá cuantas
desventuras le tejieron con el hilo en su nacimiento, cuando lo
parió su madre, la Aisa y las graves Hilanderas. Pero si fuera
uno de los inmortales que ha venido desde el cielo, alguna
otra cosa nos preparan los dioses, pues hasta ahora siempre se
nos han mostrado a las claras, cuando les ofrecemos
magníficas hecatombes y participan con nosotros del
banquete sentados allí donde nos sentamos nosotros. Y si
algún caminante solitario se topa con ellos, no se le ocultan, y
es que somos semejantes a ellos tanto como los Cíclopes y la
salvaje raza de los Gigantes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Alcínoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en
nada me asemejo a los inmortales que poseen el ancho cielo,
ni en continente ni en porte, sino a los mortales hombres;
quien vosotros sepáis que ha soportado más desventuras
entre los hombres mortales, a este podría yo igualarme en
pesares. Y todavía podría contar desgracias mucho mayores,
todas cuantas soporté por la voluntad de los dioses. Pero
dejadme cenar, por más angustiado que yo esté, pues no
hay cosa más inoportuna que el maldito estómago que nos
incita por fuerza a acordarnos de él, y aun al que está muy
afligido y con un gran pesar en las mientes, como yo ahora
tengo el mío, lo fuerza a comer y beber. También a mí me hace
olvidar todos los males, que he padecido; y me ordena llenarlo.
«Vosotros, en cuanto apunte la aurora, apresuraos a dejarme a
mí, desgraciado, en mi tierra patria, a pesar de lo que he
sufrido. Que me abandone la vida una vez que haya visto mi
hacienda, mis siervos y mi gran morada de elevado techo.»
Así dijo; todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar
escolta al forastero, ya que había hablado como le
correspondía.
Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto su ánimo
quiso, cada uno marchó a su casa para acostarse. Así que
quedó sólo en el mégaron el divino Odiseo y a su lado se
sentaron Arete y Alcínoo, semejante a un dios. Las siervas se
llevaron los útiles del banquete.
Y Arete, de blancos brazos, comenzó a hablar, pues, al verlos,
reconoció el manto, la túnica y los hermosos ropajes que ella
misma había tejido con sus siervas. Y le habló y le dijo aladas
palabras:
«Huésped, seré yo la primera en preguntarte: ¿quién eres?, ¿de
dónde vienes?, ¿quién te dio esos vestidos?, ¿no dices que
has llegado aquí después de andar errante por el ponto?»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
Es doloroso, reina, que enumere uno a uno mis
padecimientos, que los dioses celestes me han otorgado
muchos. Pero con todo te contestaré a lo que me preguntas a
inquieres. Lejos, en el mar, está la isla de Ogigia, donde vive la
hija de Atlante, la engañosa Calipso de lindas trenzas, terrible
diosa; ninguno de los dioses ni de los hombres mortales tienen
trato con ella. Sólo a mí, desventurado, me llevó como
huésped un demón después que Zeus, empujando mi rápida
nave, la incendió con un brillante rayo en medio del ponto
rojo como el vino. Todos mis demás valientes compañeros
perecieron, pero yo, abrazado a la quilla de mi curvada nave,
aguanté durante nueve días; y al décimo, en negra noche, los
dioses me echaron a la isla Ogigia, donde habita Calipso de
lindas trenzas, la terrible diosa que acogiéndome gentilmente
me alimentaba y no dejaba de decir que me haría inmortal y
libre de vejez para siempre; pero no logró convencer a mi
corazón dentro del pecho. Allí permanecí, no obstante, siete
años regando sin cesar con mis lágrimas las inmortales ropas
que me había dado Calipso. Pero cuando por fin cumplió su
curso el año octavo, me apremió e incitó a que partiera ya sea
por mensaje de Zeus o quizá porque ella misma cambió de
opinión. Despidióme en una bien trabada balsa y me
proporcionó abundante pan y dulce vino, me vistió inmortales
ropas y me envió un viento próspero y cálido.
Diecisiete días navegué por el ponto, hasta que el decimoctavo
aparecieron las sombrías montañas de vuestras tierras. Conque
se me alegró el corazón, ¡desdichado de mí!, pues aún había
de verme envuelto en la incesante aflicción que me
proporcionó Poseidón, el que sacude la tierra, quien
impulsando los vientos me cerró el camino, sacudió el mar
infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras gemía
incesantemente, avanzara en mi balsa; después la destruyó la
tempestad. Fue entonces cuando surqué nadando el abismo
hasta que el viento y el agua me acercaron a vuestra tierra; y
cuando trataba de alcanzar la orilla, habríame arrojado
violentamente el oleaje contra las grandes rocas, en lugar
funesto; pero retrocedí de nuevo nadando, hasta que llegué al
río, allí donde me pareció el mejor lugar, limpio de piedras y
al abrigo del viento. Me dejé caer allí para recobrar el aliento
y se me echó encima la noche divina. Alejéme del río nacido
de Zeus y entre los matorrales acomodé mi lecho
amontonando alrededor muchas hojas; y un dios me vertió
profundo sueño. Allí, entre las hojas, dormí con el corazón
afligido toda la noche, la aurora y hasta el mediodía. Se
ponía el Sol cuando me abandonó el dulce sueño. Vi jugando
en la orilla a las siervas de tu hija; y ella era semejante a las
diosas. Le supliqué y no estuvo ayuna de buen juicio, como no
se podría esperar que obrara una joven que se encuentra con
alguien. Pues con frecuencia los jóvenes son sandios. Me
entregó pan suficiente y oscuro vino, me lavó en el río y me
proporcionó esta ropa. Aun estando apesadumbrado te he
contado toda la verdad.»
Y le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped, en verdad mi hija no tomó un acuerdo sensato al
no traerte a nuestra casa con sus siervas. Y sin embargo fue
ella la primera a quien dirigiste tus súplicas.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Héroe! No reprendas por esto a tu irreprochable hija; ella
me aconsejó seguirla con sus siervas, pero yo no quise por
vergüenza, y temiendo que al verme pudieras disgustarte.
Que la raza de los hombres sobre la tierra es suspicaz.»
Y le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped! El corazón que alberga mi pecho no es tal como para
irritarse sin motivo, pero todo es mejor si es ajustado. ¡Zeus
padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como eres y pensando
las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por
esposa y permaneciendo aquí pudiese llamarte mi yerno!; que
yo te daría casa y hacienda si permanecieras aquí de buen
grado. Pero ninguno de los feacios te retendrá contra tu
voluntad, no sea que esto no fuera grato a Zeus. Yo te anuncio,
para que lo sepas bien, tu viaje para mañana. Mientras tú
descansas sometido por el sueño, ellos remarán por el mar
encalmado hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o a donde
quiera que te sea grato, por distante que esté (aunque más lejos
que Eubea, la más lejana según dicen los que la vieron de
nuestros soldados cuando llevaron allí al rubio Radamanto
para que visitara a Ticio, hijo de la Tierra. Allí llegaron y, sin
cansancio, en un solo día, llevaron a cabo el viaje y regresaron a
casa). Tú mismo podrás observar qué excelentes son mis navíos
y mis jóvenes en golpear el mar con el remo.»
Así dijo y se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y
suplicando dijo su palabra y lo llamó por su nombre:
«Padre Zeus, ¡ojalá cumpla Alcínoo cuanto ha prometido!
Que su fama jamás se extinga sobre la nutricia tierra y que yo
llegue a mi tierra patria.»
Mientras ellos cambiaban estas palabras, Arete, de blancos
brazos, ordenó a las mujeres colocar lechos bajo el pórtico y
disponer las más bellas mantas de púrpura y extender encima
las colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse.
Así que salieron las siervas de la sala con hachas ardiendo, y
una vez que terminaron de hacer diligentemente la cama,
dirigiéronse a Odiseo y lo invitaron con estas palabras:
«Huésped, levántate y ven a dormir, tienes hecha la cama.»
Así hablaron y a él le plugo marchar a acostarse. Así que allí
durmió debajo del sonoro pórtico el sufridor, el divino
Odiseo, en lecho taladrado. Luego se acostó Alcínoo en el
interior de la alta morada; le había dispuesto su esposa y
señora el lecho y la cama.

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