EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Odiseo agasajado por los feacios-VIII

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Odiseo agasajado por los feacios-VIII Empty Odiseo agasajado por los feacios-VIII

Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 5:06 am






CANTO VIII.
Odiseo agasajado por los feacios

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de
dedos de rosa, se levantó del lecho la sagrada fuerza de
Alcínoo y se levantó Odiseo del linaje de Zeus, el destructor de
ciudades. La sagrada fuerza de Alcínoo los conducía al
ágora que los feacios tenían construida cerca de las naves. Y
cuando llegaron se sentaron en piedras pulimentadas, cerca
unos de otros.
Y recorría la ciudad Palas Atenea, que tomó el aspecto del
heraldo del prudente Alcínoo, preparando el regreso a su
patria para el valeroso Odiseo. La diosa se colocaba cerca de
cada hombre y le decía su palabra:
«¡Vamos, caudillos y señores de los feacios! Id al ágora para
que os informéis sobre el forastero que ha llegado
recientemente a casa del prudente Alcínoo después de recorrer
el ponto, semejante en su cuerpo a los inmortales.»
Así diciendo movía la fuerza y el ánimo de cada uno. Bien
pronto el ágora y los asientos se llenaron de hombres que se
iban congregando y muchos se admiraron al ver al prudente
hijo de Laertes; que Atenea derramaba una gracia divina
por su cabeza y hombros e hizo que pareciese más alto y más
grueso: así sería grato a todos los feacios y temible y venerable,
y llevaría a término muchas pruebas, las que los feacios iban a
poner a Odiseo. Cuando se habían reunido y estaban ya
congregados, habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Oídme, caudillos y señores de los feacios, para que os diga
lo que mi ánimo me ordena dentro del pecho. Este forastero
—y no sé quién es—ha llegado errante a mi palacio bien de los
hombres de Oriente o de los de Occidente; nos pide una escolta
y suplica que le sea asegurada. Apresuremos nosotros su
escolta como otras veces, que nadie que llega a mi casa está
suspirando mucho tiempo por ella.
«Vamos, echemos al mar divino una negra nave que navegue
por primera vez, y que sean escogidos entre el pueblo
cincuenta y dos jóvenes, cuantos son siempre los mejores. Atad
bien los remos a los bancos y salid. Preparad a continuación
un convite al volver a mi palacio, que a todos se lo ofreceré en
abundancia. Esto es lo que ordeno a los jóvenes. Y los demás,
los reyes que lleváis cetro, venid, a mi hermosa mansión para
que honremos en el palacio al forastero. Que nadie se niegue.
Y llamad al divino aedo Demódoco, a quien la divinidad ha
otorgado el canto para deleitar siempre que su ánimo lo
empuja a cantar.»
Así habló y los condujo y ellos le siguieron, los reyes que llevan
cetro. El heraldo fue a llamar al divino aedo y los cincuenta
y dos jóyenes se dirigieron, como les había ordenado, á la
ribera del mar estéril. Cuando llegaron a la negra nave y al mar
echaron la nave al abismo del mar y pusieron el mástil y las
velas y ataron los remos con correas, todo según correspondía.
Extendieron hacia arriba las blancas velas, anclaron a la nave en
aguas profundas y se pusieron en camino para ir a la gran
casa del prudente Alcínoo. Y los pórticos, el recinto de los
patios y las habitaciones se llenaron de hombres que se
congregaban, pues eran muchos, jóvenes y ancianos. Para
ellos sacrificó Alcínoo doce ovejas y ocho cerdos albidentes
y dos bueyes de rotátiles patas. Los desollaron y
prepararon a hicieron un agradable banquete.
Y se acercó el heraldo con el deseable aedo a quien Musa
amó mucho y le había dado lo bueno y lo malo: le privó de
los ojos, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso un
sillón de clavos de plata en medio de los comensales,
apoyándolo a una elevada columna, y el heraldo le colgó de
un clavo la sonora cítara sobre su cabeza. y le mostró cómo
tomarla con las manos. También le puso al lado un canastillo
y una linda mesa y una copa de vino para beber siempre que
su ánimo le impulsara.
Y ellos echaron mano de las viandas que tenían delante. Y
cuando hubieron arrojado el deseo de comida y bebida, Musa
empujó al aedo a que cantara la gloria de los guerreros con un
canto cuya fama llegaba entonces al ancho cielo: la disputa de
Odiseo y del Pelida Aquiles, cómo en cierta ocasión
discutieron en el suntuoso banquete de los dioses con
horribles palabras. Y el soberano de hombres; Agamenón, se
alegraba en su ánimo de que riñeran los mejores de los aqueos.
Así se lo había dicho con su oráculo Febo Apolo en la divina
Pitó cuando sobre pasó el umbral de piedra para ir a
consultarle; en aquel momento comenzó a desarrollarse el
principio de la calamidad para teucros y dánaos por los
designios del gran Zeus. Esta cantaba el muy ilustre aedo.
Entonces Odiseo tomó con sus pesadas manos su grande,
purpúrea manta; se lo echó par encima de la cabeza y cubrió su
hermoso rostro; le daba vergüenza dejar caer lágrimas bajo
sus párpados delante de los feacios. Siempre que el divino
aedo dejaba de cantar se enjugaba las lágrimas y retiraba el
manto de su cabeza y, tomando una copa doble, hacía
libaciones a los dioses.
Pero cuando comenzaba otra vez —lo impulsaban a cantar los
más nobles de los feacios porque gozaban con sus versos—,
Odiseo se cubría nuevamente la cabeza y lloraba. A los demás
les pasó inadvertido que derramaba lágrimas. Sólo Alcínoo lo
advirtió y observó, pues estaba sentado al lado y le oía gemir
gravemente. Entonces dijo el soberano a los feacios amantes
del remo:
«¡Oídme, caudillos y señores de los feacios! Ya hemos
gozado del bien distribuido banquete y de la cítara que es
compañera del festín espléndido; salgamos y probemos toda
clase de juegos. Así también el huésped contará a los suyos al
volver a casa cuánto superamos a los demás en el pugilato, en
la lucha, en el salto y en la carrera.»
Así habló y los condujo y ellos les siguieron. El heraldo colgó
del clavo la sonora cítara y tomó de la mano a Demódoco; lo
sacó del mégaron y lo conducía por el mismo camino que
llevaban los mejores de los feacios para admirar los juegos. Se
pusieron en camino para ir al ágora y los seguía una gran
multitud, miles. Y se pusieron en pie muchos y vigorosos
jóvenes, se levantó Acroneo, y Ocíalo, y Elatreo, y Nauteo,
y Primneo, y Anquíalo, y Eretmeo, y Ponteo, y Poreo, y
Toón, y Anabesineo, y Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida.
Se levantó también Eurfalo, semejante a Ares, funesto para
los mortales, el que más sobresalía en cuerpo y hermosura de
todos los feacios después del irreprochable Laodamante.
También se pusieron en pie tres hijos del egregio Alcínoo:
Laodamante, Halio y Élitoneo, parecido a un dios. Estos
hicieron la primera prueba con los pies. Desde la línea de
salida se les extendía la pista y volaban velozmente por la
llanura levantando polvo. Entre ellos fue con mucho el mejor
en el correr el irreprochable Clitoneo; cuanto en un campo
noval es el alcance de dos mulas, tanto se les adelantó
llegando a la gente mientras los otros se quedaron atrás.
Luego hicieron la prueba de la fatigosa lucha y en esta venció
Euríalo a todos los mejores. Y en el salto fue Anfíalo el mejor,
y en el disco fue Elatreo el mejor de todos con mucho,
y en el pugilato Laodamante, el noble hijo de Alcínoo. Y
cuando todos hubieron deleitado su ánimo con los juegos,
entre ellos habló Laodamante, el hijo de Alcínoo:
«Aquí, amigos, preguntemos al huésped si conoce y ha
aprendido algún juego. Que no es vulgar en su natural: en sus
músculos y piernas, en sus dos brazos, en su robusto cuello y en
su gran vigor. Y no carece de vigor juvenil, sino que está
quebrantado por numerosos males; que no creo yo que haya cosa
peor que el mar para abatir a un hombre por fuerte que sea.»
Y Euríalo le contestó y dijo:
«Has hablado como te corresponde. Ve tú mismo a
desafiarlo y manifiéstale tu palabra.»
Cuando le oyó se adelantó el noble hijo de Alcínoo, se puso en
medio y dijo a Odiseo:
«Ven aquí, padre huésped, y prueba tú también los juegos si
es que has aprendido alguno. Es natural que los conozcas,
pues no hay gloria mayor para el hombre mientras vive que lo
que hace con sus pies o con sus manos. Vamos, pues, haz la
prueba y arroja de tu ánimo las penas, pues tu viaje no se
diferirá por más tiempo; ya la nave te ha sido botada y tienes
preparados unos acompañantes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tal cosa por burlaros de
mí? Las perlas ocupan mi interior más que los juegos. Yo he
sufrido antes mucho y mucho he soportado. Y ahora estoy
sentado en vuestra asamblea necesitando el regreso,
suplicando al rey y a todo el pueblo.»
Entonces, Euríalo le contestó y le echó en cara:
«No, huésped, no te asemejas a un hombre entendido en
juegos, cuantos hay en abundancia entre los hombres, sino al
que está siempre en una nave de muchos bancos, a un
comandante de marinos mercantes que cuida de la carga y
vigila las mercancías y las ganancias debidas al pillaje. No
tienes traza de atleta.»
Y lo miró torvamente y le contestó el muy astuto Odiseo:
«¡Huésped! No has hablado bien y me pareces un
insensato. Los dioses no han repartido de igual modo a
todos sus amables dones de hermosura, inteligencia y
elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero la
divinidad lo corona con la hermosura de la palabra y todos
miran hacia él complacidos. Les habla con firmeza y con
suavidad respetuosa y sobresale entre los congregados, y lo
contemplan como a un dios cuando anda por la ciudad.
«Otro, por el contrario, se parece a los inmortales en su porte,
pero no lo corona la gracia cuando habla.
«Así tu aspecto es distinguido y ni un dios lo habría formado
de otra guisa, mas de inteligencia eres necio. Me has movido
el ánimo dentro del pecho al hablar inconvenientemente.
No soy desconocedor de los juegos como tú aseguras, antes
bien, creo que estaba entre los primeros mientras confiaba en
mi juventud y mis brazos. Pero ahora estoy poseído por la
adversidad y los dolores, pues he soportado mucho guerreando
con los hombres y atravesando las dolorosas olas. Pero aun
así, aunque haya padecido muchos males, probaré en los
juegos: tu palabra ha mordido mi corazón y me has
provocado al hablar.»
Dijo, y con su mismo vestido se levantó, tomó un disco mayor y
más ancho y no poco más pesado que con el que solían competir
entre sí los feacios. Le dio vueltas, lo lanzó de su pesada mano y
la piedra resonó. Echáronse a tierra los feacios de largos remos,
hombres ilustres por sus naves, por el ímpetu de la piedra, y esta
sobrevoló todas las señales al salir velozmente de su mano.
Atenea le puso la señal tomando la forma de un hombre, le dijo
su palabra y lo llamó por su nombre:
«Incluso un ciego, forastero, distinguiría a tientas la señal, pues
no está mezclada entre la multitud sino mucho más adelante;
confía en esta prueba; ninguno de los feacios la alcanzará ni
sobrepasará.»
Así habló, y se alegró el sufridor, el divino Odiseo gozoso
porque había visto en la competición un compañero a su favor.
Y entonces habló más suavemente a los feacios:
«Alcanzad esta señal, jóvenes; en breve lanzaré, creo yo, otra
piedra tan lejos o aún más. Y aquél entre los demás feacios,
salvo Laodamante, a quien su corazón y su ánimo le impulse,
que venga acá, que haga la prueba —puesto que me habéis
irritado en exceso— en el pugilato o en la lucha o en la
carrera; a nada me niego. Pues Laodamante es mi huésped:
¿Quién lucharía con el que lo honra como huésped? Es
hombre loco y de poco precio el que propone rivalizar en
los juegos a quien le da hospitalidad en tierra extranjera,
pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás no
rechazo a ninguno ni lo desprecio, sino que quiero verlo y
ejecutar las pruebas frente a él. Que no soy malo en todas las
competiciones cuantas hay entre los hombres. Sé muy bien
tender el arco bien pulimentado; sería el primero en tocar a un
hombre enviando mi dardo entre una multitud de enemigos
aunque lo rodearan muchos compañeros y lanzaran flechas
contra los hombres. Solo Filoctetes me superaba en el arco en
el pueblo de los troyanos cuando disparábamos los aqueos.
De los demás os aseguro que yo soy el mejor con mucho, de
cuantos mortales hay sobre la tierra que comen pan. Aunque
no pretendo rivalizar con hombres antepasados como
Heracles y Eurito Ecaliense, los que incluso con los
inmortales rivalizaban en el arco. Por eso murió el gran Eurito
y no llegó a la vejez en su palacio, pues Apolo lo mató irritado
porque le había desafiado a tirar con el arco.
«También lanzo la jabalina a donde nadie llegaría con una
flecha. Sólo temo a la carrera, no sea que uno de los feacios
me sobrepase; que fui excesivamente quebrantado en medio
del abundante oleaje, puesto que no había siempre provisiones
en la nave y por esto mis miembros están flojos.»
Así habló, y todos enmudecieron en silencio. Sólo Alcínoo
contestó y dijo:
«Huésped, puesto que esto que dices entre nosotros no es
desagradable, sino que quieres mostrar la valía que te
acompaña, irritado porque este hombre se ha acercado a
injuriarte en el certamen —pues no pondría en duda tu valía
cualquier mortal que supiera en su interior decir cosas
apropiadas—. Pero, vamos, atiende a mi palabra para que a tu
vez se lo comuniques a cualquiera de los héroes, cuando
comas en tu palacio junto a tu esposa y tus hijos, acordándote
de nuestra valía: qué obras nos concede Zeus también a
nosotros continuamente ya desde nuestros antepasados. No
somos irreprochables púgiles ni luchadores, pero corremos
velozmente con los pies y somos los mejores en la
navegación; continuamente tenemos agradables banquetes y
cítara y bailes y vestidos mudables y baños calientes y camas.
«Conque, vamos, bailarines de los feacios, cuantos sois los
mejores, danzad; así podrá también decir el huésped a los
suyos cuando regrese a casa cuánto superamos a los demás en
la náutica y en la carrera y en el baile y en el canto. Que
alguien vaya a llevar a Demódoco la sonora cítara que yace en
algún lugar de nuestro palacio.»
Así habló Alcínoo semejante a un dios, y se levantó un
heraldo para llevar la curvada cítara de la habitación del rey.
También se levantaron árbitros elegidos, nueve en total
—los que organizaban bien cada cosa en los concursos—,
allanaron el piso y ensancharon la hermosa pista. Se acercó
el heraldo trayendo la sonora cítara a Demódoco y este
enseguida salió al centro. A su alrededor se colocaron
unos jóvenes adolescentes conocedores de la danza y batían
la divina pista con los pies. Odiseo contemplaba el brillo de
sus pies y quedó admirado en su ánimo.
Y Demódoco, acompañándose de la cítara, rompió a cantar
bellamente sobre los amores de Ares y de la de linda corona,
Afrodita: cómo se unieron por primera vez a ocultas en el
palacio de Hefesto. Ares le hizo muchos regalos y deshonró
el lecho y la cama de Hefesto, el soberano. Entonces se lo fue a
comunicar Helios, que los había visto unirse en amor. Cuando
oyó Hefesto la triste noticia, se puso en camino hacia su
fragua meditando males en su interior; colocó sobre el tajo el
enorme yunque y se puso a forjar unos hilos irrompibles,
indisolubles, para que se quedaran allí firmemente.
Y cuando había construido su trampa irritado contra Ares, se
puso en camino hacia su dormitorio, donde tenía la cama, y
extendió los hilos en círculo por todas partes en torno a las
patas de la cama; muchos estaban tendidos desde arriba,
desde el techo, como suaves hilos de araña, hilos que no
podría ver nadie, ni siquiera los dioses felices, pues estaban
fabricados con mucho engaño. Y cuando toda su trampa
estuvo extendida alrededor de la cama, simuló marcharse a
Lemnos, bien edificada ciudad, la que le era más querida de
todas las tierras.
Ares, el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego,
pues vio marcharse lejos a Hefesto, al ilustre herrero, y se
puso en camino hacia el palacio del muy ilustre Hefesto
deseando el amor de la diosa de linda corona, de la de Citera.
Estaba ella sentada, recién venida de junto a su padre, el
poderoso hijo de Cronos. Y él entró en el palacio y la tomó de
la mano y la llamó por su nombre:
«Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos, pues
Hefesto ya no está entre nosotros, sino que se ha marchado a
Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.»
Así habló, y a ella le pareció deseable acostarse. Y los dos
marcharon a la cama y se acostaron. A su alrededor se
extendían los hilos fabricados del prudence Hefesto y no les
era posible mover los miembros ni levantarse. Entonces se
dieron cuenta que no había escape posible. Y llegó a su lado
el muy ilustre cojo de ambos pies, pues había vuelto antes de
llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía la vigilancia y le
dio la noticia y se puso en camino hacia su palacio,
acongojado su corazón. Se detuvo en el pórtico y una rabia
salvaje se apoderó de él, y gritó estrepitosamente haciéndose oír
de todos los dioses:
«Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre,
venid aquí para que veáis un acto ridículo y vergonzoso: cómo
Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente porque
soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares; que él
es hermoso y con los dos pies, mientras que yo soy lisiado.
Pero ningún otro es responsable, sino mis dos padres: ¡no me
debían haber engendrado! Pero mirad dónde duermen estos
dos en amor; se han metido en mi propia cama. Los estoy
viendo y me lleno de dolor, pues nunca esperé ni por un
instante que iban a dormir así por mucho que se amaran. Pero
no van a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi
trampa y las ligaduras hasta que mi padre me devuelva todos
mis regalos de esponsales, cuantos le entregué por la
muchacha de cara de perra. Porque su hija era bella, pero
incapaz de contener sus deseos.»
Así habló, y los dioses se congregaron junto a la casa de
piso de bronce. Llegó Poseidón, el que conduce su carro por
la tierra; llegó el subastador, Hermes, y llegó el soberano que
dispara desde lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se
quedaban por vergüenza en casa cada una de ellas.
Se apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores de
bienes, y se les levantó inextinguible la risa al ver las artes del
prudente Hefesto. Y al verlo, decía así uno al que tenía más
cerca:
«No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así,
ahora, Hefesto, que es lento, ha cogido con sus artes a Ares,
aunque es el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo,
cojo como es. Y debe la multa por adulterio.»

Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo, se
dirigió a Hermes:
«Hermes, hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te
gustaría dormir en la cama junto a la dorada Afrodita sujeto
por fuertes ligaduras?»
Y le contestó el mensajero el Argifonte:
«¡Así sucediera esto, soberano disparador de lejos, Apolo!
¡Que me sujetaran interminables ligaduras tres veces más que
ésas y que vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!»
Así dijo y se les levantó la risa a los inmortales dioses. Pero a
Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba de rogar a Hefesto,
al insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y le dirigió
aladas palabras:
«Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo lo
que es justo entre los inmortales dioses.»
Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:
«No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me
ordenes eso; sin valor son las fianzas que se toman por gente
sin valor. ¿Cómo iba yo a requerirte entre los inmortales
dioses si Ares se escapa evitando la deuda y las ligaduras?
Y le respondió Poseidón, el que sacude la tierra:

«Hefesto, si Ares huye sin pagar la deuda, yo mismo te la
pagaré.» Y le contestó el muy insigne cojo de ambos pies:
«No es posible ni está bien negarme a tu palabra.»
Así hablando los liberó de las ligaduras la fuerza de Hefesto. Y
cuando se vieron libres de las ligaduras, aunque eran muy
fuertes, se levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se
llegó a Chipre, Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron
las Gracias y la ungieron con aceite inmortal, cosas que
aumentan el esplendor de los dioses que viven siempre y la
vistieron deseables vestidos, una maravilla para verlos.
Esto cantaba el muy insigne aedo. Odiseo gozaba en su
interior al oírlo y también los demás feacios que usan largos
remos, hombres insignes por sus naves.
Alcínoo ordenó a Halio y Laodamante que danzaran solos,
pues nadie rivalizaba con ellos. Así que tomaron en sus manos
una hermosa pelota de púrpura (se la había hecho el sabio
Pólibo); el uno la lanzaba hacia las sombrías nubes doblándose
hacia atrás y el otro saltando hacia arriba la recibía con
facilidad antes de tocar el suelo con sus pies.
Después; cuando habían hecho la prueba de lanzar la pelota
en línea recta, danzaban sobre la tierra nutricia cambiando a
menudo sus posiciones; los demás jóvenes aplaudían en pie
entre la concurrencia y gradualmente se levantaba un gran
murmullo.
Fue entonces cuando el divino Odiseo se dirigió a Alcínoo:
«Alcínoo, poderoso, el más insigne de todo tu pueblo, con
razón me asegurabas que erais los mejores bailarines. Se ha
presentado esto como un hecho cumplido, la admiración
se apodera de mí al verlo.»
Así habló, y se alegró la sagrada fuerza de Alcínoo. Y
enseguida dijo a los feacios amantes del remo:
«Escuchad, caudillos y señores de los feacios. El huésped me
parece muy discreto. Vamos, démosle un regalo de
hospitalidad, como es natural. Puesto que gobiernan en el
pueblo doce esclarecidos reyes —yo soy el decimotercero—,
cada uno de estos entregadle un vestido bien lavado y un
manto y un talento de estimable oro. Traigámoslo enseguida
todos juntos para que el huésped, con ello en sus manos, se
acerque al banquete con ánimo gozoso. Y que Euríalo lo
aplaque con sus palabras y con un regalo, que no dijo su
palabra como le correspondía.»
Así dijo, y todos aprobaron sus palabras y se lo aconsejaron
a Euríalo. Y cada uno envió un heraldo para que trajera los
regalos.
Entonces, Euríalo le contestó y dijo:
«Alcínoo poderoso, el más señalado de todo el pueblo,
aplacaré al huésped como tú ordenas. Le regalaré esta espada
Coda de bronce, cuya empuñadura es de plata y cuya vaina
está rodeada de marfil recién cortado. Y le será de mucho
valor.»
Así dijo, y puso en manos de Odiseo la espada de clavos de
plaza; le habló y le dirigió aladas palabras:
«Salud, padre huésped, si alguna palabra desagradable ha
sido dicha, que la arrebaten los vendavales y se la lleven. Y a
ti, que los dioses te concedan ver a tu esposa y llegar a tu
patria, pues sufres penalidades largo tiempo ya lejos de los
tuyos.»
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«También a ti, amigo, salud y que los dioses te concedan
felicidad, y que después no sientas nostalgia de la espada esta
que ya me has dado aplacándome con tus palabras.»
Así dijo, y colocó la espada de clavos de plata en torno a sus
hombros.
Cuando se sumergió Helios, ya tenía él a su lado los
insignes regalos; los ilustres heraldos los llevaban al palacio
de Alcínoo y los hijos del irreprochable Alcínoo los
recibieron y colocaron los muy hermosos regalos junto a su
venerable madre.
Ante ellos marchaba la sagrada fuerza de Alcínoo y al llegar
se sentaron en elevados sillones.
Entonces se dirigió a Arete la fuerza de Alcínoo:
«Trae acá, mujer, un arcón insigne, el que sea mejor. Y en él
coloca un vestido bien lavado y un manto. Calentadle un
caldero de bronce con fuego alrededor y templad el agua
para que se lave y vea bien puestos todos los regalos que le
han traído aquí los irreprochables feacios, y goce con el
banquete escuchando también la música de una tonada.
También yo le entregaré esta copa mía hermosísima, de oro,
para qua se acuerde de mí todos los días al hacer libaciones en
su palacio a Zeus y a los demás dioses.»
Así dijo, y Arete ordenó a sus esclavas que colocaran al fuego
un gran trípode lo antes posible. Ellas colocaron al fuego
ardiente una bañera de tres patas, echaron agua, pusieron
leña y la encendieron debajo. Y el fuego lamía el vientre de
la bañera y se calentaba el agua.
Entretanto Arete traía de su tálamo un arcón hermosísimo
para el huésped en él había colocado los lindos regalos,
vestidos y oro, que los feacios le habían dado. También había
colocado en el arcón un hermoso vestido y un manto y le
habló y le dirigió aladas palabras:
«Mira tú mismo esta tapa y échale enseguida un nudo, no sea
que alguien la fuerce en el viaje cuando duermas dulce sueño
al marchar en la negra nave.»
Cuando escuchó esto el sufridor, el divino Odiseo, adaptó la
tapa y le echó enseguida un bien trabado nudo, el que le había
enseñado en otro tiempo la soberana Circe.
Acto seguido el ama de llaves ordenó que lo lavaran una vez
metido en la bañera, y él vio con gusto el baño caliente, pues
no se había cuidado a menudo de él desde que había
abandonado la morada de Calipso, la de lindas trenzas. En
aquella época le estaba siempre dispuesto el baño como para
un dios.
Cuando las esclavas lo habían lavado y ungido con aceite y le
habían puesto túnica y manto, salió de la bañera y fue hacia
los hombres que bebían vino. Y Nausícaa, que tenía una
hermosura dada por los dioses se detuvo junto a un pilar del
bien fabricado techo. Y admiraba a Odiseo al verlo en sus ojos;
y le habló y le dijo aladas palabras:
«Salud, huésped, acuérdate de mí cuando estés en tu patria,
pues es a mí la primera a quien debes la vida.»

Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo:
«Nausícaa, hija del valeroso Alcínoo, que me conceda Zeus, el
que truena fuerte, el esposo de Hera, volver a mi casa y ver
el día del regreso. Y a ti, incluso allí te haré súplicas como a
una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.»
Dijo, y se sentó en su sillón junto al rey Alcínoo.
Y ellos ya estaban repartiendo las porciones y mezclando el
vino.
Y un heraldo se acercó conduciendo al deseable aedo, a
Demódoco, honrado en el pueblo, y le hizo sentar en medio
de los comensales apoyándolo junto a una enorme columna.
Entonces se dirigió al heraldo el muy inteligente Odiseo,
mientras cortaba el lomo —pues aún sobraba mucho— de un
albidente cerdo (y alrededor había abundante grasa):
«Heraldo, van acá, entrega esta carne a Demódoco para
que lo coma, que yo le mostraré cordialidad por triste que
esté. Pues entre todos los hombres terrenos los aedos
participan de la honra y del respeto, porque Musa les ha
enseñado el canto y ama a la raza de los aedos.»
Así dijo, el heraldo lo llevó y se lo puso en las manos del
héroe Demódoco, y este lo recibió y se alegró en su ánimo. Y
ellos echaban mano de las viandas que tenían delante.

Cuando hubieron arrojado lejos de sí el deseo de bebida y de
comida, ya entonces se dirigió a Demódoco el muy inteligente
Odiseo:
«Demódoco, muy por encima de todos los mortales te
alabo: seguro que te han enseñado Musa, la hija de Zeus, o
Apolo. Pues con mucha belleza cantas el destino de los aqueos
—cuánto hicieron y sufrieron y cuánto soportaron— como si
tú mismo lo hubieras presenciado o lo hubieras escuchado de
otro allí presente!
«Pero, vamos, pasa a otro tema y canta la estratagema del
caballo de madera que fabricó Epeo con la ayuda de Atenea; la
emboscada que en otro tiempo condujo el divino Odiseo hasta
la Acrópolis, llenándola de los hombres que destruyeron Ilión.
«Si me narras esto como te corresponde, yo diré bien alto a
todos los hombres que la divinidad te ha concedido benigna el
divino canto.»
Así habló, y Demódoco, movido por la divinidad, inició y
mostró su canto desde el momento en que los argivos se
embarcaron en las naves de buenos bancos y se dieron a la
mar después de incendiar las tiendas de campaña. Ya estaban
los emboscados con el insigne Odiseo en el ágora de los
troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los mismos troyanos
lo habían arrastrado hasta la Acrópolis.
Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de
una gran incertidumbre sentados alrededor de este. Y les
agradaban tres decisiones: rajar la cóncava madera con el
mortal bronce, arrojarlo por las rocas empujándolo desde lo
alto, o dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los
dioses. Esta última decisión es la que iba a cumplirse. Pues era
su Destino que perecieran una vez que la ciudad encerrara el
gran caballo de madera donde estaban sentados todos los
mejores de los argivos portando la muerte y Ker para los
troyanos. Y cantaba cómo los hijos de los aqueos asolaron la
ciudad una vez que salieron del caballo y abandonaron la
cóncava emboscada. Y cantaba que unos por un lado y otros
por otro iban devastando la elevada ciudad, pero que
Odiseo marchó semejante a Ares en compañía del divino
Menelao hacia el palacio de Deífobo.
Y dijo que, una vez allí, sostuvo el más terrible combate y
que al fin venció con la ayuda de la valerosa Atenea.
Esto es lo que cantaba el insigne aedo, y Odiseo se derretía: el
llanto empapaba sus mejillas deslizándose de sus párpados.
Como una mujer llora a su marido arrojándose sobre él
caído ante su ciudad y su pueblo por apartar de esta y de sus
hijos el día de la muerte —ella lo contempla moribundo y
palpitante, y tendida sobre él llora a voces; los enemigos
cortan con sus lanzas la espalda y los hombros de los
ciudadanos y se los llevan prisioneros para soportar el
trabajo y la pena, y las mejillas de esta se consumen en un
dolor digno de lástima—, así Odiseo destilaba bajo sus
párpados un llanto digno de lástima.
A los demás les pasó desapercibido que derramaba lágrimas, y
sólo Alcínoo lo advirtió y observó sentado como estaba cerca de
él y le oyó gemir pesadamente.
Entonces dijo al punto a los feacios amantes del remo:
«Escuchad, caudillos y señores de los feacios. Que Demódoco
detenga su cítara sonora, pues no agrada a todos al cantar
esto. Desde que estamos cenando y comenzó el divino aedo,
no ha dejado el huésped un momento el lamentable llanto. El
dolor le rodea el ánimo.
«Varnos, que se detenga para que gocemos todos por
igual, los que le damos hospitalidad y el huésped, pues
así será mucho mejor. Que por causa del venerable huésped
se han preparado estas cosas, la escolta y amables
regalos, cosas que le entregamos como muestra de afecto.
Como un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre
que goce de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú
escondas en tu pensamiento astuto lo que voy a preguntarte,
pues lo mejor es hablar. Dime tu nombre, el que te llamaban
allí tu madre y tu padre y los demás, los que viven cerca de
ti. Pues ninguno de los hombres carece completamente de
nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han
nacido. Antes bien, a todos se lo ponen sus padres una vez que
lo han dado a luz.
Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te
acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. Pues entre
los feacios no hay pilotos ni timones en sus naves, cosas que
otras naves tienen. Ellas conocen las intenciones y los
pensamientos de los hombres y conocen las ciudades y los
fértiles campos de todos los hombres. Recorren velozmente el
abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad y la
niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser
destruidas. Pero yo he oído decir en otro tiempo a mi
padre Nausítoo que Poseidón estaba celoso de nosotros
porque acompañamos a todos sin daño. Y decía que algún día
destruiría en el nebuloso ponto a una bien fabricada nave de
los feacios al volver de una escolta y nos bloquearía la ciudad
con un gran monte. Así decía el anciano; que la divinidad
cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea agradable a su
ánimo.
«Pero, vamos, dime —e infórmame en verdad.—, por dónde
has andado errante y a qué regiones de hombres has llegado.
Háblame de ellos y de sus bien habitadas ciudades, los que
son duros y salvajes y no justos, y los que son amigos de los
forasteros y tienen sentimientos de veneración hacia los
dioses. Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo
al oír el destino de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Esto lo
han hecho los dioses y han urdido la perdición para esos
hombres, para que también sea motivo de canto pará los
venideros. ¿Es que ha perecido ante Ilión algún pariente
tuyo..., un noble yerno, o suegro, los que son más objeto de
preocupación después de nuestra propia sangre y linaje? ¿O
un noble amigo de sentimientos agradables? Pues no es
inferior a un hermano el amigo que tiene pensamientos
discretos.»

Marcela Noemí Silva
Marcela Noemí Silva
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